26 DE MAYO
SAN FELIPE NERI
FUNDADOR (1515-1595)
¡QUIÉN me concediera el verte achicharrado!
— ¡Y a mí el verte tendido sobre el potro!
— ¡Permita Dios que te corten las manos y los pies!
— ¡Y a ti la cabeza!
— ¡Bendito el día en que te vea despachurrado!
— ¡Bendito el día en que te vea maniatado y arrojado al Tíber!...
Pensará el lector que los que así se imprecan son inimicísimos. Y no hay tal. Son dos íntimos amigos, dos aristócratas de la virtud, que, desde las alturas de la santidad, se saludan cordialmente, deseándose lo que más desean: el martirio. Uno —puro franciscanismo— se llama Félix de Cantalicio; otro —evangelismo puro—, Felipe Neri: dos hombres, en definitiva, del más alto temple moral, cuya vida tiene las mismas calidades de expresivo índice para los católicos del siglo w, que para los del florentísimo y turbulento XVI.
El 18 de este mes perfilábamos, con nuestro habitual embarazo, la figura franciscana de San Félix de Cantalicio; hoy vamos a intentar una semblanza análoga de su santo amigo, Felipe Neri.
Florencia —la «Ciudad de las flores»—, en Ja cumbre de sus paganías renacentistas —15 de julio de 1515—, produce esta Flor purísima en el cristiano hogar del notario Francisco Neri y de la ilustre darna Lucrecia Soldi: Flor perfumada de gracias divinas, que viene a denunciar el clima de aberraciones hediondas y el bajo nivel moral en que vive la sociedad. Desde muy niño empiezan a llamarle «Felipín el bueno», por su carácter pacífico, piadoso sin melancolía y extremadamente amable. Esta amabilidad exquisita, que conserva toda la vida, constituye el secreto de sus conquistas apostólicas.
Joven de dieciocho años, a punto de cerrar sus estudios, pasa a San Germán, al pie de Montecasino, requerido por su tío Rómulo, hombre opulento y sin su cesión, que sueña hacerle su heredero. Pero Felipe, desprovisto enteramente de mundanales apetencias, desprecia la alegre perspectiva que se le ofrece y, a fines de 1534, marcha a Roma, llevando en el alma el hormigueo de un ideal más noble: derramar efluvios de caridad sobre la humanidad doliente. Ya lo dijera su tío: «Este muchacho no ha nacido para comerciante. Yo se lo hubiera dejado todo, si no fuera por esa manía de rezar que tiene».
En la Ciudad de los Papas —preceptor o estudiante— se entrega de lleno a obras de penitencia y caridad, con pasmo y edificación de las gentes, que ven la virtud transparentarse en su rostro, en sus actos, en su porte todo. Pasa las noches en las catacumbas de San Sebastián, orando y meditando y bebiendo en sus prístinas fuentes las más puras esencias del Cristianismo. Vive como asceta. No tiene albergue. Ayuna a pan y agua, bien que, a veces, añade unas aceitunas amargas para convertir la penitencia en supuesto regalo. Da su haber a los pobres. Alcanza sublime oración. Sus éxtasis se prolongan horas y horas, viéndose obligado a exclamar en el arrebato de sus amorosos desmayos: «¡Basta, Señor, basta! ¡Detén el torrente de tu amor! Su vida se diría una ascensión continua, sin sacudidas, sin desalientos, sin crisis. Pero no sin violencias e inquinas. Jóvenes disolutos, en oscuro conciliábulo con dos mujerzuelas sin honor, maquinan asechanzas contra su castidad. La impudicia se trueca en miedo ante las pupilas de fuego del Santo, y las empecatadas huyen cobardemente.
Felipe sigue apostolizando a los jóvenes, llevando sedantes de amor y de pan —que también es amor— a cárceles y hospitales, y buscando afanosamente a los pobres y peregrinos para darles hogar. Con este fin funda la Cofradía de la Santísima Trinidad.
En junio de 1551 se ordena de sacerdote, por obediencia a su confesor, pasando en seguida a la Congregación de Clérigos de San Jerónimo. En el confesonario cincela prodigios de conversiones. Acaricia por algún tiempo la idea de marchar a las Indias, espoleado por las proezas de San Francisco Javier. Un santo religioso —Agustín Ghattino— le dice de parte de Dios: «Felipe, la voluntad divina es que vivas en esta Ciudad como si estuvieras en las Indias».
Roma será, si, el teatro de su apostolado, y verá su mística sencilla derramada en caridades, diluida en fervores de oración y humildad: una mística alegre y esplendente, basada sobre un ascetismo lacerante. Todo ello envuelto en el incienso de sus virtudes y fecundado con sus dones de lágrimas y milagros. En el tribunal de la penitencia, señaladamente, hace un bien inmenso, consiguiendo transmutaciones maravillosas. También cura los cuerpos, y hasta los resucita, como al príncipe Paulo Máximo. Durante medio siglo, es oráculo de Príncipes y Papas. Cultiva la amistad de San Carlos Borromeo, San Félix de Cantalicio, San Camilo de Lelis y San Ignacio de Loyola. Pero su obra definitiva es la fundación del Oratorio, aprobada por Gregorio XIII en 1575, cuyo fin consiste en llevar. luz de misericordia a los desgraciados que penan en cárceles, hospitales y lazaretos. Esta Congregación, que da a la Iglesia hombres de la talla del Cardenal Baronio, proyectará el espíritu y la mística de Neri más allá de su vida terrena...
La primavera de 1595 se llevó a «Felipín el bueno», una noche de Corpus Christi, con visión de Eucarística Cena. Su cuerpo descansa en la iglesia de Santa María in Vallicella.