jueves, 16 de abril de 2020

“HABIENDO AMADO A LOS SUYOS, LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO.” Homilía




Jueves Santo 2020
“Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.” Con estas palabras el evangelista encuadra los misterios que en estos días celebramos: Desde la última cena, el lavatorio de pies, la oración sacerdotal de Jesucristo y el resto de los acontecimientos de la pasión, muerte y sepultura del Señor. Este es el marco que encuadra los misterios de nuestra redención: el amor de Jesucristo por nosotros.
“Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.” Palabras que han de grabarse en nuestras mentes y sobre todo en nuestros corazones: me amó, me amó hasta el extremo… como el apóstol san Pablo, todos y cada uno de nosotros podemos decir: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí.”
Cada uno de nosotros podemos decir:
Porque me amó, me creó…  pues Dios creó todas las cosas por amor. No porque tuviera necesidad, no porque tuviera que hacerlo, sino solo por amor.
Me amó, y me dio la vida, formó mi cuerpo, le infundió un alma inmortal llena de inteligencia, de memoria y libertad…
Me amó y me creo para amarle, para conocerle y para servirle… y porque me ama me llama a compartir, a vivir su misma vida divina y eterna.
Me amó y me hizo a su imagen y semejanza: capaz de conocer, de elegir, de amar. Conocerle a él, al mundo que me ha regalado, capaz de conocer a mi prójimo. Me hizo capaz escoger en libertad el bien. Me dio un corazón semejante al suyo, capaz de amar, de darse, de entregarse.
Me amó y me llenó de virtudes, de dones, de cualidades… puso en mis pensamientos hermosos, grandes afectos, buenos sentimientos.
Me amó, y me dio cuanto soy y cuanto tengo.
Me amó y me regaló esta vida con todo lo bueno y hermoso de la creación.
Me amó y me dio unos padres, mis hermanos, mi familia, mis amigos.
Y a pesar del pecado de nuestros primeros padres, a pesar de haber rechazado su plan divino para conmigo, me siguió amando, amando hasta límites insospechados, hasta el extremo.  Su amor se expresó de una forma impensable para cualquier mente humana.
Porque me amó, se hizo hombre por mí. Sí, Dios se hizo hombre por mí.  Tomó mi carne y asumió la debilidad de mi naturaleza, la fragilidad de mi cuerpo. Tuvo un rostro, tuvo un nombre: Jesús de Nazaret.
Porque me amó quiso vivir mi misma vida, para que yo no despreciase lo que él me había dado. Por mi amor, quiso vivir mi vida, quiso ser hombre, para enseñarme a mí a ser hombre según el plan de Dios. Como yo, él fue niño y lloró. Como yo, pasó trabajos, pruebas, dificultades… experimentó el cansancio, la fatiga, el sueño… como yo, pasó miedo, experimentó la pequeñez de la condición humana.
Por mi amor, porque me amó, predicó el Evangelio, me anunció la verdad, me señaló el error, me corrigió del pecado.
Por mi amor, porque quería sanarme, restaurarme, llenarme de sus gracias sobrenaturales, realizó milagros para dar a mis ojos la luz, para permitir a mis pies andar por el camino de sus mandamientos, abrió mis oídos para escuchar sus silbos amorosos: el que es el buen pastor que salió en búsqueda de esta oveja perdida.  Porque me amó, calmó tempestades y oleajes, multiplicó panes y peces,  convirtió agua en vino, multiplicó la pesca, para que nada ni a nadie temiese abandonado a su cuidado y aprendiese a confiar  en su providencia.
Y ¿qué más podía hacer? Piensa, detente un momento. ¿Quién ha hecho algo semejante por ti? ¿Quién te ha amado –quién te ama, quién te puede amar de esta manera?
Pues fíjate bien, lo que dice el Evangelio:
“Y sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.”
Llegaba la hora en que había de volver al Padre, había de regresar a la morada que dejó cuando se hizo hombre por mi amor. Era la hora de ser glorificado a la diestra del Padre. Y aun pareciéndole poco e insuficiente lo que había hecho por mí. ¿Qué hizo? ¿Qué realizó?
Lo que en este jueves santo celebramos.
