30 DE MAYO
SAN FERNANDO
REY DE CASTILLA (1199-1252)
ALBOREA el siglo XIII. La Edad Media —callada y recoleta como un monje— madura en frutos de santidad y valor. Entre los más gloriosos, nuestro Rey Santo, Fernando III, arquetipo genial —con su primo San Luis de Francia— del rey católico y europeo, «caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago», fundador de España...
Su notable biógrafo Núñez de Castro ha dicho que de su tronco familiar se cortaron Jos primeros cetros del orbe. Y aún añade: «A los Príncipes más religiosos les excedió en celo; a los más guerreros, en las conquistas; a los más estadistas, en el gobierno de sus estados, y a todos, en haberse hecho a mano de sus virtudes, nueva genealogía en el cielo».
Estirpe limpísima y celebérrima. Su abuelo, Alfonso VIII de Castilla, acaba de dar un clarinazo de luz imperial en las Navas de Tolosa: acaba de iluminar las rutas del Imperio. Sus padres son los augustos don Alfonso IX de León y doña Berenguela de Castilla. Él, Fernando —media historia de España— ha nacido una noche de 1199, en campo descubierto, bajo el cielo estrellado, en los aledaños del monasterio de Belmonte, entre Zamora y Salamanca. Feliz presagio para quien ha de vivir siempre en vigilia tensa, siempre acampado, siempre al aire libre, siempre de cara al cielo, donde Dios es hito permanente y su sola gloria voluntad de servicio y de sacrificio...
¡Fernando III, el Santo! Hombre de disciplina, de ayuno, de meditación, de Eucaristía, de caridad, de perdón, de arte, de cultura, de paz y de guerra; hombre hecho al aroma recio de los campos y al fragor masculino de las batallas; hombre capaz de parar el sol, como Josué, por ganar un palmo más de tierra al Señor del Universo. Así lo educará su admirable madre. «Porque está muy noble Reina enderezó y crio a su hijo en buenas costumbres, y los sus buenos enseñamientos, dulces como miel, no cesaron de correr siempre a su tierno corazón».
Biografiamos a un Rey, y es fuerza imperativa hacer un poco de historia. Fernando es un Príncipe con suerte. Muere inesperadamente Enrique I. Berenguela, heredera del Reino castellano, convoca Cortes en la iglesia de Santa María la Mayor de Valladolid —1217— se proclama Reina de Castilla, y luego —con clara visión política— renuncia en su hijo. Dieciocho años tiene el, nuevo Rey. Dos más tarde —ya armado caballero en las Huelgas— el obispo de Burgos, don Mauricio, bendice la unión de Fernando [ll de Castilla con la gentil Beatriz de Suabia. El joven Rey se incorpora a la vida política en un momento de tremenda inquietud; pero, a la muerte de su padre, —1230— tras el coloquio de Coyanza —la «Fabla de dueñas», que dijo un autor—, Fernando compensa a doña Sancha y doña Dulce, y es reconocido por único Rey de León. Así, blandamente, providencialmente, quedan unidos los dos Reinos en la persona del joven Príncipe. El sueño de la reconquista y unidad nacionales está en trance de convertirse en realidad. El Rey Santo, como quien prevé los sucesos históricos, irá colocando cada pieza en el lugar más adecuado de la estructura hispana, y —verdadero «Rey por la gracia de Dios»— sostendrá el prestigio de la Cruz, jornada a jornada, frente al bereber indómito, fanático creyente de las suras alcoránicas. Bajo su cetro augusto quedará plasmado el temple definitivo del alma española y trazado con rasgos firmes el espíritu de la Raza. Padre de su pueblo, Jefe de Estado, hábil político, héroe de mansedumbre y humildad, guerrero y santo, será amado y bendecido de las generaciones presentes y futuras...
Galopar de bélicos corceles por las llanuras del Guadalquivir. Han comenzado las maravillosas conquistas de San Fernando. Ciudades y pueblos, aparte por combatimientos, parte por pleitesía», han ido cayendo en poder del Monarca de León y Castilla. La victoria sonríe sobre su yelmo de oro. Pero no va solo el «Caballero de Dios». En el arzón de su caballo lleva la figura ebúrnea de la Señora: Santa María de las Victorias; al viento ondea el estandarte bermejo de Santiago, nuestro Cruzado mayor. Gesta Dei, per Hispanos!... «Dios mío —dice el Santo Rey—, bien sabéis que no hago estas conquistas para ensanchar mis Estados, sino sólo por vuestra gloria». Y su hijo Alfonso el Sabio apostilla: «Cuando acababa una conquista, no pensaba sino en comenzar otra; no sabía comer el pan con sosiego, a fin de poder dar cuenta al gran Juez de que empleara su tiempo como debe hacerlo un buen cristiano». Y aún completa el Santo: «Floreció este cetro a influjos y providencias del cielo, y ha procurado siempre mi gratitud que sean para el cielo los frutos». Gran lección y gran verdad. En efecto: ¡sólo la fe ha podido cincelar joyas como las catedrales de Burgos y Toledo!
La toma de Sevilla le hizo soñar en África: en el triunfo universal de la Cruz. ¡Dios, el sueño imperial de San Fernando!... Pero él Rey del cielo dijo basta, y el Rey de la tierra mandó entonar el Te Deum y, despojado de todo signo de majestad, con una humilde soga al cuello, «muy simplemente y muy paso, inclinó los ojos y rindió su espíritu». Era el 30 de mayo de 1252.
«Con la figura prócer de este Rey —comenta Ortiz Muñoz— sube a los altares la santidad de los ideales hispánicos que otros monarcas llevarán al culmen de la gloria».