XIV domingo después de pentecostés 2019
No podéis servir a Dios y al dinero. Con esta expresión
tajante, nuestro Señor Jesucristo nos enseña que ante Dios y su servicio no
cabe la mediocridad, la ambivalencia. Querer servir a Dios y al mismo tiempo
querer servir a las riquezas –que son símbolo de los diferentes ídolos que el
hombre puede crearse- es imposible.
Las
palabras de Divino Salvador nos obligan a tomar una determinación. Lo que vulgarmente
se dice: “poner una vela a Dios y otra al diablo”, no conduce más que a vivir
alejado de Dios y de su voluntad, engañándonos a nosotros mismos y pensando que
nuestra vida no es tan mala.
La
mediocridad es una de las peores enfermedades de los católicos de hoy, pastores
y fieles. La iniciativa de abrir las puertas al mundo y a sus modas, no ha
hecho más que enfriar el espíritu de fe, relajar las costumbres, deteriorar la
vida y apostolado de los cristianos. El Papa Pablo VI había dicho aquello de “esperábamos
la primavera y en cambio vino el invierno.”
Sí. Un duro y tenebroso invierno para el mundo,
que se ha quedado sin el faro de luz que era la Iglesia Católica, referente
moral para los no creyentes de buena voluntad que salvaguardaba la misma
esencia del hombre según la voluntad de Dios y ponía freno a los desvaríos de
las modas.
Sí.
Un duro y frío invierno para los fieles, que como ovejas sin pastor, se
desperdigaron y extraviaron por los diferentes caminos de la modernidad. Como
ovejas exhaustas, sin el alimento de la verdad y de la gracia, se encuentran
sin fuerzas para servir a Dios.
Sí.
Un invierno tremendo para el clero y la vida religiosa, que agoniza por
doquier, habiendo perdido el sentido de la propia vida y vocación,
imposibilitados para testimoniar las verdades eternas y desesperanzados ante el
presente y el futuro.
Un
duro invierno para el que el Señor nos ofrece el remedio: “No podéis servir a
Dios y a las riquezas.” Si queremos
salir del invierno existencial de nuestra propia vida y queremos ayudar a la
Iglesia a salir de este estado mortecino, hemos de resolvernos en servir a Dios
como él debe ser servido. Y en ello, la
Sagrada Liturgia es una escuela perfecta que nos enseña a servir a Dios con
toda reverencia y adoración, a ponerlo en primer lugar. Que brote en nosotros el agradecimiento al
Señor por habernos sido concedida la gracia de conocer la santa misa y la
liturgia tradicional como el mejor camino para rendir a Dios el culto en
espíritu y verdad, y con muchísima humildad pidamos al Señor que nos mantenga y
conserve siempre en su santo servicio. Que lo que aprendemos del altar, los
vivamos en nuestro día a día.
No podéis servir a Dios y al dinero. Tan tajante
es Nuestro Señor. Pero así es la verdad, como espada de doble filo. Él conoce
nuestro corazón perfectamente porque lo ha creado y lo ha formado. Y cuando nuestro corazón no está lleno de
Dios, se llena de las criaturas. El hombre ha de servir a Dios, y cuando no lo
hacemos se crea, se busca, necesita alguien o algo que ocupe este lugar. El
hombre se vuelve a las criaturas y las sirve como si Dios fuesen: las riquezas uotras
muchas personas, cosas y realidades.
Es lo que el apóstol san Pablo recuerda en la
Epístola a los romanos –referido a la humanidad antes de la venida de Cristo,
pero aplicable también a nuestro mundo que vive olvidado de Dios. Dice el
Apóstol que el hombre "habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a
Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su
insensato corazón se entenebreció:
jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible
por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos,
de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una
impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por
la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es
bendito por los siglos. Amén."
Es
necesario recordar que hemos sido creados para conocer, amar y servir a Dios en
esta vida y poder gozar con él por toda la eternidad.
Es
necesario recordar que tenemos un alma sobrenatural llamada a la unión con Dios
y un cuerpo santo habitado por el Espíritu Santo llamado a la resurrección
final. Cuerpo y alma que han de vivir en armonía, dando el justo lugar a cada
uno de ellos y satisfaciendo sus necesidades. Cuando esto no se da, nos hacemos
hombres y mujeres atrofiados, deformes.
Es
necesario recordar que Dios nos ha entregado la creación como un don de su
amorosa providencia para que nos sirvamos de ella para nuestras necesidades,
pero no para ocupar el lugar de Dios.
Hermosamente lo recoge la Iglesia en una de sus oraciones: Oh Dios que
sirviéndonos de los bienes creados, alcancemos los bienes eternos.
Es
necesario recordar que a pesar de que hemos de buscar el alimento del cuerpo y
satisfacer nuestras necesidades materiales –pues el que no trabaja, que no
coma-, hemos de vivir en un justo abandono en la providencia de Dios que viste
a los lirios del campo y da el alimento a los pajarillos. Dos excesos de los que hemos de librarnos
será caer en la temeridad de tentar a la providencia de Dios esperando que
–permitidme la expresión- nos llueva el pan del cielo; y otro la obsesión en
los bienes creados que nos hagan olvidarnos de Dios y su servicio.
No podéis servir a Dios y a las riquezas. ¿Quién o qué ocupa tu corazón? ¿Cuáles son tus
ídolos? – el evangelio de este día, nos invita a entrar dentro de nosotros y a
preguntarnos a quien estamos sirviendo:
a Dios o al dinero.
La
epístola de hoy quizás nos ayude en este discernimiento:
Si
servimos a las riquezas, nuestras obras serán las de la carne: fornicación,
deshonestidad, lujuria, idolatría, magia, enemistades, pleitos, enojos, celos,
riñas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, embriagueces, orgías, y
cosas parecidas
Si
servimos a Dios, nuestras obras y los frutos de nuestra vida serán los del
Espíritu: “caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad.
Al
conmemorar hoy los Dolores de la Santísima Virgen, cayendo en la cuenta de lo
costosísimo que ha salido nuestra redención, no desperdiciemos el sufrimiento y
el amor del Salvador y de su Madre en la cruz, y resolvámonos a servirlos de
corazón como a buenos Señores, cumpliendo sus mandatos, pues ellos no quieren
más que nuestro bien.