jueves, 25 de enero de 2024

EL AMOR A LA IGLESIA DE SAN ILDEFONSO Y PADRE PÍO. Homilía

 


EL AMOR A LA IGLESIA DE SAN ILDEFONSO Y PADRE PÍO

San Ildefonso 2024

Corría el año 586 de la era cristiana. Recaredo era coronado como rey de los visigodos en Hispania, tras la muerte de su padre Leovigildo. El ejemplo de su hermano San Hermenegildo asesinado por su conversión a la fe católica, lleva a Recaredo a abjurar de la herejía arriana que negaba la igualdad entre el Padre y el Hijo y profesar la fe católica. A la conversión personal del rey, que sucedió pocos meses después de su subida al trono, se fueron uniendo cada vez más la nobleza del reino,  los clérigos anteriormente arrianos y el pueblo.

Reunidos los obispos y el rey, en el III concilio de Toledo, en el año 589, se leyó la declaración escrita por el propio rey en la que se anatemizaba las enseñanzas de Arrio y se profesaba el Credo de la Iglesia Católica expresada en los primeros Concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia. El rey manifestó también su deseo y preocupación de que todo el pueblo recibiese la instrucción en la verdadera fe. Ignorancia de las verdades de fe que parece problema eterno en la historia de la Iglesia, y quizás nunca tan grande como en nuestros días.

No pasaría 20 años, cuando en esta misma ciudad de Toledo, testigo de la Conversión del Rey y su reino, naciese Ildefonso, a quien hoy honramos como patrono de nuestra archidiócesis, e imploramos su protección. De familia noble, sobrino del obispo San Eugenio III, ingresó de niño, parece que en contra de la voluntad de sus padres, en el monasterio agaliense, del que llegará a ser abad y, finalmente, elegido obispo tras la muerte de su tío -y obligado a aceptar por el rey Recesvinto-, regirá la diócesis de Toledo, durante los 10 últimos años de su vida, entregando su alma a Dios en el año 667. La fama de san Ildefonso es reconocida desde la antigüedad por todas las iglesias por su defensa de la Virginidad de la Virgen. Defensa que fue recompensada por la Madre de Dios con su aparición y entrega del ornamento de la tesorería del cielo dos años antes de su muerte, la noche del 18 de diciembre.

La tarea de san Ildefonso fue ardua. En una carta al obispo de Barcelona, Quirico, el mismo san Ildefonso se lamenta de las dificultades de su época. El celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas, le llevó a entregarse totalmente a la tarea del pastoreo y evangelización de las almas. Sus armas fueron la Sagrada Liturgia, la oración, la predicación y los escritos, y el ejercicio de las obras de misericordia. Para los recién bautizados, escribió dos libros “Del conocimiento del Bautismo” y “Del camino del Desierto”, para que cayendo en la cuenta del don recibido perseverasen en la vida cristiana, asimilada a ese peregrinar del pueblo de Israel por el desierto hasta llegar a la tierra prometida.  

San Ildefonso cumplió con los requisitos que san Pablo establece en su carta a Tito para la elección de los obispos: “Es preciso que el obispo sea intachable, como administrador que es de la casa de Dios; que no sea presuntuoso, ni colérico, ni dado al vino, ni pendenciero, ni ávido de ganancias poco limpias. 8Al contrario, ha de ser hospitalario, amigo del bien, sensato, justo, piadoso, dueño de sí. 9Debe mostrar adhesión al mensaje de la fe de acuerdo con la enseñanza, para que sea capaz tanto de orientar en la sana doctrina como de rebatir a los que sostienen la contraria. 10Porque hay mucho insubordinado, charlatán y embaucador, sobre todo entre los de la circuncisión, 11a los cuales se debe tapar la boca, pues revuelven familias enteras, enseñando lo que no se debe, y todo para sacar dinero.

 

 

San Ildefonso fue un obispo bueno, santo, docto,  de sana doctrina, un hombre de Iglesia, que no se predicaba a sí mismo, ni buscaba su propio beneficio, ni ambicionaba el poder.

El sentido de su vida era Dios y la fe en él. Esa fe, que conforma la mente y el corazón, y por la cual hemos de movernos, actuar, decidir, renunciar… Es la fe, la que da sentido a las cosas y es la fe, las que nos permite ver todo desde Dios.  Una fe, que no nos hemos dado a nosotros mismos, sino que hemos recibido de la Iglesia,  ella nos la entrega, ella la alimenta, ella la sostiene y solo dentro de ella, en la Iglesia, podemos vivirla. “Creo en la Iglesia”: creo en ella, dentro de ella, por medio de ella.

