20 DE MAYO
SAN BERNARDINO DE SIENA
FRANCISCANO (1380-1444)
LA divina Providencia va siempre por delante de los hombres. Dios nunca llega tarde. La Historia —magistra vitæ— nos enseña que Él, mejor que nadie, ha sabido atajar los grandes males con grandes remedios y hacer brillar la luz aun en las épocas de mayor conmoción. ¿Qué sucede, por ejemplo, en el siglo XV, que es el que ahora solicita nuestro interés? ¿Alborea el Renacimiento con su epidemia de paganismo? Pues, frente al decantado retorno a lo clásico «pagano», Dios opone el retorno a lo clásico «cristiano», y frente a Cicerón, Tito Livio o Policleto, tres grandes figuras apostólicas —Vicente Ferrer, Bernardino de Siena y Juan de Capistrano— que defienden la prístina pureza del Cristianismo y ambientan el clima para la verdadera reforma —el verdadero renacimiento— con el calor de su fe milagrosa, el influjo de su acción, la virtud de su enseñanza y la enseñanza de su virtud…
Hoy celebra la Iglesia la fiesta de San Bernardino de Siena. A él, pues, nos concretamos.
Hijo de un Albizzeschi, de nombre Tulo, nace en la aldea de Massa, próxima a Siena cuando su padre es gobernador de la Ciudad. El nombre de María — «la amada más noble y hermosa» — se asocia desde la cuna a los momentos solemnes de su vida. «Nací —nos dirá con santo orgullo— en el natalicio de Nuestra Señora; después, en la misma festividad entré en el convento, vestí el hábito franciscano, hice la profesión de mis tres votos, celebré la primera Misa, prediqué el primer sermón. ¿Verdad que son demasiadas coincidencias para no estimarlas providenciales?
Bernardino no llega a conocer a su madre, Nera, y a los siete años pierde también a su padre. Pero Dios, que lo previene para altos fines, le conduce a ellos de manera infalible, rectilínea. Diana, hermana de su madre, acierta a intuir la estrella que la gracia divina va pintando en los ojos pálidamente azules del muchacho, y toma a pechos su educación. Dos célebres maestros — Onofre el Gramático y Juan de Espoleto— ayudan a la buena mujer en su noble empeño. A los diecisiete años, Bernardino ha estudiado ya Filosofía y Teología, Derecho civil y canónico. Casi por milagro pasa indemne a través de las escuelas. Su ardiente devoción a María hace que, a pesar de tener un carácter dulce, sosegado y meditativo, defienda su pureza con una energía insospechada.
Un procaz estudiante se atreve cierto día a insinuarle una proposición vergonzosa. La sangre afluye a las mejillas del casto joven:
— ¿Por quién me has tomado? —grita al libertino.
Y, sin mediar más palabras, estampa en su rostro un sonoro bofetón.
— Anda con cuidado, hijo mío —le dice con frecuencia su tía monja— tienes una cara demasiado guapa y un corazón demasiado tierno; podrías perderte fácilmente.
Y el doncel le responde, entre grave Y jovial:
— Llegas tarde, tía; estoy locamente enamorado de la doncella «más noble y hermosa» de Siena.
Como es natural, la monja se alarma; hasta que se entera de que aquella dama misteriosa es la imagen de María que se venera en la Puerta Camilia.
En 1400, Bernardino interrumpe sus estudios para entregarse al servicio de los apestados en el hospital de la Scala. Sil heroica caridad le cuesta Varios meses de cama, durante los cuales madura su verdadera vocación: ser en Italia el continuador de San Vicente Ferrer.
A los veintidós años, ingresa en el convento franciscano de Colombario, después de repartir sus bienes a los pobres. Los sueños literarios se borran pronto en su alma, colma ahora de más santas inquietudes; pero la cultura adquirida en las aulas admirará a los mismos humanistas y será para él un arma eficaz de apostolado. Sin embargo, sus principios de predicador no pueden ser más humildes; casi un fracaso. Durante quince años es un fraile oscuro que sólo se distingue por su virtud. Al fin, la Virgen, al curarle una pertinaz ronquera, lo convierte en el misionero más eximio de la primera mitad del siglo XV.
En Milán se revela como enviado de Dios, y desde este momento todas las ciudades se lo disputan. Posee inmejorables prendas para ser buen apóstol: cultura, celo ígneo, noble ademán, palabra vibrante de caridad, dulzura y firmeza, el don de milagros, fama de santo. Tiene, además, un poder casi divino para subyugar las almas, y las multitudes le siguen en interminables romerías de penitencia. Aunque sus sermones suelen durar varias horas, nadie se cansa de oírle. «Toda Roma —escribe el futuro Pío II— confluye a escucharle. El mismo Papa y los Cardenales se cuentan entre sus oyentes.»
Iniciador del culto al Santo Nombre de Jesús, es acusado de hereje ante Martín V. El Sumo Pontífice le manda recluirse en un convento; pero, esclarecida la verdad, no sólo le da la razón, sino que le ofrece el obispado de Siena, al cual renuncia el Santo por humildad, como renunciará más tarde a los de Urbino y Ferrara. Bernardino embraza de nuevo la Biblia y prosigue su obra reformadora. Y en esta vida peregrinante le sorprende la muerte en la ciudad de Aquila, el 20 de mayo de 1444, víspera de la Ascensión del Señor, mientras sus hermanos de religión entonan esta antífona de la Vigilia, que parece resumir su vida: «Padre, he manifestado a los hombres tu Santo Nombre, y ahora voy a Ti».