17 DE MAYO
SAN PASCUAL BAILÓN
LEGO FRANCISCANO (1540-1592)
SU Santidad León XIII —por el Breve Providentíssimus del 28 de noviembre de 1897— declara a San Pascual Bailón Patrono de todas las Obras Eucarísticas, «porque ha descollado entre los Santos más amantes del Misterio de la fe y del amor; y así, no sólo las Asociaciones ya instituidas, sino cuantas en el futuro se instituyan, deberán mirarle como el ejemplar ideal de su amor a Jesús Hostia»…
A la luz que proyectan estas palabras —nervio de su fisonomía espiritual— vamos a bosquejar la biografía del Serafín de Torrehermosa; siempre de la mano de sus más devotos y sinceros panegiristas, los Padres Juan Jiménez y Cristóbal de Anta. Ambos le trataron confidencialmente.
La santidad de Pascual florece a la sombra de un oscuro y rozagante apellido. Sus padres —Martín Bailón e Isabel Jubera— son unos modestos labradores de corazón noble y alma transparente, como la suya. Así que la pobreza es el lote de quien más tarde ha de desposarse alegremente con ella bajo la austera y evangélica disciplina del Pobrecillo de Asís...
La trama de su vida la urde Dios entre dos Pascuas. No es metáfora. Nace y muere en día de Pentecostés; y en el mes de las flores, para que la coincidencia sea más providencial. Pascua y primavera: símbolo de los preciosos carismas con que le ungirá el Espíritu Santo. Y, por si fuera poco, dos hitos de regia belleza delimitan su existencia seráfica: Torrehermosa y Villarreal. Pascual será alegre como unas pascuas; pero de alma recia, hermosa, real.
Piadoso desde niño con una piedad sin duda extraordinaria, más simple y natural, apenas sabe andar se escapa a la iglesia, donde pasa largas horas postrado a los pies de la Virgen o cabe el Santísimo Sacramento. La Eucaristía tiene para él el atractivo irresistible de un poderoso imán: es el blanco, el ideal, el summun de todas las ternuras de su alma, de todos los afectos de su corazón.
A los siete años, helo ya trocado en pastorcito, uniendo su voz inocente al sublime concierto de las criaturas que cantan la gloria de Dios. ¡Oh, qué amable soledad junto a la ermita de Nuestra Señora de la Sierra! ¡Qué guirnalda primorosa de cánticos, de plegarias, de ignoradas penitencias, al son de las esquilas bucólicas! ¡Y qué ramos de flores también!...
A la sombra regalada del árbol de Minerva, Pascual aprende a leer. Siente la necesidad de saborear la piedad en los libros. Cuando el Párroco de Torrehermosa le examina para la Primera Comunión, queda admirado del saber catequístico y del fondo moral del rapaz. A golpe de navaja ha grabado en la cayada la cruz y la custodia. Es un notable grabador. Estamos, indudablemente, ante un caso raro de autoeducación: la misma que empleará toda la vida para remontarse a las cimas puras de la santidad.
Pero los años van pasando, y Pascual tiene ya veinte. Sirve ahora en la majada del hacendado Martín García. Y lo hace tan bien, que éste le ofrece la mano de su hija única. Ha llegado el momento de pasar por el crisol de la prueba. La propuesta es sutil y tentadora. Por la mente del santo rabadán cruza entonces una profecía que él mismo hiciera cuando apenas sabía hablar: «Madres cuando sea grande, vestiré el hábito franciscano». Y no acepta. A poco, camino de Cabo la Fuente, se Je aparecen Santa Clara y San Francisco, que le dicen:
— Pascual, la castidad, la pobreza y la obediencia, son el ideal de tu vida.
En la villa de Monfort —del reino de Valencia— halla el norte magnético de la visión celestial: el convento de Nuestra Señora de Loreto. Pide el hábito de lego —por humildad rehúsa ser fraile de coro—, y en Elche viste el pardo sayal de la pobreza. «El pobre más miserable —dice el Padre Jiménez— no llevaba un vestido peor». Luego, durante casi treinta años, Almansa, Jumilla, Valencia, Elche, Loreto, Ayora, Játiva y Villena, son testigos de los milagros de su caridad y de sus fervores eucarísticos...
Los Santos tienen siempre la gracia a flor de labio.
— Pero, Fray Pascual, ¿por qué no os servís de un jumento para llevar ese aceite?
— ¡Un jumento! ¿Dónde hallar otro mejor que yo?
Así es de humilde y de santo.
Pascual viaja a París, mensajero de sus superiores. Camina, como siempre, a pie y descalzo, mendigando el pan, durmiendo al raso. Francia está infestada de herejes. ¡Ay del «papista» que caiga en sus manos!
— ¿Dónde está Dios? —le pregunta un hugonote.
— En el cielo.
El hereje frunce el ceño, vuelve grupas y se aleja. Pascual piensa luego que si dice: «...y en el Santísimo Sacramento», le hubiera atravesado con la lanza. Y llora porque ha perdido la ocasión de ser mártir. Su viaje de vuelta es un himno de alabanzas a la Eucaristía y una siembra de milagros de caridad.
¡Vida eucarística, sí, la de San Pascual Bailón! Pero vivida prácticamente. Imitando la vida mística de Jesús Hostia: su humildad, su silencio, su sacrificio, su amor... ¡La aurora le ha sorprendido siempre ante el Sagrario, radiante de luz y alegría! ¡Ha sido un ángel en carne humana!
Y durante la elevación de la Misa exequial —17 de mayo de 1592— todavía se incorpora para adorar la Sagrada Hostia. ¡Él, que está viendo en el cielo al Cordero de Dios...!