lunes, 8 de abril de 2019

SAN FRANCISCO MARTO, PASTORCITO DE FÁTIMA, MODELADO POR EL CORAZÓN DE MARÍA. Homilía


Homilía del Primer sábado de mes abril 2019
El pasado 4 de abril se conmemoraba el centenario de la muerte de san Francisco Marto, a quien junto con su hermana Jacinta y su prima Lucía, Nuestra Señora, la Virgen María se apareció en Fátima en 1917.
Preciosa a los ojos de Dios es la muerte de sus santos, dice la Escritura. Y hermosa fue la muerte de este niño, que “murió sonriendo” como decía su padre a todos los que preguntaban.
La sagrada escritura llama bienaventurados a aquellos que mueren en el Señor. (Apocalipsis 14, 13)
Sí, dichosos, bienaventurados, felices… porque:
“Los justos no tienen por qué temer la muerte, antes mueren alabando y dando gracias a Dios por su acabamiento, pues en él acaban sus trabajos y comienza su felicidad.
Así que el justo no tiene por qué entristecerse ni temer la muerte; antes con mucha razón se dice de él que muere cantando como cisne, dando gloria a Dios por su llamamiento.
No teme la muerte porque temió a Dios, y quien a este Señor teme, no tiene más que temer.
No teme la muerte porque temió la vida; porque los temores de la muerte efectos son de mala vida.
No teme la muerte porque toda la vida gastó en aprender a morir y en aparejarse para morir; y el hombre bien apercibido no tiene porque temer a su enemigo.
No teme la muerte porque ninguna otra cosa hizo en la vida sino buscar ayudadores valedores para esta hora, que son las virtudes y buenas obras.
No teme la muerte porque tiene al juez granjeado y propicio para este tiempo con muchos servicios que le ha hecho.
Finalmente no teme la muerte, porque al justo la muerte no es muerte, sino sueño; no muerte sino mudanza; no muerte sino último día de trabajos; no muerte sino camino para la vida y escalón para la inmortalidad; porque entiende que después de la muerte pasó por el veneno de la vida, perdió los resabios que tenía de muerte y cobró dulzura de vida.” (Fray Luis de Granada, “Guía de pecadores”.)
Y así murió este niño, con tal grandeza de alma y madurez.
Un año antes había contraído la gripe, por una epidemia general, que terminó en una neumonía. Su salud fue mermándose poco a poco. Hacia finales de febrero de 1919, Francisco desmejoró visiblemente y no volvió a levantarse de su cama. Su estado agravaba sin cesar. Perdió el apetito, las fuerzas disminuían. Sufrió con íntima alegría su enfermedad y sus grandísimos dolores, en sacrificio a Dios. Un día, Lucía le preguntó si sufría, y él le respondió: Bastante. Me duele tanto la cabeza, pero no me importa. Quiero soportarlo y sufrir para consolar a Nuestro Señor. Además, en breve iré al cielo.”
El día 2 de abril recibió el sacramento de la confesión y se preparó para recibir la comunión. A  pesar de estar ya muy enfermo y agotado, quiso hacer el ayuno de toda la noche, para recibir al día siguiente la Sagrada Comunión.
En la madrugada del 4 de abril de 1919, después de pedir perdón a todos los que le rodeaban, particularmente a su madrina, por las penas que les podía haber causado, dijo a su madre: Mira, madre, qué hermosa luz, allí, cerca de la puerta… Y un momento después: Ahora ya no la veo. Y con una sonrisa angelical, sin agonía, sin un gemido, expiró dulcemente.
¿Cómo no había de sonreír delante de la muerte, si tenía la certeza de ir al cielo? Así se lo había prometido nuestra Señora vestida de luz en la primera y segunda aparición, y pocos días antes de su muerte.
¿No es asombrosa la grandeza de alma de este niño?
¡No nos llena de confusión y vergüenza! Con tan solo 10 años fuese vive tan intensamente unidos a Dios ofreciendo su vida como reparación por los pecados de los hombres!
El alma de Francisco fue dotada por Dios para la contemplación. Alma sencilla e inocente, dócil y generosa, tuvo la gracia de ver a Nuestra Señora, pero no de oírla.
Francisco no nació siendo contemplativo, también tenía sus rebeldías y sus perezas. Recordad la anécdota de rezar el rosario solamente enunciando las primeras palabras del Ave María.
En la primera aparición, el 13 de mayo de 1917, la Virgen promete a Lucía y a Jacinta llevarlas al cielo, pero a Francisco se le pone una condición: "tiene que rezar muchos Rosarios."
Estas palabras de la Virgen, provocaron en Francisco una conversión creciendo cada vez más en una profunda vida de oración, siendo un "contemplativo de los misterios del Rosario. Todos los días rezaba las tres partes del rosario y algunos más.  
Francisco comprende el dolor del Señor a causa de los pecados de los hombres y la entrega total y generosa de su vida para consolar al Señor, al que vio tan triste: “¡Que bello es Dios, que bello! pero Él está triste por los pecados de los hombres. Yo quiero consolarle, quiero sufrir por amor a Él."
El motivo de su vida era consolar al Señor: “Yo quiero consolar al Señor, y después convertir pecadores para que ellos no le ofendan más con sus pecados."
En los dos años que transcurren entre las apariciones y su muerte, Francisco busca el silencio y la soledad para poder adentrarse por completo en contemplación y diálogo con Dios.
Su amor por Jesús en la Eucaristía era inmenso, él le llamaba "Jesús escondido." Iba a la santa Misa siempre que le era posible. Pasaba largas horas en la Iglesia adorando a Jesús en el Sagrario, haciéndole compañía y consolándolo por todas las ofensas que recibía. La oración enseñada por el Ángel fue la vida este pequeño: "Dios mío, Yo creo, adoro, espero y te amo y te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman."
Alma contemplativa, pero también penitente: dominó su carácter, mortificó su cuerpo: sobreponiéndose a la fatiga, negándose a sí mismo la comida para poder dársela a los pobres; no tomando agua por días completos, especialmente en los meces más calientes; ayunando durante la Cuaresma; usando una cuerda, como su hermana Jacinta, como penitencia; renunciando a sus juegos favoritos para dedicar más tiempo a la oración.
Alma contemplativa, pero humilde y sencilla. Continuó haciendo todas sus tareas diarias, obedeciendo a sus padres, siendo atento con todos. Era paciente con los curiosos, acogedor con los peregrino. A todos los que le pedía oraciones, los atendía.
Pasó por este mundo pero no se manchó con él. Nada le importaban los bienes de este mundo, aspirando solamente llegar al cielo.
La vida del este niño santo nos  interroga a cerca de nuestro amor a Dios. La santidad Francisco es modelada por la Virgen Santísima y fruto de la devoción a ella. Francisco aprende amar y vive amando y vive del amor, porque así  es la vida del Inmaculado Corazón de Nuestra Señora. El pequeño corazón de Francisco se une íntimamente al Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María en la reparación a Dios. Las palabras de “Consolad a vuestro Dios” son para él la razón de su existir.
Pidamos su intercesión, que nosotros crezcamos en el amor cada día, pues como dice San Juan de la Cruz, “al atardecer nos examinarán del amor”; solamente del amor.
San Francisco Marto, ruega por nosotros.
Santa Jacinta, ruega por nosotros.
Inmaculado Corazón de María sed la salvación mía.