“La
resurrección de Jesús fue la corona de la vida y del trabajo del Salvador del
mundo.
(...) Lo que el Salvador inició en la montaña del Tabor, se hizo ahora plena realidad: cubrió su cuerpo con luz y belleza, lo espiritualizó enteramente, lo hizo sutil y penetrable, completamente dependiente de su voluntad. (...) Nosotros también anhelamos una vida glorificada, un cuerpo espiritualizado, la espiritualización de las formas externas. Queremos vivir la Pascua, ansiamos la victoria de nuestra alma sobre los bajos instintos de nuestro cuerpo y llegar a la feliz eternidad.
(...) ¿Resucitaremos? Para asegurarnos de esta verdad, recordemos que es dogma de nuestra fe: “La resurrección del cuerpo”. Sobre todo, deberíamos, ya en esta vida, resucitar espiritualmente. (...) Hay muertos en el espíritu a los que se podría llamar: cadáveres vivos. La Sagrada Escritura dice: “Conozco tus obras y que tienes nombre de vivo, pero estás muerto. Estate alerta y consolida lo demás, que está para morir, pues no he hallado perfectas tus obras en la presencia de mi Dios” (Ap 3, 1- 2). Muerto está el hombre que vive solamente para el mundo terrenal, trabaja, crea y busca la fama terrestre. Es la tragedia de la vida terrenal, mundana, la vida de los desconfiados.
(...) La vida ociosa y estéril, privada de espíritu, no se convertirá en vida eterna, como tampoco de una bellota vacía crecerá un roble. Por eso, ya aquí en la tierra, debería llevar una vida con miras a la eternidad, o sea, una vida sobrenatural. Pues debo pensar, querer, sufrir, luchar, alegrarme y amar, de acuerdo con las máximas de la fe.
“... y vosotros daréis también testimonio porque estáis conmigo desde el principio” (J 15, 27). Estas palabras dirigidas a los Apóstoles se refieren también a mí. Tengo que dar testimonio de Jesús con mi vida, con mis actividades de cada día. Tiene que ser un testimonio de virtud y de santidad, de palabras y hechos, tal vez un testimonio de sangre y martirio; o, por lo menos, testimonio de la misericordia sobre el cuerpo y el espíritu de los prójimos. Sé que, solo, no soy capaz de hacerlo.
Por eso, Espíritu Santo, ¡ayúdame! Me doy cuenta de que tengo que dar testimonio, pero sin Tu soplo no puedo. ¡Crea pues en mí un espíritu nuevo! Con un rayo de la gloria celeste ilumina mi cara que está palideciendo. Dame alas para que me alce a una cumbre de alegría, para que lleve mi barco a las profundidades, para que no me hunda en la orilla”.
(...) Lo que el Salvador inició en la montaña del Tabor, se hizo ahora plena realidad: cubrió su cuerpo con luz y belleza, lo espiritualizó enteramente, lo hizo sutil y penetrable, completamente dependiente de su voluntad. (...) Nosotros también anhelamos una vida glorificada, un cuerpo espiritualizado, la espiritualización de las formas externas. Queremos vivir la Pascua, ansiamos la victoria de nuestra alma sobre los bajos instintos de nuestro cuerpo y llegar a la feliz eternidad.
(...) ¿Resucitaremos? Para asegurarnos de esta verdad, recordemos que es dogma de nuestra fe: “La resurrección del cuerpo”. Sobre todo, deberíamos, ya en esta vida, resucitar espiritualmente. (...) Hay muertos en el espíritu a los que se podría llamar: cadáveres vivos. La Sagrada Escritura dice: “Conozco tus obras y que tienes nombre de vivo, pero estás muerto. Estate alerta y consolida lo demás, que está para morir, pues no he hallado perfectas tus obras en la presencia de mi Dios” (Ap 3, 1- 2). Muerto está el hombre que vive solamente para el mundo terrenal, trabaja, crea y busca la fama terrestre. Es la tragedia de la vida terrenal, mundana, la vida de los desconfiados.
(...) La vida ociosa y estéril, privada de espíritu, no se convertirá en vida eterna, como tampoco de una bellota vacía crecerá un roble. Por eso, ya aquí en la tierra, debería llevar una vida con miras a la eternidad, o sea, una vida sobrenatural. Pues debo pensar, querer, sufrir, luchar, alegrarme y amar, de acuerdo con las máximas de la fe.
“... y vosotros daréis también testimonio porque estáis conmigo desde el principio” (J 15, 27). Estas palabras dirigidas a los Apóstoles se refieren también a mí. Tengo que dar testimonio de Jesús con mi vida, con mis actividades de cada día. Tiene que ser un testimonio de virtud y de santidad, de palabras y hechos, tal vez un testimonio de sangre y martirio; o, por lo menos, testimonio de la misericordia sobre el cuerpo y el espíritu de los prójimos. Sé que, solo, no soy capaz de hacerlo.
Por eso, Espíritu Santo, ¡ayúdame! Me doy cuenta de que tengo que dar testimonio, pero sin Tu soplo no puedo. ¡Crea pues en mí un espíritu nuevo! Con un rayo de la gloria celeste ilumina mi cara que está palideciendo. Dame alas para que me alce a una cumbre de alegría, para que lleve mi barco a las profundidades, para que no me hunda en la orilla”.