lunes, 18 de noviembre de 2019

EL TRANSFORMARÁ NUESTRA CONDICIÓN HUMILDE. Homilía



Homilía del XXIII domingo después de Pentecostés 
17 de octubre de 2019
El Evangelio de hoy nos sitúa ante dos realidades de la vida, de la que ningún hombre puede librarse. San Francisco, en el cántico de las criaturas, hablando de la muerte, dice “ningún viviente escapa de su persecución”.
Antes o después, la enfermedad y luego la muerte llamarán a nuestra casa, sin más remedio que el de abrirle la puerta.
Son experiencias desagradables, provocan en nosotros sufrimiento físico y moral, sentimos miedo ante la enfermedad y ante la muerte.
Y parece contradictorio, porque es enfermedad y muerte son experiencias universales y cotidianas de la vida de los hombres.
La enfermedad nos rodea: hospitales llenos, listas de espera, gente enferma de manera crónica postrada en sus camas. ¡Cuántas veces la enfermedad se convierte en crisol de la amistad! Es en esos momentos, donde comprobamos las personas que nos aman de verdad y que están a nuestro lado. ¡Cuántas experiencias negativas de desentendimiento, olvido, abandono ante la prueba por parte de la falsa amistad!
La muerte está presente también en nuestro día. Miremos tan solo los periódicos y veremos la cantidad de esquelas. En los tanatorios y en los cementerios no hay paro.
Y a pesar de ello, sentimos un fuerte rechazo a pensar  en la enfermedad y en la muerte. Con ansia buscamos remedio a nuestros males, pronto nos alarmamos… queremos, necesitamos tener  en “seguro” nuestra vida.
¿Qué es lo que refleja esta actitud tan nuestra? ¿Qué nos manifiesta?
En definitiva: buscamos la inmortalidad, el no dejar de ser y existir, el mantener nuestra vida… Es el anhelo del don que Dios había concedido a nuestros padres en el paraíso cuando dotó a nuestro cuerpo por su gracia del don de la inmortalidad. EL hombre destinado a la vida eterna con un alma inmortal y con un cuerpo que no habría de corromperse en el sepulcro.
Pero hemos perdido este don por el pecado original. El apóstol san Pablo exclamará: Por el pecado entró la muerte en el mundo. Y con la muerte, podemos decir la enfermedad, porque la muerte no deja de ser el último episodio de la enfermedad que se convierte en anuncio de ella.
¿Dónde podemos encontrar remedio?
El jefe de la sinagoga y la mujer hemorroísa nos dan una lección sublime. Ante la muerte de su hija y ante una enfermedad crónica que no encontraba remedio en la medicina, acuden a Jesús.
Como Simón Pedro en otra ocasión, el hombre principal y la hemorroísa bien pudieron decir: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».
Se acercan a Jesús confiados de que en él puede encontrar remedio ante tan grandes males. Lo hacen con profunda fe, con adoración, con humildad.
“Señor, mi hija acaba de morir. Ven tu e impón tu mano sobre ella y vivirá.”
La hemorroísa desde lo profundo de su ser sale al encuentro de Cristo esperando que con solo tocar la orla  de su manto quedará sana.
Y se realizan ambos milagros. La mujer queda sana, la niña resucita.
Jesucristo resplandece como el Salvador de todos los hombres. Él es el único que puede salvarnos, liberarnos del mal y de la muerte.
Pero es necesario corregir una imagen errónea e infantil que podemos tener de Dios. Y es pensar que es nuestra seguridad social eterna que está para librarnos de todos los problemas de la vida.
Jesucristo nos ha salvado, pero no ha querido “librarnos” de nuestra condición débil y frágil de criaturas. Es cierto, obró muchos milagros y lo sigue haciendo en la actualidad por la intercesión de los santos, pero el don de la salvación sobrepasa nuestra pequeñez.
No son las enfermedades del cuerpo las peores, sino las del alma, y la peor de todas es el pecado… enfermedades en las que Jesús opera su sanación a través de la gracia que se nos da en el sacramento de la reconciliación. Somos curados y se nos devuelve la salud del alma.
