06 DE MAYO
SAN JUAN ANTE PORTAM LATINAM
APOSTOL Y EVANGELISTA (93-96)
PRETENDER ser apóstol, si no se tiene vocación de mártir, es una locura. El apostolado auténtico exige voluntad heroica de sacrificio. Jesucristo —Apóstol y Mártir por antonomasia— la demanda a los dos hijos de Zebedeo como protestación definitiva:
— ¿Podéis beber el cáliz que Yo he de beber?
— Podemos.
Santiago y Juan —apóstoles de buena ley— están resueltos a poner la rúbrica generosa y decisiva de su sangre a una vida entregada de antemano a la gran tarea de salvar almas. Y Jesús les dice: —Sí, beberéis mi cáliz...
Esta predicción solemne del Señor —como todas las suyas— tiene el más exacto cumplimiento. A Santiago lo manda degollar el rey Herodes. Es el protomártir del Colegio Apostólico. San Juan, con su martirio frustrado junto a la Puerta Latina de Roma, cierra con broche de oro la epopeya de los Doce… Tras la feroz persecución neroniana, la Iglesia disfruta de paz durante más de treinta años, bajo los reinados de Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano y Tito. Pero el emperador Domiciano, hombre receloso y violento, en el año catorce de su gobierno —el 95— renueva contra los cristianos lo que Tertuliano Llama el Institutum Neronianum. Después de inmolar a varios miembros de su propia familia, así como a la flor de la nobleza romana, extiende su crueldad a todo el Imperio, especialmente al Asia Menor. Son los días en que San Juan, ya casi centenario, ilumina la Cristiandad, como estrella que sigue muy de cerca a «la Luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo», para decirlo con sus propias palabras. Su acción es pacífica y callada. No realiza las obras aparatosas de Pablo, pero las célebres siete Iglesias de Asia —las Iglesias apocalípticas— que, en parte, se han cerrado a la impetuosa predicación del Apóstol de las Gentes, van abriéndose poco a poco al espíritu suave, profundamente evangélico, del Discípulo Amado, de cuyos labios fluye dulce y prístina la doctrina de Jesús. «Columna de todas las Iglesias del Universo» —como le llama su homónimo el Crisóstomo— esparce la luz de la Fe hasta las comarcas donde nace la aurora; comarcas que, impregnadas por el aroma de sus virtudes, vivirán siglos de fervor.
Los días de Juan son numerosos y tristes. Dios, prolongándoselos más allá del término ordinario, le ha quitado toda esperanza de martirio. Juan recuerda: ante él han desfilado doce emperadores desde el -trono a la tumba; ha sobrevivido a la tremenda ruina de Jerusalén; ha visto caer gloriosamente a todos sus compañeros de apostolado; muchos de sus mismos discípulos han prodigado también su sangre por la Fe... Mas, la Providencia parece rehusarle la palma que tangos han conquistado. ¿No ha de haber para él un hacha, una espada o una fiera? ¿No habrá fuego con que aureolar su cabeza venerable, encanecida en el servicio de Dios? ...
Así pensaba este hombre por todos los conceptos extraordinario.
Entretanto, empiezan a llegar a Éfeso —residencia habitual de Juan— noticias alarmantes. Domiciano acaba de renovar el Institutum Neronianum. Víctimas primerizas han sido los significados cónsules, Flavio Clemente y Alicio Glabrión, cristianos los dos. Ante el peligro, el valor del santo Evangelista se enardece en ansias irreprimibles de inmolación. Aquellas palabras que Cristo dijera él y a su hermano prometiéndoles beber su cáliz, cobran ahora nuevos vigores como realidad y como esperanza. Hasta que, un día, vienen a buscarle a casa y se lo llevan preso a Roma. El Emperador se ha enterado del alto predicamento de que goza en la Iglesia y quiere juzgarle personalmente. Juan. se presenta ante él transportado de júbilo, y predica a Cristo cual si estuviese adoctrinando a sus fieles. Domiciano le condena a ser arrojado desnudo en una caldera de aceite hirviendo, lo que se ejecuta el 6 de mayo del año 95, junto a la puerta que da salida al Lacio, llamada por esta causa Puerta Latina. Pero en vano los verdugos atizan el fuego: el aceite chisporroteante respeta el cuerpo virginal del hombre que ha reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesucristo. Y sale del baño más puro y resplandeciente, cómo el oro del crisol. Otra vez Dios ha frustrado su ilusión de martirio...
Patmos es una isla inhóspita de Grecia, a donde el Emperador envía a quienes perdona el hacha de los lictores. Su crueldad los condena a morir sepultados en estas minas que la codicia romana explota impíamente. Aquí viene también deportado Juan, con todas las señales de la infamia y la perspectiva de una muerte lenta y prolongada. Y aquí vive, por no decir muere, hasta el advenimiento de Nerva en el año 96.
Un domingo, el Apóstol, arrebatado en espíritu, oye detrás de sí una voz misteriosa, fuerte como sonido de trompeta, que le dice: «Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete Iglesias que están en Asia». Juan ve los cielos abiertos: se le aparece Jesucristo, semejante a un «hijo de hombre», bajo un aspecto que indica su carácter divino, y le revela «las cosas que son» —el estado actual de la Iglesia— y alas cosas que han de venir» —sus luchas, sus terrores y su triunfo final—. Y el Apóstol escribe el maravilloso libro del Apocalipsis, donde cada palabra es un misterio, según expresión de San Jerónimo. Un año después entra triunfante en Éfeso, con su tesoro bajo el brazo, y en los labios este bello mensaje: «Hijitos míos, amaos los unos a los otros».