De los que han perdido el espíritu de su estado, y de los medios a que deben acudir para recobrarlo.
MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO DECIMOQUINTO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
San Juan Bautista de la Salle
El evangelio de hoy nos refiere que, en la ciudad de Naín, llevaban a enterrar a un muchacho joven, hijo de una viuda (1). Este evangelio figura para nosotros de modo admirable a los que han perdido la gracia de su estado.
El difunto es un mancebo que, por su edad aún tierna, os representa a aquellos en quienes la piedad no ha echado todavía raíces profundas, y cuyo corazón no se ha afianzado aún de veras en el bien; por lo cual se persuaden sin fundamento que se salvarán fácilmente en otro sitio y que, pues hace ya mucho tiempo se hallan libres de ocasiones; si se vieren expuestos a ellas, tendrían fuerza suficiente para no sucumbir.
Muérese pronto cuando, estando enfermo, se cree no estarlo, o cuando se juzga que podrá uno curarse a sí mismo, sin acudir a ningún remedio. Eso es lo que el diablo inspira ordinariamente a quienes acosa tan fuerte tentación y no son dóciles en seguir los consejos de sus superiores. Se ven reducidos a tal extremo, que su dolencia se torna incurable, y ellos se incapacitan para seguir en el estado santo que habían elegido.
¿No os habéis hallado alguna vez o no os halláis ahora en tan dolorosa situación? Si así fuere, gemid por ello delante de Dios y pedidle instantemente que os saque lo más pronto posible de tal estado, pues el remedio a ese mal ha de aplicarse sin dilación.
Llevaban a enterrar a este difunto. Ese es el término y fruto de aquella muerte espiritual: dar en tierra con el alma que ha sido su víctima: ya no piensa más que en lo terreno; esto es, en el siglo y en las cosas mundanas, pues ha perdido todo gusto de Dios y de lo que a El conduce. Oír hablar de Dios se convierte en tormento para ella; darse a la oración, es un martirio; la comunión se le hace insípida; se aparta de la confesión porque no quiere descubrir su mal; se guía exclusivamente por sus luces y esas luces son falsas. Así, todos los medios que contribuyen a mantener la vida del espíritu resultan inútiles a esta alma, que los repele de sí por haber perdido el espíritu vital que antes poseía, el cual no es otro que el espíritu de su estado.
La " muchedumbre que seguía al difunto cuando le llevaban a enterrar " es figura de los que os incitan a volver al siglo: desprovistos de gracia, ¿ qué de bueno pueden aconsejaros?
Con todo, no se vacila en creerlos y en secundar el impulso que ellos imprimen, con tanto mayor éxito cuanto lo que intentan persuadir es más conforme a la inclinación de la naturaleza corrompida.
¡Oh, cuán lastimoso estado! ¡Oh, qué triste situación! Pedid instantemente a Dios que no os deje de su mano hasta tal extremo.
Jesucristo se acercó al difunto, tocó el féretro y, parados quienes lo llevaban, dijo al joven: ¡Yo te lo mando, levántate! En seguida se incorporó el muerto en las andas, se quitó el sudario y empezó a hablar. Jesús le entregó a su madre.
Esas palabras dan a conocer los medios que deben emplearse para recobrar la gracia de la vocación.
El primero es acudir a la oración para instar a Jesucristo a que se acerque a nosotros.
El evangelio de hoy nos refiere que, en la ciudad de Naín, llevaban a enterrar a un muchacho joven, hijo de una viuda (1). Este evangelio figura para nosotros de modo admirable a los que han perdido la gracia de su estado.
El difunto es un mancebo que, por su edad aún tierna, os representa a aquellos en quienes la piedad no ha echado todavía raíces profundas, y cuyo corazón no se ha afianzado aún de veras en el bien; por lo cual se persuaden sin fundamento que se salvarán fácilmente en otro sitio y que, pues hace ya mucho tiempo se hallan libres de ocasiones; si se vieren expuestos a ellas, tendrían fuerza suficiente para no sucumbir.
