QUINTO
DOMINGO DE PASCUA
El poder de la oración
Fray Justo Pérez de Urbel
El júbilo de la Resurrección sigue mezclándose con la melancolía de la partida, cada vez más próxima. El Introito de este domingo dice triunfalmente: "Lanzad gritos de alegría que lleguen hasta los confines del mundo; anunciad a todos los hombres que el Señor ha libertado a su pueblo. Aleluya.
En cambio, el verso aleluyático tiene la suave ternura de las despedidas: "Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo de nuevo el mundo y vuelvo al Padre." Cuatro días más, y se oirá en el Cielo la voz con que los ángeles parecen reclamar sus derechos a la presencia del Hombre resucitado: "Varones de Galilea, ¿qué es lo que miráis en la altura? Este Jesús que habéis vista desaparecer entre las nubes, volverá un día de esa misma manera con que le habéis visto subir."
Pero esta desaparición tiene un gran consuelo. De misma manera misteriosa, Cristo continúa al lado nuestro. "Voy y vengo a vosotros", ha dicho a sus discípulos; y de una manera más terminante asegura a todos los que creen en Él: "He aquí que Yo estoy con vosotros hasta el fin de los siglos." La relación personal y sobrenatural de Cristo con los suyos será la verdadera fuerza creadora de la Iglesia. Esa relación tiene dos lazos irrompibles: la fe viva y el amor eficaz en el Salvador, personalmente presente. Admiramos a Sócrates, nos sentimos emocionados ante las grandes figuras de un San Agustín o una Santa Teresa, consagramos un recuerdo de veneración o de gratitud a los grandes hombres, a los personajes famosos que han iluminado la historia humana; hasta podemos imitarlos, y de este modo les atribuimos cierta inmortalidad histórica. Pero la presencia de Cristo entre nosotros es algo más real, y hasta pudiéramos decir más sensible, más experimental.
Del Corazón de Cristo sale sin cesar una corriente de vida, que es la Iglesia. La Iglesia es su obra vivida. Basta mirarla en su historia: en su jerarquía, en sus santos, en la cadena de sus luchas y sus victorias, para advertir una fuente inextinguible de vitalidad y fecundidad, para sentir una impresión extraña, que se revela en esta exclamación u otra semejante: Aquí hay alguien: hay una fuerza misteriosa, un gran Artífice que afirma su presencia por la irradiación de una actividad creadora, que se manifiesta en una irrupción permanente y triunfadora de renovación y de vida. Esta impresión intima, causada por la observación de los hechos, adquiere su plena certidumbre en el argumento de la fe. Ni los métodos históricos ni la psicología podrían darnos una prueba definitiva. Es un hecho que entra dentro del campo de la revelación divina, que podremos entrever en el tejido de los acontecimientos, pero ante el cual nuestra inteligencia se inclina con alegría y agradecimiento. Nuestro corazón, por otra parte, se abre de par en par a los inefables consuelos de esa realidad beatificante y se creta, a la presencia, maravilla positiva y operante, no ficción del amor o ilusión de la piedad, de ese Cristo, que, aun después de la Ascensión, sigue viviendo con nosotros, en el sentido literal de estas palabras; presente a todos los puntos del espacio y del tiempo, peregrino de todos nuestros caminos, contemporáneo de todos los hombres, compañero de todas las almas.
Invisiblemente, Cristo está con los suyos hasta el fin de los siglos: he aquí un gran motivo de alegría. Pero hay otro todavía, y Él nos le recuerda antes de dejar esta nuestra pobre tierra, que fue regada y consagrada con su sangre. Los que le aman y luchan por su nombre no están aislados, ni viven abandonados a sus propias fuerzas. Un lazo misterioso une al mundo de las sombras con el trasmundo de los esplendores. La crisálida sumergida en su capullo tiene un hilo de oro para lanzarle hasta las regiones de la luz, con que sueña. Ese hilo es la oración: "Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo", dice Cristo en el Evangelio de este domingo. Si Él se va, nos queda esa comunicación constante, esa arma divina, esa fuerza omnipotente, esa fuente de alegría que se llama la oración, la oración en todas sus formas y manifestaciones: la que pide el pan nuestro de cada día; la que clama por la realización del reino de Dios; la que en los labios de una madre implora la salud de su hijo; la que presenta al corazón agradecido ante el Dador de todos los bienes; la que, a cambio de una chispa de amor, exige una llama celeste; y la que, sin osar mover los labios, permanece silenciosa y amorosa, adorando ante la Majestad insondable con los ojos arrobados e inflamados y la frente iluminada por los fulgores de la eternidad; porque “desde San Agustín -dice Augusto Comte; desde el Evangelio debiera haber dicho-, orar ya no es solo pedir. A medida que prevalezca la verdadera teoría de la naturaleza humana, se verá más claro que, en el estado normal de la Humanidad, la oración perfecta, purificada de cálculos personales, es una solemne efusión, individual o colectiva, de los sentimientos generosos con miras al bienestar general.”
"Como el incienso aviva Ja llama -decía Goethe-, así la oración renueva las esperanzas del corazón." El mundo ha olvidado esta verdad, engañado por los sarcasmos de Kant, que consideraba la oración como enemiga de su filosofía, o convencido por las palabras de Rousseau, que la presentaba como incompatible con la dignidad humana. Tal vez por eso no arde en los corazones la llama de la esperanza, y nuestra época es triste, y un fiero malestar nos acongoja. Nuestros padres rezaban por la mañana y la noche, cuando la campana les invitaba a hablar con su Dios, cuando empezaban el trabajo y al tornar el diario alimento. La oración era el descanso de sus fatigas y el orgullo de su trabajo; y cuando llegaba el domingo, se acercaban alegres a su Dios con la camisa blanca y el alma iluminada también con blancuras de honradez y de alegría. Llegó un día en que quisimos prescindir de todo socorro sobrenatural. El aire, donde antes se entrecruzaban nuestros anhelos y nuestras miradas en busca del lnfinito, quedó cubierto de aparatos bélicos, ensombrecido por alas siniestras. Captamos las ondas sonoras y le dejamos huérfano de nuestras oraciones. Confiados en nuestras maquinas, creíamos llegado el momento de borrar la maldición del Génesis; y ahora renegamos del maquinismo, imploramos un trabajo que no llega, y, en medio del naufragio, rehusamos oír la voz amiga que nos dice : "Pedid, para que vuestro gozo sea completo."