12 DE MAYO
SANTO DOMINGO DE LA CALZADA
CONFESOR (+1109)
¡CAMINO de Compostela! ¡Camino de romeros!... Arriba —calzada de estrellas—, la Vía Láctea o Camino de Santiago; abajo…
Lo dice un viejo cantar:
Vos que andáis a Santiago
mire vostre mercé,
non ay puentes nin posades
nin cosa para comer.
Y es cierto. Roncesvalles, Pamplona, Puente la Reina, Estella, Viana, Logroño y Nájera, marcan la ruta del camino francés. Nájera es el último hito. Luego, el camino se borra, y el peregrino jacobeo no tiene más guía que las estrellas ni más cobijo que los cielos. Por veredas inhóspitas, infestadas de alimañas y salteadores, ha de atravesar los montes de Grañón y Cirueña, el valle del Oja y, más allá —en tierras burgalesas— la Bureba...
Mas, he aquí que, un día de 1044, aparece un hombre en la encrucijada de aquellos caminos innominados. Es joven, fornido, animoso, de nombre Domingo, natural de Viloria, en la provincia de Álava. Pastor de oficio, apenas sabe otra cosa que apacentar ovejas y hacer cayadas de roble. Sin embargo, tiene ya su pequeña historia, tejida de ilusiones y fracasos.
Pastoreaba allá por las riberas del Ebro, cuando, un atardecer idílico, creyó oír la voz de Dios en el silencio de su alma candorosa. Y se fue a llamar a las puertas del monasterio de San Millán de la Cogolla con la mejor voluntad del mundo. Pero el abad no supo leer en los ojos limpios del joven postulante la pureza de su intención ni la sublimidad de su anhelo; y lo despachó con buenas palabras. La misma acogida le dispensaron en Santa María de Valvanera. Pensó entonces en la vida anacorética, y se escondió en uno de los montes que rodean al San Lorenzo. Allí pasó cinco años entregado a la oración, a la penitencia y al trabajo, atento siempre a las mociones del Espíritu.
Otra etapa en la vida de Domingo.
Gregorio, obispo de Ostia, acaba de llegar a España legado por el papa Benedicto IX. Viene precedido de gran fama, a causa de sus milagros. Nuestro Santo —lo decimos con afán reivindicatorio, ya que algunos historiadores han querido arrebatarnos esta gloria patria por la futilidad de confundir Cantabria con Calabria—, nuestro Santo, repetimos, atraído por la virtud del Legado pontificio, se atreve a solicitar un puesto entre los pajes que componen su séquito. Su Eminencia lo acoge paternalmente y lo lleva consigo por las regiones del Ebro y del Arga, del Pisuerga y del Arlanzón. ¿Quién aprende de quién? Sólo Dios lo sabe, pero lo cierto es que al pastor de Viloria se le ensancha el horizonte, y en los cuatro años que acompaña al Obispo, asciende rápidamente por las vías de la perfección.
Y hemos llegado al año 1044. Gregorio ha muerto en la ciudad de Logroño. A Domingo lo acabamos de encontrar en la vega riojana. Ahora tiene un plan bien determinado: ser el ángel protector de los romeros de Santiago en estos parajes poblados de terrores; mejorar el camino más célebre de la Cristiandad: ¡Camino de Compostela! ¡Camino de romeros!...
Y lo consigue. No por afán de lucro ni de ambiciones personales, sino por amor al prójimo. Fe y caridad: he ahí los dos talismanes maravillosos que van a hacer de un simple gañán —¡quién lo dijera!— un hombre genial, uno de los claros varones de nuestra Historia y uno de los Santos más genuinos de nuestra raza: Domingo de la Calzada, benefactor insigne de la humanidad.
Con razón escribe el notable publicista Olmedilla y Puig: «Cuando volvemos los ojos a los lejanos horizontes de nuestro siglo XI, no podemos menos de ver en los arreboles de poesía de que está henchido aquel memorable período del pasado de nuestra Historia patria, la figura de un sabio que pudo enlazar las virtudes y abnegación del héroe con los deslumbradores destellos de la poderosa iniciativa del genio».
Cierto que el milagro es un arma poderosa en las manos de Domingo, pero tampoco escatima diligencias humanas el glorioso Patrono de la Ingeniería española. Aparece primero una ermita dedicada a Santa María, desde la cual, a manera de atalaya, avizora el horizonte, presto a acudir en auxilio del jacobita extraviado o maltrecho. Edifica luego una alberguería, en la que él mismo hace de médico, albañil, refito1ero y arquitecto. Después, con ayuda de almas piadosas, —implorada de puerta en puerta— levanta el soberbio puente sobre el Oja, que aún hoy —a diez siglos de distancia— pregona su genio. Más tarde tala los montes y construye una calzada, con cuyo nombre pasará a la Historia. Y, a la postre, acuden los discípulos, el valle se llena de vida y nace Santo Domingo de la Calzada, la Ciudad «cortés e hidalga con la caridad de Cristo que inflamó a su Fundador, por cuyas calles creeríais encontrar todavía la sonrisa amable que hace mil años acogía a los peregrinos».
Más de sesenta años pasó Domingo en la vega riojana, siendo pasmo de cuantos le visitaban, como atestiguan San Juan de Ortega y Santo Domingo de Silos. Siete antes de morir, mandó labrar su sarcófago en una peña. «¿Por qué lo disponéis tan lejos de la iglesia?» —le preguntaron—. A lo que respondió sonriente: «Si el sepulcro no puede acercarse a la iglesia, la iglesia se acercará al sepulcro».
Era el mismo sitio en que hoy, una soberbia catedral gótica lo hace ornamento de sus altares.