No es la muerte del cuerpo la que debemos temer, sino la muerte de cuerpo y alma, la muerte eterna. Jesucristo nos libra de la muerte porque nos ofrece la vida eterna y la resurrección. De qué forma tan bella lo expresa el rey David en el salmo: Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
El mismo apóstol san Pablo en la epístola manifiesta esta fe y esta esperanza: “Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo.”
En estos días en los que se acerca el fin del año litúrgico con el acompañamiento del ocaso de la naturaleza en el otoño, la Iglesia nos insiste en considerar nuevamente las realidades últimas de nuestra existencia. No lo hace para caigamos en un pesimismo existencial o en la desesperación, sino para que renovemos nuestra fe. Cada domingo lo hacemos solemnemente cantando el credo: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.”
Mis queridos hermanos: sí, renovemos nuestra fe en Jesucristo único Salvador de los hombres. Renovemos nuestra fe  en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
Pero no dejemos pasar por alto otra lección importante del Evangelio de hoy: Jesús se levantó.  Ante esa situación dolorosa  de la muerte y de la enfermedad, Jesús no se queda indiferente, cómodamente en sus quehaceres. Jesús se compadece, Jesús atiende la petición de ese padre, Jesús se pone en camino hacia la casa del velatorio. Y en el camino, realiza otro milagro al acercarse aquella mujer.
Como cristianos, discípulos del Señor, no podemos mantenernos indiferentes e indolentes ante el sufrimiento que nos rodea. Como Nuestro Señor, también nosotros estamos obligados a levantarnos y acudir ante las situaciones de enfermedad y de muerte. ¡Cuántas veces nos habremos hecho los ignorantes o despistados y nos hemos sido capaces de acercarnos al dolor! ¿No podrá Cristo el día del juicio reprocharnos “estuve enfermo y no vinisteis a verme”?
Las obras de misericordia no están para que las enumeremos, sino para que las practiquemos. Visitar a los enfermos, dar consuelo al que sufre, rezar por los muertos…
 Acercarnos, llamar, preocuparnos, estar, perder (–sí- perder) el tiempo al lado de un enfermo y de una persona que sufre son nuestro mejor testimonio como cristianos. A veces, parece que cuando hablamos de testimonio de la fe, es imprescindible un micrófono y las cámaras… y nos olvidamos del precioso testimonio del bien realizado en lo oculto, en el silencio y la discreción.
La desgracia de la muerte y de la enfermedad se convirtió en ocasión de gracia abundante y de  verdadero milagro para los personajes del evangelio de hoy.  También las muchas desgracias que hay a nuestro alrededor pueden convertirse –si imitamos a Jesús, si lo acercamos a esas personas- en ocasión de gracia, de salvación, y ¿por qué no?, de milagro. Sí, Dios puede hacer milagros  y los hace.
En el evangelio de hoy, la desgracia se convirtió en gracia, pero también conocemos muchos casos de personas que ante estas situaciones dolorosas de la vida, han perdido la fe, se han alejado de Dios. ¿Qué hacer por ellas?
En primer lugar, orar, rezar, acompañar nuestra oración con algún sacrificio. Es la tarea más grande y la ayuda más eficaz para todas las cosas. La oración es el medio que Dios nos ha dejado para que también nosotros podamos hacer milagros.  
En segundo lugar, seguir acompañando, no abandonar a esas personas. La amistad es también un medio por el que Dios puede hacerse presente y actuar.
En tercer lugar, presentar la imagen verdadera de Dios: del Dios que siendo omnipotente, por amor nuestro y por nuestra salvación asumió nuestra débil naturaleza y nuestra condición de criaturas. La imagen de Dios que como nosotros sintió la fatiga y el cansancio. La imagen de Dios que sufrió la injusticia y la maldad de los hombres. La imagen del Dios Crucificado… “Muchos, nos decía el apóstol, andan como enemigos de la Cruz de Cristo.”  
Es a la luz de Jesucristo como podemos entrever el misterio de nuestra propia existencia. Es a luz del misterio de la Pasión, muerte y resurrección del Señor como podemos comprender el misterio de nuestra propia muerte y nuestro destino a la resurrección.
“Si morimos con Cristo, viviremos con él”.
“Si sufrimos con Cristo, reinaremos con él.”