sábado, 24 de mayo de 2025

25 DE MAYO. SAN GREGORIO VII, PAPA (+1085)

 


25 DE MAYO

SAN GREGORIO VII

PAPA (+1085)

NO es fácil señalar el rasgo distintivo de San Gregorio VII. ¿Será su fe ardiente? ¿Su anhelo de unidad? ¿Su apasionado amor a la justicia? ¿Su ideal de reforma? ¿Su lucha por la libertad de la Iglesia? ¿Su firmeza jamás quebrantada? ¿Su celo de la moral? ¿Su incorruptible austeridad? ¿Su hábil diplomacia?... No sabríamos decir cuál de estas facetas priva en su vida. Sin duda se esencian todas en su persona para crear ese carácter gigante, tan parecido al de San Atanasio —aparte su peculiarísima idiosincrasia—; para hacer de él la figura genial del siglo XI y, tal vez, el más ilustre paladín de la Fe católica que se ha sentado en la Cátedra de San Pedro.

Hildebrando Aldobrandeschi —el futuro Gregorio VII cuyo solo nombre es ya un ideario de conducta, pues significa «fuego de las batallas», ve la luz en el seno de una humildísima familia de Savona —Italia— por los años de 1013 a 1024. El mundo no le da nada al nacer: ni fortuna, ni nobleza, ni poder, ni un cuerpo galán. Dios, en cambio, se encarga de establecer un justo equilibrio en su vida, concediéndole lucentísimas joyas de espíritu y corazón. Y váyase lo uno por lo otro en buena hora.

Lorenzo —tío suyo y abad del monasterio de Santa María del Aventino, en Roma— lo saca de la oscuridad aldeana, le pone los libros en las manos y, en la cabeza, la cogulla monacal. Es éste un paso decisivo en su carrera. En la escuela benedictina —ya en Roma, ya en Cluny— educa su espíritu y aprende a dominar la carne con el estudio y la fatiga. Un día le oye predicar el emperador Enrique III y declara que ninguna voz le ha conmovido como la del subdiácono Hildebrando. Y es que su extraordinaria santidad arranca vibraciones maravillosas no sólo a su voz, sino a todas sus obras. Por eso, cuando su maestro, Juan Graciano, sube al trono pontificio con el nombre de Gregorio VI —año 1045—, le falta tiempo para nombrarle su secretario. Así, se ve providencialmente iniciado en los negocios de la Iglesia el que ha de gobernarla con gran vigor y sabiduría. Durante veinticinco años va a ser creador de Papas y alma del Papado.

Nada menos que cinco —que elevan a gran altura el prestigio de Roma—, le hacen su brazo derecho, su factótum, y se benefician de su actividad inagotable: León IX, Víctor II, Esteban IX, Nicolás II y Alejandro II, hallan en el joven archidiácono romano al observador sagaz, al consejero prudente y sabio, al hábil político, al hombre incorruptible, al santo cabal. Puede afirmarse que todos estos Papas son hechura suya, pues en sus pontificados el que en realidad gobierna es Hildebraado. Bajo su influencia directa, León IX dicta medidas rigurosas contra la inmoralidad y simonía de los clérigos. Lo mismo hace Víctor II en el gran Sínodo reformador de Florencia. A Nicolás II le arranca un decreto en el que se determina que la elección de los Papas han de hacerla en lo sucesivo los Cardenales, y no los Emperadores: es el trascendental problema de las investiduras. Aparte su actividad en la Corte pontificia cumple importantes legaciones ante reyes y concilios. Cuanto se refiere a la Iglesia hace vibrar de entusiasmo todas las fibras de su corazón. Doquiera hay un peligro que conjurar, allí está Hildebrando con su pulso firme y prudente; sin intemperancias ni cobardías: con la serena macidez, con el ímpetu consciente de quien no intenta hacer ruido sino hacer bien, de quien propugna reformas constructivas. Le llaman ambicioso. Y lo es. Pero no para sí; para la Iglesia.

Alejandro II muere en 1073. Nuestro Santo, como Arcediano y Canciller, preside los funerales. Terminada la ceremonia, el clero y el pueblo se apoderan de él y lo asientan en la Sede pontificia, al grito de: «¡Hildebrando es el elegido de San Pedro!».

Nadie conoce mejor la sociedad ecle siástica. Ninguno como él ha sabido poner el dedo en la llaga. No hay duda de que es el hombre elegido por Dios.

El camino del nuevo Papa ha sido tan recto, que no tiene nada que rectificar. Con las miras puestas en su ideal de siempre —luchar por la libertad de la Iglesia—, concretado en una sola palabra —reforma—, da comienzo a su pontificado, tomando el nombre de Gregorio VII, en memoria de su ilustre maestro de Santa María del Aventino, cuya línea va a proseguir de manera genial. Católico hasta los más íntimos repliegues del corazón, lucha con tesonero empuje —en el fondo, noble lealtad — por la unidad de toda la Iglesia y defiende siempre la supremacía del sacerdocio espiritual sobre los poderes civiles. Si su actitud le resta las simpatías de los simoníacos, a su lado están en todo momento los monasterios —levadura de auténtico catolicismo— y hombres de la solvencia de San Pedro Damiano. En su lucha contra Enrique IV —el Nerón Germano— hay guerras, concilios, anti concilios y excomuniones. El Emperador, que lleva las de perder, finge arrepentirse y cae de rodillas a los pies del Papa. Pero poco después se apodera de Roma y entroniza al antipapa Clemente III en la Basílica de San Pedro. Gregorio, amparado por Roberto Guiscardo, se refugia en Salermo, donde muere el 25 de mayo de 1085, pronunciando estas palabras famosas: «He amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro».

Desde el cielo vería el magnífico florecimiento de su santo ideal...