Porque me amó; Jesucristo, Sacerdote eterno, celebró su primera misa. ¡Sí, su primera misa! No la pascua judía –pues con él, el viejo rito dejó pasó al nuevo- y aquí el Cordero Inmolado de la Nueva Pascua es él mismo! ¡Sí, celebró su primera misa, y no una cena ni un simple banquete a la costumbre judía, sino sacramento de su cuerpo y de su sangre que dan vida eterna…! –no nos equivoquemos como aquello corintios a los que san Pablo reprende: no venimos a la iglesia a comer y beber, no venimos a hacer nuestras reuniones, ni nuestras asambleas! ¡Venimos a la misa de Jesús! ¡Venimos al sacrificio de la cruz, al sacrificio del Calvario! ¡Jesús celebró su primera misa, y la última cena no era simplemente una despedida de sus amigos sino el inicio de su presencia porque quiso quedarse con nosotros, conmigo, hasta el final de los tiempos!
Jesús celebró su primera misa: adelantó de forma sacramental bajos las apariencias del pan y del vino, su entrega hasta el extremo, que fue su sacrificio en la cruz que se realizaría horas más tarde, en el monte calvario. En la última cena se realizó por primera vez el milagro de la transustanciación: en el pan y el vino, por las palabras de la consagración -“esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” y  “este es el cáliz de mi sangre, sangre de la nueva alianza, que se derrama por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”-  se convierten por la acción del Espíritu Santo en el cuerpo y la sangre del Señor. Mysterium fidei, verdad de fe: Jesucristo Hijo de Dios, nacido de María Virgen, muerto en la cruz, glorioso en el cielo, esta verdadera, real y sustancialmente bajo las apariencias de los que mis sentidos ven como pan y vino.
Misterio de fe es el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, confiado a sus apóstoles. Hoy junto con su primera misa, Jesús ordena sacerdotes a sus apóstoles. El que es el  Único Sacerdote Eterno quiso escoger a hombres para hacerlos sacerdotes de la nueva alianza. Sacerdotes que en medio de su iglesia fuesen prolongación de su presencia redentora: santificando, enseñando y conduciendo a las almas hacia la eternidad. Gracias, Señor, por tus sacerdotes. Santifícalos –hazlos santos- para que también nosotros lleguemos a la santidad, a la bienaventuranza.
Me amó hasta el extremo. No solo me creo, no solo se hizo hombre, no solo quiso morir por mí, que quiso venir, quedarse oculto bajo las especies sacramentales en el Sacramento de la Eucaristía… para estar en medio de nosotros, para habitar en nuestros sagrarios, para que podamos acudir a él y rendirle nuestra adoración.
Quiso abajarse tanto, hacerse pan y vino, para ser nuestro alimento, nuestra comida y bebida que nos da vida eterna: pues quien come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna.
Y porque quiso que no nos olvidásemos que su vida es nuestra vida, que quienes comulgamos hemos de vivir como vivió el, hemos de tener en nosotros su misma vida, hemos de dejarle vivir en nosotros: nos dio ejemplo, lavando los pies a sus discípulos, para que nosotros nos amemos unos a nosotros como él nos ha amado; y él nos amó entregándose hasta el extremo. En el testimonio de la caridad, el mundo conocerá que somos sus discípulos.
Queridos hermanos: en esta hora de prueba en la que esta pandemia sacude a toda la tierra, demos testimonio de nuestra fe en la presencia de Jesucristo en la Eucaristía y de la caridad que brota de ella: Dios está aquí, en medio de nosotros, y está porque nos ama. No tengamos miedo, él está en medio de nosotros. Él, pase lo que pase, venga lo que venga, nos cuida y nos llama hacia sí, porque nos ofrece y quiere darnos lo que nadie puede ofrecernos y darnos: la vida verdadera, la vida eterna. Lo más grande que podemos dar al mundo es el testimonio de nuestra fe y de nuestra caridad. “El mundo podría existir si en sol, pero no sin la santa misa, -decía padre Pío- porque por medio del sacrificio de Cristo renovado en nuestros altares nos viene el perdón y todos los bienes del cielo: la vida eterna. No lo olvidemos.