Homilía del Primer sábado de mes abril 2019
El pasado 4 de
abril se conmemoraba el centenario de la muerte de san Francisco Marto, a quien
junto con su hermana Jacinta y su prima Lucía, Nuestra Señora, la Virgen María
se apareció en Fátima en 1917.
Preciosa a los
ojos de Dios es la muerte de sus santos, dice la Escritura. Y hermosa fue la
muerte de este niño, que “murió sonriendo” como decía su padre a todos los que
preguntaban.
La sagrada escritura llama
bienaventurados a aquellos que mueren en el Señor. (Apocalipsis 14, 13)
Sí, dichosos,
bienaventurados, felices… porque:
“Los justos no
tienen por qué temer la muerte, antes mueren alabando y dando gracias a Dios
por su acabamiento, pues en él acaban sus trabajos y comienza su felicidad.
Así que el justo
no tiene por qué entristecerse ni temer la muerte; antes con mucha razón se
dice de él que muere cantando como cisne, dando gloria a Dios por su
llamamiento.
No teme la
muerte porque temió a Dios, y quien a este Señor teme, no tiene más que temer.
No teme la
muerte porque temió la vida; porque los temores de la muerte efectos son de
mala vida.
No teme la
muerte porque toda la vida gastó en aprender a morir y en aparejarse para
morir; y el hombre bien apercibido no tiene porque temer a su enemigo.
No teme la
muerte porque ninguna otra cosa hizo en la vida sino buscar ayudadores
valedores para esta hora, que son las virtudes y buenas obras.
No teme la
muerte porque tiene al juez granjeado y propicio para este tiempo con muchos
servicios que le ha hecho.
Finalmente no
teme la muerte, porque al justo la muerte no es muerte, sino sueño; no muerte
sino mudanza; no muerte sino último día de trabajos; no muerte sino camino para
la vida y escalón para la inmortalidad; porque entiende que después de la
muerte pasó por el veneno de la vida, perdió los resabios que tenía de muerte y
cobró dulzura de vida.” (Fray Luis de Granada, “Guía de pecadores”.)
Y así murió este
niño, con tal grandeza de alma y madurez.
Un año antes
había contraído la gripe, por una epidemia general, que terminó en una
neumonía. Su salud fue mermándose poco a poco. Hacia finales de febrero de
1919, Francisco desmejoró visiblemente y no volvió a levantarse de su cama. Su
estado agravaba sin cesar. Perdió el apetito, las fuerzas disminuían. Sufrió
con íntima alegría su enfermedad y sus grandísimos dolores, en sacrificio a
Dios. Un día, Lucía le preguntó si sufría, y él le respondió: Bastante. Me
duele tanto la cabeza, pero no me importa. Quiero soportarlo y sufrir para
consolar a Nuestro Señor. Además, en breve iré al cielo.”
El día 2 de
abril recibió el sacramento de la confesión y se preparó para recibir la
comunión. A pesar de estar ya muy
enfermo y agotado, quiso hacer el ayuno de toda la noche, para recibir al día
siguiente la Sagrada Comunión.
En la madrugada del
4 de abril de 1919, después de pedir perdón a todos los que le rodeaban,
particularmente a su madrina, por las penas que les podía haber causado, dijo a
su madre: Mira, madre, qué hermosa luz, allí, cerca de la puerta… Y un momento
después: Ahora ya no la veo. Y con una sonrisa angelical, sin agonía, sin un
gemido, expiró dulcemente.
¿Cómo no había
de sonreír delante de la muerte, si tenía la certeza de ir al cielo? Así se lo
había prometido nuestra Señora vestida de luz en la primera y segunda aparición,
y pocos días antes de su muerte.
¿No es asombrosa
la grandeza de alma de este niño?
¡No nos llena de
confusión y vergüenza! Con tan solo 10 años fuese vive tan intensamente unidos
a Dios ofreciendo su vida como reparación por los pecados de los hombres!
El alma de
Francisco fue dotada por Dios para la contemplación. Alma sencilla e inocente,
dócil y generosa, tuvo la gracia de ver a Nuestra Señora, pero no de oírla.
Francisco
no nació siendo contemplativo, también tenía sus rebeldías y sus perezas.
Recordad la anécdota de rezar el rosario solamente enunciando las primeras
palabras del Ave María.
En la
primera aparición, el 13 de mayo de 1917, la Virgen promete a Lucía y a Jacinta
llevarlas al cielo, pero a Francisco se le pone una condición: "tiene
que rezar muchos Rosarios."
Estas
palabras de la Virgen, provocaron en Francisco una conversión creciendo cada
vez más en una profunda vida de oración, siendo un "contemplativo de los
misterios del Rosario. Todos los días rezaba las tres partes del rosario y
algunos más.
Francisco
comprende el dolor del Señor a causa de los pecados de los hombres y la entrega
total y generosa de su vida para consolar al Señor, al que vio tan triste: “¡Que
bello es Dios, que bello! pero Él está triste por los pecados de los hombres.
Yo quiero consolarle, quiero sufrir por amor a Él."
El motivo
de su vida era consolar al Señor: “Yo quiero consolar al Señor, y después
convertir pecadores para que ellos no le ofendan más con sus pecados."
En los dos
años que transcurren entre las apariciones y su muerte, Francisco busca el
silencio y la soledad para poder adentrarse por completo en contemplación y
diálogo con Dios.
Su amor
por Jesús en la Eucaristía era inmenso, él le llamaba "Jesús escondido."
Iba a la santa Misa siempre que le era posible. Pasaba largas horas en la
Iglesia adorando a Jesús en el Sagrario, haciéndole compañía y consolándolo por
todas las ofensas que recibía. La oración enseñada por el Ángel fue la vida
este pequeño: "Dios mío, Yo creo, adoro, espero y te amo y te pido perdón
por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman."
Alma
contemplativa, pero también penitente: dominó su carácter, mortificó su cuerpo:
sobreponiéndose a la fatiga, negándose a sí mismo la comida para poder dársela
a los pobres; no tomando agua por días completos, especialmente en los meces
más calientes; ayunando durante la Cuaresma; usando una cuerda, como su hermana
Jacinta, como penitencia; renunciando a sus juegos favoritos para dedicar más
tiempo a la oración.
Alma
contemplativa, pero humilde y sencilla. Continuó haciendo todas sus tareas
diarias, obedeciendo a sus padres, siendo atento con todos. Era paciente con
los curiosos, acogedor con los peregrino. A todos los que le pedía oraciones,
los atendía.
Pasó por
este mundo pero no se manchó con él. Nada le importaban los bienes de este
mundo, aspirando solamente llegar al cielo.
La vida
del este niño santo nos interroga a
cerca de nuestro amor a Dios. La santidad Francisco es modelada por la Virgen
Santísima y fruto de la devoción a ella. Francisco aprende amar y vive amando y
vive del amor, porque así es la vida del
Inmaculado Corazón de Nuestra Señora. El pequeño corazón de Francisco se une
íntimamente al Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María en la
reparación a Dios. Las palabras de “Consolad a vuestro Dios” son para él la
razón de su existir.
Pidamos su
intercesión, que nosotros crezcamos en el amor cada día, pues como dice San
Juan de la Cruz, “al atardecer nos examinarán del amor”; solamente del amor.
San
Francisco Marto, ruega por nosotros.
Santa
Jacinta, ruega por nosotros.
Inmaculado
Corazón de María sed la salvación mía.