sábado, 10 de mayo de 2025

11 DE MAYO. SANTOS FELIPE Y SANTIAGO, APÓSTOLES (+HACIA EL 54 Y 63)

 


11 DE MAYO

SANTOS FELIPE Y SANTIAGO

APÓSTOLES (+HACIA EL 54 Y 63)

LA vida de los Apóstoles se pierde en la gran luz que irradia la figura inmensa de Cristo, como las estrellas ante el sol cenital. Su fisonomía histórica es, por lo general, sencilla, elementalísima, aunque hecha de trazos fuertes y rotundos. Así, por ejemplo, el Evangelio sólo habla cuatro veces de Felipe, y de Santiago el Menor no más que una. Por eso, el papel de estos dos Apóstoles en el maravilloso Drama evangélico es muy simple; lo que facilita —hoy más que nunca— nuestra obligada labor de síntesis. Y decimos obligada, porque la Iglesia, desde Juan III, ha unido siempre estos dos nombres que nosotros no podemos, ni queremos, separar, pues se completan admirable mente para formar el tipo ideal de apóstol, cortado a la medida del Divino Maestro...

Estamos a orillas del lago de Tiberíades, El cuadro —pródigo en enseñanzas— es concreto y emotivo. Dentro de él nos sentimos muy cerca del cielo, a una distancia casi infinita de las cosas del mundo. Jesús de Nazaret camina, hierático, por la ribera. A ambos lados, amigos desde ayer, Andrés y Pedro. De improviso, un nuevo personaje entra en escena: Felipe, natural —como los dos amigos de Jesús— de Betsaida; ese gracioso pueblecito que está ahí junto a la desembocadura del Jordán, reacio a la Buena Nueva.

Sígueme —dice el buen Maestro al desconocido.

Felipe —el Apóstol sincero— le sigue sin vacilar. Tiene casa, mujer y tres hijas; pero nada le importa ahora como ir en pos de este hombre extraordinario que con una sola palabra le ha robado el alma y el corazón. Mejor dicho, algo le importa: en un afán precoz de proselitismo —nuncio de su futuro apostolado — corre al encuentro de su amigo Natanael y, vibrante de entusiasmo, le lanza este acto de fe sencilla y vívida:

— Dame albricias, Natanael: He hallado a Aquel de quien escribieron Moisés y los Profetas, a Jesús de Nazaret, el hijo de José.

— Qué, ¿acaso puede salir cosa buena de Nazaret?

— Ven y verás.

Magnífica respuesta. Felipe ha visto al Señor con ojos tan puros que piensa que quien lo vea ha de reconocerle necesariamente por Mesías. Y no se equivoca: Natanael vislumbra en la frente de Jesús el halo irreprimible de la Divinidad, y queda también subyugado. Será el Apóstol San Bartolomé.

Las otras tres veces que Felipe aparece en la escena evangélica, son: cuando la primera multiplicación de los panes, el lunes de la Semana Santa y en el discurso escatológico de la Cena. Su última intervención es verdaderamente feliz, inspirada, providencial. Jesús está hablando de su igualdad con el Padre. El sincero apóstol, para quien los altos misterios son quizás demasiado altos, le interrumpe con amable ingenuidad:

— Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta.

— Felipe —le responde Jesús—, quien me ve a Mí, ve también a mi Padre.

Manifestación sublime, que nos inicia en las maravillas de la Santísima Trinidad, al enseñarnos que el Padre y el Hijo son un mismo y único Dios.

De Santiago el Menor, llamado el Justo, no se habla sino una vez, para decirnos que se le apareció el Señor en los días de la Resurrección. Pero sabemos que ha nacido en Caná —la actual Kefr Kenna—, a ocho kilómetros de Nazaret, y que posee un título de excepción: es primo hermano de Jesús. Sus padres se llaman María y Cleofás, y sus tres hermanos, José, Simón y Judas. Este último será también Apóstol. Judas Tadeo le dice el Evangelio.

La personalidad de Santiago cobra un relieve extraordinario después de la dispersión, al ser consagrado Obispo de Jerusalén por San Pedro. Su presencia y actividad en la Ciudad Santa son providenciales. San Pablo lo considera como columna fundamental de aquella comunidad; opinión que comparten San Epifanio y San Juan Crisóstomo. Hoy, a la luz de los hechos, vemos clara su misión: conducir la sinagoga al sepulcro sin violencias, de una manera honrosa, como quien dice. Y lo consigue. A falta de otros datos escriturísticos, ahí está, tan fresca y operante, su celebrada Epístola Católica, en la que revive el Evangelio: la misma simplicidad de enseñanza, la misma delicadeza de imágenes, arrancadas al campo, a las aguas y al cielo de Galilea. A través de ella se transparentan las virtudes características de Santiago: el amor a la ley y una inflexible rectitud. La tradición nos lo presenta como un rudo asceta: seco por el ayuno y con callos en la frente de tanto prosternarse para orar. Al verle, un invencible respeto sobrecogía a las muchedumbres: los judíos inclinaban ante él la cabeza, porque les recordaba a los videntes de su raza, tanto por la rudeza de sus palabras como por el fuego de su voz y lo descuidado de su porte; a los cristianos les cautivaba su raro parecido con Jesús.

Entretanto, Felipe, después de predicar la Buena Nueva en Frigia —y acaso también en Lidia y Escitia— murió crucificado en la ciudad de Hierápolis. Era el año 54. Nueve más tarde —primero de mayo del 63— el sumo sacerdote Anano mandaría arrojar a Santiago de lo alto de la muralla del templo, por no querer renegar de Cristo. Dios hizo fecundo su generoso holocausto.

La mayor parte de las reliquias de Santiago el Menor se hallan en Roma, en la iglesia de los Santos Apóstoles, al lado de las de San Felipe.