Homilía del XXIII domingo después de Pentecostés
17 de octubre de 2019
El
Evangelio de hoy nos sitúa ante dos realidades de la vida, de la que ningún
hombre puede librarse. San Francisco, en el cántico de las criaturas, hablando
de la muerte, dice “ningún viviente escapa de su persecución”.
Antes
o después, la enfermedad y luego la muerte llamarán a nuestra casa, sin más
remedio que el de abrirle la puerta.
Son
experiencias desagradables, provocan en nosotros sufrimiento físico y moral,
sentimos miedo ante la enfermedad y ante la muerte.
Y
parece contradictorio, porque es enfermedad y muerte son experiencias
universales y cotidianas de la vida de los hombres.
La
enfermedad nos rodea: hospitales llenos, listas de espera, gente enferma de
manera crónica postrada en sus camas. ¡Cuántas veces la enfermedad se convierte
en crisol de la amistad! Es en esos momentos, donde comprobamos las personas
que nos aman de verdad y que están a nuestro lado. ¡Cuántas experiencias
negativas de desentendimiento, olvido, abandono ante la prueba por parte de la
falsa amistad!
La
muerte está presente también en nuestro día. Miremos tan solo los periódicos y
veremos la cantidad de esquelas. En los tanatorios y en los cementerios no hay
paro.
Y
a pesar de ello, sentimos un fuerte rechazo a pensar en la enfermedad y en la muerte. Con ansia
buscamos remedio a nuestros males, pronto nos alarmamos… queremos, necesitamos
tener en “seguro” nuestra vida.
¿Qué
es lo que refleja esta actitud tan nuestra? ¿Qué nos manifiesta?
En
definitiva: buscamos la inmortalidad, el no dejar de ser y existir, el mantener
nuestra vida… Es el anhelo del don que Dios había concedido a nuestros padres
en el paraíso cuando dotó a nuestro cuerpo por su gracia del don de la
inmortalidad. EL hombre destinado a la vida eterna con un alma inmortal y con
un cuerpo que no habría de corromperse en el sepulcro.
Pero
hemos perdido este don por el pecado original. El apóstol san Pablo exclamará:
Por el pecado entró la muerte en el mundo. Y con la muerte, podemos decir la
enfermedad, porque la muerte no deja de ser el último episodio de la enfermedad
que se convierte en anuncio de ella.
¿Dónde
podemos encontrar remedio?
El
jefe de la sinagoga y la mujer hemorroísa nos dan una lección sublime. Ante la
muerte de su hija y ante una enfermedad crónica que no encontraba remedio en la
medicina, acuden a Jesús.
Como Simón Pedro en
otra ocasión, el hombre principal y la hemorroísa bien pudieron decir: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes
palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de
Dios».
Se
acercan a Jesús confiados de que en él puede encontrar remedio ante tan grandes
males. Lo hacen con profunda fe, con adoración, con humildad.
“Señor,
mi hija acaba de morir. Ven tu e impón tu mano sobre ella y vivirá.”
La
hemorroísa desde lo profundo de su ser sale al encuentro de Cristo esperando
que con solo tocar la orla de su manto
quedará sana.
Y
se realizan ambos milagros. La mujer queda sana, la niña resucita.
Jesucristo
resplandece como el Salvador de todos los hombres. Él es el único que puede
salvarnos, liberarnos del mal y de la muerte.
Pero
es necesario corregir una imagen errónea e infantil que podemos tener de Dios.
Y es pensar que es nuestra seguridad social eterna que está para librarnos de
todos los problemas de la vida.
Jesucristo
nos ha salvado, pero no ha querido “librarnos” de nuestra condición débil y
frágil de criaturas. Es cierto, obró muchos milagros y lo sigue haciendo en la
actualidad por la intercesión de los santos, pero el don de la salvación
sobrepasa nuestra pequeñez.
No
son las enfermedades del cuerpo las peores, sino las del alma, y la peor de
todas es el pecado… enfermedades en las que Jesús opera su sanación a través de
la gracia que se nos da en el sacramento de la reconciliación. Somos curados y
se nos devuelve la salud del alma.
No
es la muerte del cuerpo la que debemos temer, sino la muerte de cuerpo y alma,
la muerte eterna. Jesucristo nos libra de la muerte porque nos ofrece la vida
eterna y la resurrección. De qué forma tan bella lo expresa el rey David en el
salmo: Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por
eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción.