Escribía san Ildefonso en su libro “Del camino del desierto”: “Para que hubiese seno donde el hombre nacido para la muerte pudiese renacer a la Vida, el Verbo de Dios se encarnó. Y por eso convocó a la Iglesia (…) a la que con su muerte por ella purificó con el baño del agua y la consagró para su esposa con alianza eterna. Y dándole en la realidad del Evangelio participación de su cuerpo y sangre por el misterio de la redención la hizo su esposa y la unió en intima comunicación. De esta esposa, por medio de la doctrina de la fe y la fecundidad del Espíritu Santo, engendra cada día innumerables hijos, a los que, abrazándolos como hijos por la adopción de la gracia, los adscribe como sus coherederos a la eterna felicidad enseñándolos sobre su ley en esta desgraciada vida mortal iluminando con la luz de sus preceptos los ojos del alma para conducir a los instruidos sinceramente a la herencia de la justicia.” 

San Ildefonso amó a la Iglesia, a ella sirvió, a ella fue fiel: porque ella es la Esposa de Jesucristo, por la cual él nos hace renacer a la vida de la gracia. Amó a la Iglesia, porque Cristo se entregó por ella en la cruz. Amó a la Iglesia porque ella brotó de su corazón abierto en el Calvario. Amó a la Iglesia porque ella nos da a Jesucristo. Amó a la Iglesia porque ella es el cauce de la gracia que nos conduce hacia la ciudad celeste, la Jerusalén del cielo, la unión con Dios.

No se puede amar a Dios, no se puede tener fe, al margen de la Iglesia. Escribirá san Ildefonso: “Creemos en Dios (…) pero también creemos en su santa Iglesia, pero no creemos en la Iglesia como creemos en Dios, porque la Iglesia no es Dios. En Dios creemos de una manera singular, creemos como una consecuencia que existe su Iglesia santa, por eso creemos además todo lo que la regla de fe ortodoxa nos mandare creer.  (Cap. 37, De cognitione)

San Agustín lo dirá así: Amemos al Señor, Nuestro Dios; amemos a su Iglesia. A El como a un Padre; a Ella, como a una madre.

Muchos afirman: Creo en Dios, pero no en la Iglesia, como si esto fuera posible. Muchos rechazan su jerarquía e instituciones, su doctrina y su moral como opresora de la libertad, la acusan de anticuada y poco moderna, como necesitada de ponerse al día y adaptarse a las modas de los tiempos, pero en definitiva, rechazan la Iglesia porque no creen en la autoridad de Cristo que la fundó sobre Pedro. Rechazar a la Iglesia, es rechazar a Cristo. Amar a la Iglesia es amar a Cristo.

Son muchos desgraciadamente –incluso dentro de la Iglesia- que quieren modernizarla, a base de destruir sus fundamentos, cambiar sus instituciones: quieren una iglesia democrática, inclusiva, feminista, sinodal… donde el pecado se bendiga… Estos sin duda, consciente o inconcientemente se hacen siervos del dragón infernal que hace guerra a la mujer, como expresa san Juan en el Apocalipsis.

La Iglesia es un misterio y no nos pertenece. La verdadera Iglesia de Jesucristo se conoce por sus notas inmutables de unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. La Iglesia es obra de Dios y no de hombres. La Iglesia es más que los pecados concretos de sus miembros, que los límites de sus instituciones, que las concreciones históricas de su peregrinar en el mundo, sujeto a la fragilidad de aquellos que las forman.  Pues como dijo nuestro querido Benedicto XVI: “La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo.”

Rechazar a la iglesia, desconfiar de ella, por las malas experiencias personales en la propia comunidad o con alguno de sus miembros, por los escándalos y malos ejemplos de algunos, por los abusos de poder y de conciencia, como también desgraciadamente los abusos sexuales…. aunque sean situaciones muy difíciles y complejas, muy dolorosas y a veces casi inexplicables, que dejan heridas profundas… digo: rechazar la Iglesia por esto, no deja de ser una actitud que expresa falta de madurez humana y espiritual, una actitud falta de fe: sería como si por haber tenido un mal padre, bebedor y violento, rechazásemos la belleza de la paternidad y nos olvidásemos de la multitud de padres buenos que aman y dan su vida por sus hijos. Es absurdo renunciar a todo, por culpa de una pequeñísima parte.

Por eso, incluso las miserias de la Iglesia, han de llevarnos a amarla más, y a ser nosotros más santos, más fieles, más ejemplares.

No puedo dejar de llamar la atención ante una situación alarmante en nuestros días: y es la actitud de muchos católicos practicantes, que quieren vivir su fe cristiana de forma íntegra y coherente, pero ante la profunda crisis de la Iglesia, la rechazan manifestando una desafección peligrosa a sus pastores. La situación actual exige mayor mirada de fe, mayor caridad, mayor entrega, mayor compromiso, más oración y sacrificio como la Virgen pidió en Fátima a aquellos niños… en definitiva, más santidad. Pero no podemos abandonar la Iglesia y tampoco difamarla. Si es necesario mayor discernimiento y para ello mayor formación en la fe recibida, no podemos olvidar que la pertenencia a la Iglesia es amor a sus pastores. No idolatría de los pastores, sino amor que nos ha de llevar a rezar y a sacrificarnos más por ellos, para que cumplan la misión que Dios les ha dado de confirmar a sus hermanos en la fe, para que se conviertan si es necesario.

