19 de septiembre
San Genero, obispo y compañeros, mártires
En este tercer día del triduo, se
celebra la fiesta liturgia de San Genaro obispo que junto con otros compañeros
sufrió el martirio por dar testimonio de la fe.
La fama de este santo se extiende a
casi toda la Iglesia por el milagro que se renueva cada año en tres ocasiones
ante la vista de los fieles, y es que una reliquia de su sangre, seca, y
totalmente muerta, se licua y recupera el color vivo de la sangre, dentro de
una ampolla encerrada de cristal.
El sacerdote afirma: ¡Se ha producido
el milagro! Y entona el Te Deum dando
gracias a Dios por prodigio tan
maravilloso.
San Genero y sus compañeros, como
todos los mártires de la historia de la Iglesia, fueron acusados y condenados a
muerte por su condición de cristianos. De una u otra forma, los acusadores les
invitaron a renunciar a la fe, a apostar de Jesucristo, a negar su condición de
cristianos.
Pero ellos, confiando en aquel que
puede darles el premio de la vida eterna, no tuvieron miedo en entregar su vida
y derramar su sangre dando testimonio así de su fe en Jesucristo, Hijo de Dios,
Salvador de mundo, único Dios.
Quizás, no haya pasado por la cabeza,
el pensamiento de que estos mártires podrían haber salvado su vida, haciendo un
paripé o diciendo una pequeña mentira, siendo un poco hipócritas… como tantas
veces en nuestro mundo se actúa. Pero la
fe de los mártires estaba tan arraiga en su corazón, que haber faltado mínimamente
a ella, hubiese sido el mayor pecado que hubiesen cometido.
Hemos en estos dos días hablado acerca
de la fe: fe que recibimos porque Dios se manifiesta a nosotros y actúa en
nuestra historia, fe que va acompañada de la confianza y abandono en Dios,
Padre providente.
Tenemos que recordar que la fe, es el
don más grande que Dios nos ha dado después de la vida, y podríamos decir: para
qué querríamos la vida, si no tuviésemos fe. Sin duda, el hombre justo vive por
la fe, y sin ella todo carece de sentido.
Ella es un tesoro que Dios nos ha entregado,
la ha depositado en nuestra vasija de barro, con sus gracias actuales
constantemente las cuida… la fe es un don gratuito de Dios, que el infunde en
nuestra alma por el bautismo, por el que hemos de dar gracias cada día.
Padre Pío hablaba de la fe como una
luz, estrella y antorcha: “esta luz y esta estrella y esta antorcha son también
las que iluminan tu alma, dirigen tus pasos
para que no vaciles, fortifican tu espíritu en el afecto a Dios y (hacen
que), sin que el alma las conozca, se avance siempre hacia el destino eterno.”
La fe nos eleva a las alturas de la
misma Verdad que es Dios, nos abre a los horizontes de la eternidad poniendo
nuestros deseos en el Bien supremo que es
Dios. La fe nos hace contemplar la realidad con unos ojos nuevos,
comprendiendo la belleza de aquel que es el más bello de los hijos de los
hombres y que dejó su huella en toda la creación. La fe nos hace amar la bondad
por aquel que es la misma Bondad. Esto
si que es vida, por eso: el justo vive por la fe, porque ya en esta vida
comienza a gustar de la vida con mayúsculas, la vida eterna.
Pero no hemos de olvidar que es una
semilla que Dios ha sembrado en nuestra alma y que nosotros tenemos deber de
cultivar, regar, cuidar… en la fe, hay una parte que nos toca a nosotros, el
asentir de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad a Dios que se nos revela
y el deber de conocerla y profundizar en ella. “Dad razones de vuestra fe” –decía
a los primero cristianos el apóstol san Pedro. Pero para poder dar razones de
ella, hemos de preocuparnos por llegar a una comprensión cada vez mayor, a
través de la oración, el estudio y la meditación.
La fe viva no puede ser mantenerse
anónima y oculta.
Jesús le dijo a los apóstoles: “Lo que
os digo en lo interior de vuestro corazón, habladlo en la luz; y lo que os he
dicho al oído de vuestra almas, proclamadlo desde las azoteas.”
Una gran tentación para el cristiano
de hoy es callarse su fe, querer aparentar ser del mundo… muchos cristianos
quieren vivir ocultos a los ojos del mundo sin que nadie sepa su condición. Las
razones pueden ser múltiples: la pusilanimidad, los miedos, los respetos
humanos, la cobardía, la vergüenza, la hipocresía…
Pero, hemos de pedir a Dios con toda
humildad la fortaleza de los mártires: esa fortaleza que les llevó a dar
testimonio de la fe en medio de la persecución, del rechazo… El apóstol nos
invitaba en la epístola a recordar su testimonio:
"Expuestos públicamente a humillaciones y pruebas, tuvieron que
participar del sufrimiento de otros que fueron tratados de esta manera. 34.
Sufrieron con los que iban a la cárcel, les quitaron sus bienes, y lo aceptaron
gozosos, sabiendo que les esperaba una riqueza mejor y más duradera.” Heb 10,
33-34
Es necesario dar testimonio de nuestra fe en cada momento y en todas las
circunstancias. Y, sabéis ¿cuándo el testimonio de fe es más grande y elocuente?
Nos responde Padre Pío:
“La profesión de fe más bella es la
que sale de tus labios en la obscuridad, en el sacrificio, en el dolor, en el
esfuerzo supremo por buscar decididamente el bien; es la que, como un rayo,
disipa las tinieblas de tu alma; es la que, en el relampaguear de la tormenta,
te levanta y te conduce a Dios (CE, 57).”
Sí, disipa las tinieblas de nuestros
corazones y nos conduce a Dios, pero no solo a nosotros, sino también a
aquellos que lo escuchan, ven o lo conocen. Por eso, siempre se ha dicho, que
la sangre de los mártires, es semilla de nuevos cristianos.
No sabemos si tendremos la dicha de
sufrir un día el martirio por la fe, pero si no es así, pidamos que el martirio
cotidiano de la pruebas, de las dificultades, de la enfermedad sea sangre derramada
sobre las almas y sea causa de que muchos otros se conviertan, lleguen a la fe
y profesen con su labios: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.