Muérese pronto cuando, estando enfermo, se cree no estarlo, o cuando se juzga que podrá uno curarse a sí mismo, sin acudir a ningún remedio. Eso es lo que el diablo inspira ordinariamente a quienes acosa tan fuerte tentación y no son dóciles en seguir los consejos de sus superiores. Se ven reducidos a tal extremo, que su dolencia se torna incurable, y ellos se incapacitan para seguir en el estado santo que habían elegido.
¿No os habéis hallado alguna vez o no os halláis ahora en tan dolorosa situación? Si así fuere, gemid por ello delante de Dios y pedidle instantemente que os saque lo más pronto posible de tal estado, pues el remedio a ese mal ha de aplicarse sin dilación.
Llevaban a enterrar a este difunto. Ese es el término y fruto de aquella muerte espiritual: dar en tierra con el alma que ha sido su víctima: ya no piensa más que en lo terreno; esto es, en el siglo y en las cosas mundanas, pues ha perdido todo gusto de Dios y de lo que a El conduce. Oír hablar de Dios se convierte en tormento para ella; darse a la oración, es un martirio; la comunión se le hace insípida; se aparta de la confesión porque no quiere descubrir su mal; se guía exclusivamente por sus luces y esas luces son falsas. Así, todos los medios que contribuyen a mantener la vida del espíritu resultan inútiles a esta alma, que los repele de sí por haber perdido el espíritu vital que antes poseía, el cual no es otro que el espíritu de su estado.
La " muchedumbre que seguía al difunto cuando le llevaban a enterrar " es figura de los que os incitan a volver al siglo: desprovistos de gracia, ¿ qué de bueno pueden aconsejaros?
Con todo, no se vacila en creerlos y en secundar el impulso que ellos imprimen, con tanto mayor éxito cuanto lo que intentan persuadir es más conforme a la inclinación de la naturaleza corrompida.
¡Oh, cuán lastimoso estado! ¡Oh, qué triste situación! Pedid instantemente a Dios que no os deje de su mano hasta tal extremo.
Jesucristo se acercó al difunto, tocó el féretro y, parados quienes lo llevaban, dijo al joven: ¡Yo te lo mando, levántate! En seguida se incorporó el muerto en las andas, se quitó el sudario y empezó a hablar. Jesús le entregó a su madre.
Esas palabras dan a conocer los medios que deben emplearse para recobrar la gracia de la vocación.
El primero es acudir a la oración para instar a Jesucristo a que se acerque a nosotros.
El segundo, atajar el curso de todos los pensamientos que nos han llevado al borde del precipicio.
El tercero, escuchar la voz de Jesucristo, que nos habla por nuestros superiores.
El cuarto, elevarnos hacia Dios tan pronto como oímos su palabra.
De ese modo recobraremos insensiblemente el espíritu de nuestro estado, y comenzaremos nuevamente a cumplir los deberes que nos impone. Jesucristo nos entregará enseguida a nuestra madre, que es la Comunidad a la que vivimos incorporados. Ella nos mirará inmediata mente como hijos suyos muy queridos, y seremos para nuestros hermanos motivo de consuelo y edificación.
Ved ahí lo que deben hacer quienes han perdido o se han puesto a pique de perder su vocación, y por con siguiente la gracia de Dios, y de caer en los excesos que son consecuencia inevitable de tal pérdida.
De ese modo recobraremos insensiblemente el espíritu de nuestro estado, y comenzaremos nuevamente a cumplir los deberes que nos impone. Jesucristo nos entregará enseguida a nuestra madre, que es la Comunidad a la que vivimos incorporados. Ella nos mirará inmediata mente como hijos suyos muy queridos, y seremos para nuestros hermanos motivo de consuelo y edificación.
Ved ahí lo que deben hacer quienes han perdido o se han puesto a pique de perder su vocación, y por con siguiente la gracia de Dios, y de caer en los excesos que son consecuencia inevitable de tal pérdida.