30 DE ABRIL
SANTA CATALINA DE SIENA
VIRGEN (1347-1380)
EN un relato sumario como el presente no es posible calar hondo en la personalidad de un santo, máxime si tiene una psicología tan profunda y misteriosa como la de Catalina de Siena, en la que los raptos más sublimes alternan, de manera desconcertante, con la vida de acción. Pero esta enigmática dualidad de Ja Santa se desdobla y aclara, siquiera a media luz, en el magnífico cuadro de Fra Bartolomeo —el número 1008, por más señas— existente en el Museo del Louvre. En primer plano aparece la Madona en trono regio, con el Niño en los brazos; a sus plantas, de rodillas, Santa Catalina recibe de manos de Jesús el anillo de los místicos desposorios; al fondo se ve a Santo Domingo y a San Francisco de Asís fundidos en risueño abrazo, símbolo hermoso de la fraternidad cristiana ; más allá, canta el Rey Profeta al son de su arpa, mientras que el Príncipe de los Apóstoles se adelanta para señalar a la heroína que —cual otra Genoveva de París— va a combatir por los sagrados derechos de la Iglesia y de la Patria...
Acción y contemplación: he ahí, en definitiva, sus rasgos cardinales; porque, Santa Catalina —divina mistión de paz inalterable y de energía indómita — es al mismo tiempo profetisa y reformadora, oráculo de reyes y papas, maestra iluminada en las vías de la perfección, prodigio de penitencia y víctima- de amor de Dios.
El Libro de su Vida —escrito por su confesor, Padre Raimundo de Capua— ocupa en los Bolandistas ciento veintiséis páginas; es documento de probada autenticidad, en el cual nos apoyamos confiados. Según él, nace la Santa en la ciudad de Siena —Toscana —, el 25 de marzo de 1347. Sus padres —Diego y Lapá— son personas honorables, de mediana condición. Tan agraciada y dulce es la niña, que en familia le dan el nombre de una de las Gracias: Eufrosina; aunque mejor le cuadra el suyo propio, pues significa pura, inmaculada. No había cumplido todavía los seis años cuando se manifestó en ella el sello de la elección divina por medio de un éxtasis. A partir de entonces, el cielo le abre de par en par sus puertas misteriosas y le entrega la llave de todos sus secretos. A los siete, hace voto de perpetua virginidad y empieza los primeros ensayos de vida anacorética, con alarma de la «simplicísima» Lapa, que no comprende las santas extravagancias de su hija. Para distraerla de lo que ella cree una obsesión, la obliga a ayudar a la sirvienta en los más viles oficios de la casa. Catalina se somete sin decir palabra, y obra en todo con maravillosa paz y alegría de espíritu, labrando en su tierno corazón una como celdilla o secreto retraimiento, en donde mora y conversa con el divino Esposo.
Pasan algunos años. La niña deja de serlo, y se piensa en desposarla. Pero ella no quiere oír hablar de eso, y, como señal de su determinación, sacrifica su linda cabellera rubia. La lucha dura hasta que un día, estando la joven en oración, ven sus padres una paloma blanca sobre su cabeza: «Que nadie atormente en adelante a mi hija amadísima —dice don Diego con gravedad— dejémosla que sirva a su Esposo libremente, a fin de que interceda por nosotros». Y Catalina se hace mantellata, es decir, Hermana Terciaria de Santo Domingo. Tiene diecisiete años.
Por la escala de la penitencia y de la tentación —ascética, ruda y seca — la Virgen de Siena asciende rápidamente a las últimas moradas del castillo interior. Entonces las visiones y revelaciones se hacen más frecuentes, los prodigios suceden a los prodigios: profecías, ayunos de meses, ruidosas conversiones, curas milagrosas, permuta de corazón entre Jesús y Catalina, estigmatización, muerte mística…
«No puedes serme útil en nada —le manifiesta el Señor— en cambio, te es posible socorrer al prójimo». Desde este momento la contemplativa se trueca en mujer de acción, sin dejar de ser contemplativa. Su caridad, por ejemplo, raya en lo sublime.
Un rasgo. Cierto día topa con un mendigo. «¡Ay, hermano! —le dice la Santa—, no llevo ni un maravedí». El pobre insiste: «Ese manto algo valdrá...». «Tenéis razón» —responde Catalina— Y le da el manto. Luego dice a los que la acompañan: «Prefiero que me hallen sin manto, antes que sin caridad».
Pero lo más desconcertante en ella —lo repetimos— es su misma vida: esa actividad extraordinaria, unida a la más alta contemplación, y su sabiduría sobrehumana. Sus escritos son auténticos milagros. En el libro de la Providencia expresa altísimos y no aprendidos conceptos teológicos; el Diálogo, lo mismo que sus actitudes todas, tiene el encanto de una serena y naciente poesía, y en las ciento noventa y cuatro Cartas que escribe a diversos personajes, habla al dictado del Espíritu Santo.
El influjo de Catalina en la política de su tiempo fue decisivo, avasallador. Hablan las fechas: en 1363 interviene en la pacificación de la República de Siena; en 1375 gana los estados de Luca y Pisa para la causa del Papa; en 1376 logra la traslación de la Corte pontificia de Aviñón a Roma, y en 1378 media con fortuna entre Génova y Gregorio XI...
La muerte la sorprendió en Roma, el 29 de abril de 1380. Estaba en la plenitud de su vigor y actividad —¡tenía sólo treinta y tres años!—. A imitación de Jesucristo, había cumplido la difícil misión de pasar por el mundo como un ángel de paz, sin rozar la tierra con sus alas purísimas.