Enseñaba san Pedro Julián sobre el amor a la Iglesia: “Estén, pues, sobreaviso los fieles contra la astucia infernal de sus enemigos, quienes para destruir su fe en el sacerdote no cesan de mostrar sus defectos humanos y aun de calumniarlos en caso de necesidad, para que parezcan despreciables y así escandalizar a los débiles. Júntense los fieles alrededor de sus pastores como alrededor de sus jefes espirituales; defiendan su divina misión y honren su sacerdocio; cubran con manto filial los defectos de su pobre humanidad, que Jesucristo les deja para que se mantengan humildes y así se practique la caridad y se sobrenaturalice la fe de los cristianos.” ¡Qué hermoso! Cubran sus defectos de su pobre humanidad. Practiquen la caridad. Sobrenaturalicen la fe.

Defender la unidad de la Iglesia, amarla,  se traduce en vivir muy unidos a Jesucristo, y esto aumentando nuestra fidelidad al Magisterio perenne de la Iglesia: pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, el depósito de la Fe.

De este amor a la Iglesia, tiene mucho que enseñarnos P. Pío, que como cada 23 de mes, su conmemoración nos reúne en esta iglesia. P. Pío experimentó en su propia persona la persecución, calumnia e injusticia promovida por aquellos que eran hermanos en la fe y superiores suyos. Y a pesar de ello, P. Pío, hombre de fe, hombre de amor a Jesucristo decía: “Quiero vivir y morir en la Iglesia.”

Por amor a la Iglesia, por sus necesidades, por el Papa rezaba y hacía rezar. Decía: ´Recemos por las intenciones de la santa Iglesia, nuestra dulce Madre; consagrémonos y sacrifiquémonos totalmente a Dios y por este fin` (Epist. I, 446).  Lo hacía consciente también de las miserias de sus miembros y viendo el inicio de la profunda crisis en la que nosotros vivimos: ´Recemos para que el Señor aleje las densas nubes que se levantan sobre el horizonte de la Iglesia` (Epist. I, 318).  Lo hacía a pesar de tener que cargar con acusaciones falsas, por castigos injustos permitidos por la autoridad de la Iglesia, por el mismo Papa, y a pesar de ello, decía: ¡Para mí, después de Jesús, no hay nadie más que el Papa!`. ´Yo quiero que mis grupos de oración recen siempre, no según mis intenciones, sino por las intenciones de los sacerdotes, de los obispos, del Papa, a quién amo como amo a Jesús`.

El amor del Padre Pío por la Iglesia es tan grande que le lleva a decir algo que solo puede decir quien está muy unido a Dios, muy unido a su cruz: “´Dulce es la mano de la Iglesia incluso cuando golpea, porque es la mano de una Madre`, pues en ello ve la mano de la providencia de Dios. De hecho, a Emanuel Brunatto, que para defender al Padre Pío, investigó a sus acusadores descubriendo grandes escándalos, le pide: ´Si verdaderamente me amas como a un padre, no sigas con cuanto me dijeron que estás llevando a cabo por mí y que por lo tanto me importa, ya que mortifica a personas de la Santa Madre Iglesia y de la Orden capuchina, de quienes soy un humilde hijo devoto. No se puede amar al hijo, mortificando a la madre. Confía también tú con fe en las manos de Dios y deja todo en las amorosas manos de la Providencia`. (Epist. IV, 747 s.s.)”. (6)

Mis queridos hermanos: en esta fiesta de san Ildefonso y conmemoración de Padre Pío, renovemos este amor a la Iglesia que es amor a Jesucristo. Como decía su S.S. el venerable Pio XII, “Para que no seamos engañados por el ángel de las tinieblas que se transfigura en ángel de luz (2Cor 11,14), sea ésta la suprema ley de nuestro amor: que amemos a la Esposa de Cristo cual Cristo mismo la quiso, al conquistarla con su sangre.”

 Quede grabado en nuestra memoria, pero en nuestro corazón, este mismo consejo que el P. Pío daba a un hijo espiritual: «Mantente siempre unido a la Santa Iglesia Católica, porque sólo ella puede salvarte, porque sólo ella posee a Jesús Sacramentado, que es el verdadero príncipe de la paz. Fuera de la Iglesia Católica, no hay salvación, ella te da el bautismo, el perdón de los pecados, el Cuerpo, la Sangre, el Alma, y la Divinidad de Jesucristo, concediéndote por tanto la vida eterna; y todos los santos sacramentos para llevar una vida de santidad». Que así sea.