domingo, 15 de enero de 2023

EL MILAGRO DE CANÁ. DOM GUERANGUER  


 

II DOMINGO DESPUÉS DE EPIFANÍA

DOM GUERANGUER

 

 

El tercer Misterio de Epifanía nos muestra la consumación de los planes de la misericordia divina sobre el mundo, y nos manifiesta por tercera vez la gloria del Emmanuel. La Estrella ha llevado al alma hasta la fe, el Agua santificada del Jordán la ha purificado, el Banquete nupcial la une a su Dios. Hemos cantado al Esposo cuando salía radiante al encuentro de la Esposa; hemos oído llamarla desde las cumbres del Líbano; después de haberla ilustrado y purificado, quiere embriagarla con el vino de su amor.

Han preparado un banquete, un banquete nupcial; a él asiste la Madre de Jesús, porque es conveniente que, después de haber cooperado al misterio de la Encarnación del Verbo, sea asociada a todas las obras de su Hijo, a todas las gracias que prodiga a sus elegidos. En medio del banquete, llega a faltar el vino: Hasta entonces la Gentilidad no había conocido el dulce vino de la Caridad; la Sinagoga sólo había producido racimos silvestres. Cristo es la verdadera Viña, como El mismo dice. Sólo El podía dar el vino que alegra el corazón del hombre (Salmo CIII) e invitarnos a beber de ese cáliz embriagador que David había cantado. (Salmo XXII.)

Dice María al Salvador: “No tienen vino.” Corresponde a la Madre de Dios hacerle presente las necesidades de los hombres, de quienes es también madre. Respóndele Jesús con aparente sequedad: “¿Mujer, qué nos importa a ti a mí? Mi hora no ha llegado todavía.” Iba a obrar en este gran Misterio, no como Hijo de María, sino como Hijo de Dios. Más tarde, en una hora que tendrá que llegar, aparecerá a los ojos de la misma Madre, muriendo en la cruz, con aquella naturaleza humana recibida de ella. María comprendió inmediatamente la divina intención de su hijo y pronunció aquellas palabras que repite sin cesar a todos sus hijos: “Haced lo que El os diga.”

Ahora bien, había allí seis grandes ánforas de piedra, que estaban vacías. El mundo efectivamente, había llegado a su sexta edad, según explica San Agustín y otros doctores que en esto le siguen. Durante esas seis edades la tierra había esperado al Salvador que debía enseñarla y salvarla. Jesús manda llenar de agua esas ánforas; mas, el agua no es a propósito para un banquete nupcial. Esta agua eran las profecías y figuras del mundo antiguo, y ningún mortal hasta el comienzo de la séptima edad en que Cristo que es la Viña debía comunicarse, había contraído alianza con el Verbo divino.

Pero cuando llega el Emmanuel, no hay ya más que una palabra posible: “Sacad ahora.” El vino de la nueva Alianza, el vino que había sido guardado para el fin llena ya todas las tinajas. Al tomar nuestra naturaleza humana, naturaleza débil como el agua, operó El una transformación; elevóla hasta sí mismo, haciéndonos participantes de la naturaleza divina (II S. Pedro, I, 4); nos hizo capaces de unirnos a él, de formar ese Cuerpo de que es Cabeza, esa Iglesia de quien es Esposo, y a la que amó desde toda la eternidad con un amor tan ardiente, que bajó desde el cielo para desposarse con ella.

San Mateo, Evangelista del Hombre-Dios, recibió del Espíritu Santo la misión de anunciarnos el misterio de la fe por medio de la Estrella; San Lucas, Evangelista del Sacerdocio, fue elegido para enseñarnos el Misterio de la Purificación por el Agua; correspondía al Discípulo amado revelarnos el misterio de las Bodas divinas. Por eso, al sugerir a la Iglesia la idea de este tercer misterio, se sirve de la siguiente expresión: Este fue el primero de los milagros de Jesús y con él manifestó su gloría. En Belén, el Oro y el Incienso de los Magos declararon la divinidad y la realeza ocultas en el Niño; en el Jordán, la bajada del Espíritu Santo y la voz del Padre proclamaron hijo de Dios al artesano de Nazaret; en Caná, Jesús obra por sí mismo y obra como Dios: “Porque, como dice San Agustín, el que en las tinajas cambió el agua en vino, no podía ser otro que El que anualmente realiza el mismo prodigio en la viña.” Además, desde este momento, según nota San Juan, “sus discípulos creyeron en El” y comenzó la formación del colegio apostólico.