El
mismo apóstol san Pablo en la epístola manifiesta esta fe y esta esperanza: “Nosotros,
por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador:
el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo
de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo.”
En
estos días en los que se acerca el fin del año litúrgico con el acompañamiento
del ocaso de la naturaleza en el otoño, la Iglesia nos insiste en considerar nuevamente
las realidades últimas de nuestra existencia. No lo hace para caigamos en un
pesimismo existencial o en la desesperación, sino para que renovemos nuestra
fe. Cada domingo lo hacemos solemnemente cantando el credo: “Espero la
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.”
Mis
queridos hermanos: sí, renovemos nuestra fe en Jesucristo único Salvador de los
hombres. Renovemos nuestra fe en el
perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
Pero
no dejemos pasar por alto otra lección importante del Evangelio de hoy: Jesús
se levantó. Ante esa situación
dolorosa de la muerte y de la
enfermedad, Jesús no se queda indiferente, cómodamente en sus quehaceres. Jesús
se compadece, Jesús atiende la petición de ese padre, Jesús se pone en camino
hacia la casa del velatorio. Y en el camino, realiza otro milagro al acercarse
aquella mujer.
Como
cristianos, discípulos del Señor, no podemos mantenernos indiferentes e
indolentes ante el sufrimiento que nos rodea. Como Nuestro Señor, también
nosotros estamos obligados a levantarnos y acudir ante las situaciones de
enfermedad y de muerte. ¡Cuántas veces nos habremos hecho los ignorantes o
despistados y nos hemos sido capaces de acercarnos al dolor! ¿No podrá Cristo
el día del juicio reprocharnos “estuve enfermo y no vinisteis a verme”?
Las
obras de misericordia no están para que las enumeremos, sino para que las
practiquemos. Visitar a los enfermos, dar consuelo al que sufre, rezar por los muertos…
Acercarnos, llamar, preocuparnos, estar, perder
(–sí- perder) el tiempo al lado de un enfermo y de una persona que sufre son
nuestro mejor testimonio como cristianos. A veces, parece que cuando hablamos
de testimonio de la fe, es imprescindible un micrófono y las cámaras… y nos
olvidamos del precioso testimonio del bien realizado en lo oculto, en el
silencio y la discreción.
La
desgracia de la muerte y de la enfermedad se convirtió en ocasión de gracia
abundante y de verdadero milagro para
los personajes del evangelio de hoy.
También las muchas desgracias que hay a nuestro alrededor pueden
convertirse –si imitamos a Jesús, si lo acercamos a esas personas- en ocasión
de gracia, de salvación, y ¿por qué no?, de milagro. Sí, Dios puede hacer
milagros y los hace.
En
el evangelio de hoy, la desgracia se convirtió en gracia, pero también
conocemos muchos casos de personas que ante estas situaciones dolorosas de la
vida, han perdido la fe, se han alejado de Dios. ¿Qué hacer por ellas?
En
primer lugar, orar, rezar, acompañar nuestra oración con algún sacrificio. Es
la tarea más grande y la ayuda más eficaz para todas las cosas. La oración es
el medio que Dios nos ha dejado para que también nosotros podamos hacer
milagros.
En
segundo lugar, seguir acompañando, no abandonar a esas personas. La amistad es
también un medio por el que Dios puede hacerse presente y actuar.
En
tercer lugar, presentar la imagen verdadera de Dios: del Dios que siendo
omnipotente, por amor nuestro y por nuestra salvación asumió nuestra débil naturaleza
y nuestra condición de criaturas. La imagen de Dios que como nosotros sintió la
fatiga y el cansancio. La imagen de Dios que sufrió la injusticia y la maldad
de los hombres. La imagen del Dios Crucificado… “Muchos, nos decía el apóstol,
andan como enemigos de la Cruz de Cristo.”
Es
a la luz de Jesucristo como podemos entrever el misterio de nuestra propia
existencia. Es a luz del misterio de la Pasión, muerte y resurrección del Señor
como podemos comprender el misterio de nuestra propia muerte y nuestro destino
a la resurrección.
“Si
morimos con Cristo, viviremos con él”.
“Si
sufrimos con Cristo, reinaremos con él.”