XV domingo después de Pentecostés 2019
«Un gran Profeta ha surgido entre
nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Es la exclamación de la gente ante
el gran prodigio que Nuestro Señor Jesucristo realiza resucitado al hijo de la
viuda de Naim.
Nada se opone ante su omnipotencia de
aquel que es el Hijo de Dios hecho hombre: manda a las tempestades y se calman,
ordena a los demonios y le obedecen, con su voluntad sana la enfermedad y hace
andar a los cojos, ver a los ciegos, hablar a los mudos, oír a los sordos. Los
mismos muertos a su voz, vuelven a la vida.
El Evangelio nos ha dejado tres
milagros de resurrección o revivificación obrados por Jesús: la hija del jefe
de la Sinagoga, el joven hijo de la viuda de Naim y Lázaro.
Dios es omnipotente y nada su opone a
su voluntad. La omnipotencia es un atributo que pertenece solo a Dios y forma
parte de su esencia. Dios tiene que ser omnipotente por la misma definición de
su divinidad. Si Dios no fuese omnipotente, no sería Dios.
Este atributo divino junto con su
existencia, podemos llegar a él a través de nuestro raciocinio como definió el
Concilio Vaticano I. Atributo del que la misma historia de la salvación da
testimonio. Tantas veces en la Sagrada Escritura Dios es llamado el fuerte de
Jacob, el Señor de los ejércitos, el Fuerte, el Valeroso.
Dios es el Omnipotente con el solo
poder de su Palabra crea todo cuanto existe poniendo en orden el cosmos y
siendo dueño y Señor de todo el Universo. Dios que da inicio al universo y es
Señor de la historia pues gobierna los corazones y los acontecimientos según su
voluntad.
Las mitologías antiguas de las
religiones otorgaban también a los dioses la omnipotencia. Pero estas divinidades
muchas veces eran gobernados por sus pasiones y su voluntad por tanto
caprichosa. Utilizaba su poder a capricho de sus pasiones. No vale la pena
considerar mucho más esto, pero pensemos simplemente en los dioses griegos y
romanos: eran tan pasionales como los hombres, pero con rango de Dios.
¡Cuántas veces vemos también nosotros
en nuestro mundo como obran y utilizan su potestad los poderosos! ¡Guiados
caprichosamente por sus intereses!
Pero, ¿es así el poder de nuestro Dios?
¿Actúa nuestro Señor Jesucristo a capricho?
El poder de Dios es universal, pues lo
abarca todo, lo rige todo, lo puede todo. Es un poder omnipotente que se rige
por el amor, porque el que nos ha creado es nuestro Padre amoroso que nos cuida
y quiere nuestro bien. El poder de Dios, su omnipotencia, forma parte también
del misterio de su divinidad, por sólo en el camino de la fe y acercamiento a
él podemos conocer a este Dios que se manifiesta en la debilidad.
No pensemos que la
Omnipotencia Divina es un concepto lejano o poco importante para nuestra vida
cristiana. ¡Fijaos que importancia tiene que es el único atributo divino que se
menciona en el Credo: Credo in unum Deum Patre omnipotentem!
Dios es Padre y es omnipotente. Su
paternidad y su poder van unidos en su ser poniéndose de manifiesta en su
providencia al cuidar de nuestras necesidades -más que los lirios del campo y las aves del
cielo-. Poder de Dios manifestado en hacernos hijos suyos por adopción y por
tantos participantes de su misma vida. El poder de Dios se muestra hacia
nosotros en su misericordia y en perdón de los pecados. Al perdonarnos, parece
como si Dios mismo se negara a sí mismo, devolviéndonos la gracia y la amistad
que por el mal uso de nuestra libertad habíamos perdido.
¡Cada vez que recibimos la absolución
del sacerdote se renueva este milagro del hijo de la vida! Ese joven muerto
destinado al sepulcro somos cada uno de nosotros cuando cometemos o vivimos en
pecado mortal.
Seguramente lo hemos oído o a nosotros
mismos nos ha pasado: Si Dios es omnipotente, porque no me escucha cuando le
rezo, o porque no obra el milagro que le pido, o porque…
¿Cómo va a ser Dios omnipotente si ante
la injusticia o el dolor nos aparece como lejano y ausente? Dios parece más
bien todo lo contrario: indiferente ante nuestros problemas, distante ante
nuestra historia, impotente ante nuestras dificultades, débil para ayudarnos.
Muchas personas dejan de creer en Dios
o dudan verdaderamente de su poder ante las experiencias del mal y del
sufrimiento. Muchos dejan de confiar en el poder de la oración. Incluso
católicos practicantes, no rezan, porque se han convencido de que Dios no
actúa.
La omnipotencia de Dios y su aparente
silencio o debilidad hemos de comprenderlo dentro del misterio de su ser, que
nos supera sobremanera, pero que hemos de intentar vislumbrar dentro de la
revelación que él ha hecho de sí mismo.
¿Qué podemos decir?
Pues que Dios mismo manifestó su poder
en la suma debilidad: la muerte de su Hijo Único. Siendo Dios se hizo el más
débil y indefenso: un bebe en el portal de Belén y crucificado en la cruz. Aparentemente
él dejó vencer por la muerte; pero suya es la victoria: a los tres días
resucitó. Y en su resurrección quedo manifiesto su omnipotencia y su victoria
sobre los peores enemigos del hombre: el pecado y la muerte.
Cuando llegan las experiencias de dolor
y sufrimiento, solo podemos acudir a la fe. Solo desde la intimidad de la
oración podemos adherirnos y comprender los caminos misteriosos del poder de
Dios; y así –como el apóstol san Pablo- poder gloriarnos en nuestras
debilidades, para que quede de manifiesto la fuerza y el poder de Jesucristo.
Queridos hermanos: hemos de renovar
nuestra fe y afianzar nuestra esperanza en la omnipotencia de Dios. Hemos de
creer contra toda esperanza. Hemos de saber que “Nada es imposible para Dios.”
Y hagamos una aplicación muy concreta: el joven muerto de Naim nos
recuerda tantas personas que conocemos, incluso de nuestras propias familias,
que viven, pero son muertos: muertos a la vida de la gracia, muertos al bien,
muertos a la verdad… No hemos desesperar de su conversión ni de su salvación,
hemos de confiar en el poder de Dios que tiene poder para romper los corazones
más endurecidos. Nuestra continua oración y mortificación por ellos, será la
mayor obra de amor y manifestación de nuestra fe y confianza en el poder de
Dios.