MEDITACIÓN PARA EL VIERNES SANTO
SAn Juan Bautista de la Salle
Sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
No hay quien pueda concebir cuán sin medida fueron los dolores de Jesucristo en su pasión. Padeció en todas las partes de su ser.
Su alma fue oprimida de tristeza tan profunda y extremada que, no pudiendo darla a entender, se contentó con afirmar que " es imposible estar más triste sin morir " (1).
Y tal efecto produjo en Él, que le ocasionó sudor de sangre (2), y le redujo a tanta debilidad, que el Padre Eterno se vio precisado a enviarle un ángel que le confortase (3), sostuviese y pusiera en condiciones de sobrellevar hasta el fin todos los dolores de su Pasión.
Además, le cubrieron de oprobios y confusión; le colmaron de injurias, maldiciones y calumnias; fue pospuesto a un sedicioso, homicida y forajido.
¡A tal estado redujeron nuestras culpas al que es merecedor de todo género de estima, honor y respeto!
Jesucristo no padeció menos en su cuerpo que en su alma: fue maniatado y agarrotado indignamente por la soldadesca. Su cabeza fue coronada de espinas que le iban hincando a duros golpes de caña. Muchos le escupieron en el rostro; otros le dieron de bofetadas.
Fue azotado tan cruelmente, que la sangre corrió de todas las partes de su cuerpo. Diéronle a beber hiel y vinagre. Cargaron sobre sus hombros pesada cruz y fue, por fin, crucificado entre dos ladrones, después de atravesar sus manos y sus pies con enormes clavos. Su costado lo traspasó una lanza.
¿Qué crimen había cometido para ser así tratado Jesucristo? Y, con todo, la rabia de los judíos, dice san Bernardo, no quedaba aún satisfecha con haberle hecho padecer injustamente tantos tormentos.
¿Puede tratarse así a quien ninguna otra cosa tuvo a pechos sino hacer bien a todos?
Jesucristo hubo de padecer por parte de toda suerte de personas: uno de sus Apóstoles le traicionó, otro le negó, todos los demás huyeron y le dejaron indefenso en manos de sus enemigos.
Los príncipes de los sacerdotes despachan gente armada para prenderle. Los soldados le ultrajan. El pueblo se mofa de Él. Un rey le insulta y le arroja de su presencia con ludibrio tildándole de loco. El gobernador de la Judea dicta contra Él sentencia de muerte. Todos los judíos le miran como a malhechor, y todos los transeúntes blasfeman de Él.
¿Puede contemplarse al Hombre Dios en estado tan lastimoso sin concebir horror del pecado y sumo arrepentimiento de todos los cometidos? Pues no podemos ignorar que nuestros pecados son la causa de su muerte y de tantos padecimientos.
No querer abstenerse de pecar es no querer que Jesucristo cese de padecer. ¿No sabemos que cuantas veces pecamos otros tantos tormentos le infligimos? Le crucificamos de nuevo (4), según san Pablo, y le causamos otra clase de muerte, que le es aún más dolorosa y cruel que la primera.
Su alma fue oprimida de tristeza tan profunda y extremada que, no pudiendo darla a entender, se contentó con afirmar que " es imposible estar más triste sin morir " (1).
Y tal efecto produjo en Él, que le ocasionó sudor de sangre (2), y le redujo a tanta debilidad, que el Padre Eterno se vio precisado a enviarle un ángel que le confortase (3), sostuviese y pusiera en condiciones de sobrellevar hasta el fin todos los dolores de su Pasión.
Además, le cubrieron de oprobios y confusión; le colmaron de injurias, maldiciones y calumnias; fue pospuesto a un sedicioso, homicida y forajido.
¡A tal estado redujeron nuestras culpas al que es merecedor de todo género de estima, honor y respeto!
Jesucristo no padeció menos en su cuerpo que en su alma: fue maniatado y agarrotado indignamente por la soldadesca. Su cabeza fue coronada de espinas que le iban hincando a duros golpes de caña. Muchos le escupieron en el rostro; otros le dieron de bofetadas.
Fue azotado tan cruelmente, que la sangre corrió de todas las partes de su cuerpo. Diéronle a beber hiel y vinagre. Cargaron sobre sus hombros pesada cruz y fue, por fin, crucificado entre dos ladrones, después de atravesar sus manos y sus pies con enormes clavos. Su costado lo traspasó una lanza.
¿Qué crimen había cometido para ser así tratado Jesucristo? Y, con todo, la rabia de los judíos, dice san Bernardo, no quedaba aún satisfecha con haberle hecho padecer injustamente tantos tormentos.
¿Puede tratarse así a quien ninguna otra cosa tuvo a pechos sino hacer bien a todos?
Jesucristo hubo de padecer por parte de toda suerte de personas: uno de sus Apóstoles le traicionó, otro le negó, todos los demás huyeron y le dejaron indefenso en manos de sus enemigos.
Los príncipes de los sacerdotes despachan gente armada para prenderle. Los soldados le ultrajan. El pueblo se mofa de Él. Un rey le insulta y le arroja de su presencia con ludibrio tildándole de loco. El gobernador de la Judea dicta contra Él sentencia de muerte. Todos los judíos le miran como a malhechor, y todos los transeúntes blasfeman de Él.
¿Puede contemplarse al Hombre Dios en estado tan lastimoso sin concebir horror del pecado y sumo arrepentimiento de todos los cometidos? Pues no podemos ignorar que nuestros pecados son la causa de su muerte y de tantos padecimientos.
No querer abstenerse de pecar es no querer que Jesucristo cese de padecer. ¿No sabemos que cuantas veces pecamos otros tantos tormentos le infligimos? Le crucificamos de nuevo (4), según san Pablo, y le causamos otra clase de muerte, que le es aún más dolorosa y cruel que la primera.