jueves, 18 de febrero de 2021

Deberes Para Con La Sagrada Eucaristía. El Amor. (1) San Pedro Julián Eymard

 


Deberes para con la sagrada Eucaristía

El adorador debe amar, servir, honrar y glorificar

con todo celo la santísima Eucaristía.

 

CAPÍTULO PRIMERO

Del amor a la Eucaristía

El hombre es amor, como su divino ejemplar. Cual es el amor, tal es la vida. El amor propio hace al hombre egoísta; el amor al mundo, vicioso. Sólo el amor a Dios le vuelve bueno y dichoso. Este es su único fin: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Dt 6, 5). He ahí la ley, “Teme a Dios y guarda sus mandamientos, añade la Sabiduría, pues esto es todo el hombre” (Ecl 12, 13); de donde concluye san Agustín, que el que no ama a Dios no merece llamarse hombre.

Pero todo amor tiene un principio, un centro y un fin. Jesucristo, y Jesucristo en el santísimo Sacramento debe ser el principio, el centro y el fin de la vida del adorador.

§ I

EL AMOR, PRIMER PRINCIPIO DE LA VIDA DEL ADORADOR

 

El discípulo de Jesucristo puede llegar a la perfección cristiana por dos caminos.

El primero es el de la ley del deber: por él, mediante el trabajo progresivo de las virtudes, se alcanza poco a poco el amor, que es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14).

Este camino es largo y trabajoso. Pocos llegan por él a la perfección; porque, después de haber trepado durante algún tiempo la montaña de Dios, se detienen, se desalientan a la vista de lo que les falta por subir y bajan o ruedan al fondo del abismo, exclamando: ¡Es demasiado difícil, es imposible! Estos tales son mercenarios.

Quisieran gozar mientras trabajan; miden continuamente la extensión del deber, ponderan sin cesar los sacrificios que les exige. Se recuerdan, como los hebreos al pie del Sinaí, de lo que dejaron en Egipto, y se ven tentados de volver a él.

El segundo camino es más corto y más noble: es el del amor, pero del amor absoluto.

Antes de obrar, comienza el discípulo del amor por estimar y amar. Como el amor sigue al conocimiento, por ello el adorador se lanza muy luego con alas de águila hasta la cima del monte, hasta el cenáculo, donde el amor tiene su morada, su trono, su tesoro y sus más preciosas obras, y allí, cual águila real, contempla al sol esplendoroso del amor para conocerlo en toda su hermosura y grandeza. Asimismo hasta se atreve a descansar, como el discípulo amado, sobre el pecho del Salvador, todo abrasado en caridad, para así renovar su calor, cobrar buen temple y vigorizar sus fuerzas, y salir de aquel horno divino como el relámpago sale de la nube que lo formó, como los rayos salen del sol, de donde emanan. El movimiento guarda proporción con la fuerza del motor y el corazón con el amor que lo anima.

De esta manera viene a ser el amor el punto de partida de la vida cristiana: el amor es lo que mueve a Dios a entrar en comunicación con las criaturas y lo que obliga a Jesucristo a mora entre nosotros. Nada más puesto en razón que el hombre siga la misma trayectoria que Dios.

Pero antes de que sea el punto de partida, el amor de Jesús ha de ser un punto de concentración y recogimiento de todas las facultades del hombre; una escuela donde se aprenda a conocer a Jesucristo, una academia en la que el espíritu estudie e imite su modelo divino, y donde la misma imaginación presente a Jesucristo en toda la bondad y belleza de su corazón y de sus magníficas obras.

En la oración es donde el alma llega a conocer de una manera singular a Jesucristo y donde Él se le manifiesta con una claridad siempre nueva.

Nuestro Señor ha dicho: “El que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él” (Jn 14, 21).

El amor llega a convertirse entonces en primer principio de la verdadera conversión, del servicio perfecto de Jesucristo, del apostolado y celo por su divina gloria.

 

I. El amor, punto de partida de la verdadera conversión

El amor desordenado a las criaturas o al placer es el que ha pervertido el corazón del hombre y lo ha alejado de Dios; el amor soberano de Dios lo hará volver al deber y a la virtud.

La conversión, que comienza por el temor, acaba en miedo, y la que se verifica por razón de alguna desgracia, termina con otra desgracia. ¡Cuántos enfermos, que sanaron, se vuelven peores después de curados! En cambio, la conversión causada por el amor es generosa y constante.

La primera prueba de ello es Magdalena. Oyó hablar de Jesús y de su ternura y bondad para con los publicanos y pecadores; su corazón siéntese suave y fuertemente arrastrado hacia el médico celestial. Verdad es que tendrá que sostener luchas tremendas para atreverse a ir a Jesús. ¿Cómo tendrá valor para romper tantos y tales lazos, ella, la pecadora pública, cubierta de crímenes y escándalo del pudor? ¿Cómo podrá enmendarse de tantos vicios y reparar tantos escándalos? El amor penitente obrará este prodigio de la gracia. Y mirad cómo al punto, sin más reflexiones, se levanta Magdalena del abismo de sus crímenes; lleva todavía su vergonzosa librea. Va derechamente al maestro bueno, sin ser anunciada, admitida ni recibida, entra resueltamente, aunque con profunda humildad, en la casa del fariseo Simón, se echa a los pies de Jesús, los besa y baña con lágrimas de arrepentimiento, enjúgalos con sus cabellos, y permanece postrada, sin hablar palabra, expuesta a los desprecios y burlas de Simón y de los convidados. Su amor es más fuerte que todos los desprecios. Por eso, la honra Jesús más que a los demás, la defiende, elogia su conducta y ensalza su amor: “Le son perdonados muchos pecados –dice el Salvador–, porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). Ved su absolución divina.

Pero ¿de qué modo amó mucho la Magdalena? ¡Si ella no habló una palabra! Pero hizo más que hablar: confesó públicamente toda la bondad de Jesús con su humildad y lágrimas. Por eso, de pecadora que era, se levantó purificada, santificada, ennoblecida por el amor de Jesucristo. Un momento ha bastado para tan radical transformación, porque el amor es como el fuego: en un instante purifica el alma de sus manchas y devuelve a la virtud su primer vigor.

Magdalena ha partido del amor; no se detendrá nunca, sino que seguirá a Jesús por todas partes y le acompañará hasta el calvario. El amor, a semejanza del sol naciente, debe elevarse esplendoroso hasta la plenitud del día, hasta las alturas del cielo, donde descansará en el regazo del mismo Dios.

 

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