martes, 22 de abril de 2025

23 DE ABRIL. SAN JORGE, MÁRTIR (+303)

 


23 DE ABRIL

SAN JORGE

MÁRTIR (+303)

LA figura prócer de San Jorge ha sido desnaturalizada por la fantasía oriental. La misma leyenda del dragón —inmortalizada en la pintura—, no parece sino un símbolo de su martirio o de su vida animosa y entera, tremolante de santas indignaciones. En este sentido, los vivos perfiles de los lienzos de Rafael, Rubens y Tintoretto, son geniales. Pero el enigma aparece flagrante y claro en el mármol labrado por Donatello para Or San Michele de Florencia, y al que Vasari dedica esta loa: «He aquí —dice— la figura viviente del héroe cristiano. Esta cabeza, noblemente altiva, resume toda la belleza de su juventud, toda la bizarría de su alma, todo el ardor de su corazón. ¡Qué gallarda actitud! Nunca he visto tan armonizadas la naturaleza y el arte».

Y dice verdad. San Jorge, cuya vida, en el aspecto histórico y hagiográfico, ofrece una semblanza casi anónima y de misterioso silencio, halla en Donate110 su perfil ideal, sobrio y heroico. El mismo que quisiéramos lograr nosotros, haciendo, naturalmente, caso omiso de las biografías apócrifas, que son las que han desfocado su fisonomía en el tiempo...

El nacimiento de San Jorge se señala hacia el año 280 en la ciudad palestina de Lidda —Dióspolis— o en Mitilene de Capadocia, que tampoco en este punto se han puesto de acuerdo hagiógrafos e historiadores. En cambio, conciertan en asignarle una ascendencia cristiana y aristocrática. Su carrera —la más noble entonces, la de las armas— es rápida y brillante. Militar bizarro y leal, caballero sin tacha, escala, en plena juventud, las más altas dignidades: la de tribuno y consejero imperial de Diocleciano; cristiano de arraigadas creencias, defensor de la justicia y atleta de la Fe, teje sobre sus triunfos militares la corona inmarcesible del martirio —Megalomártir o el gran Mártir, le llaman los griegos— portaestandarte, en fin, de la victoria, defensor de la Iglesia, tutelar de los Caballeros cristianos —en España existió la Orden de San Jorge de Alfana — es Y será siempre, al lado de San Miguel y Santiago —ahí está la Historia—estrella indefectible y campeón invicto en la lucha contra el error y la injusticia, a cuyo amparo viven esperanzados los pueblos de Dios.

Iba a comenzar el siglo IV. Diocleciano, recién llegado a Nicomedia, hizo público un rabioso edicto, por el que se ordenaba demoler los templos cristianos, perseguir sin miramiento a los fieles y eliminarlos sistemáticamente del ejército, de las dignidades y de los cargos administrativos. Eusebio de Cesarea y Lactancio afirman que dicho decreto fue destruido en la plaza pública por un joven; y algunos aventuran la opinión de que ese joven era Jorge, el Tribuno. Nada Sabemos; pero, sin duda, en este momento entra el Megalomártir en escena: en la escena sublime que culminará con la apoteosis del martirio. Su figura—magnífica en todas sus proyecciones, como en el mármol de Donatello—adquiere plenitud heroica...

Se ha reunido el consejo de dignatarios y altos jefes militares. Preside el Emperador. Al tribuno Jorge le corresponde ahora hacer uso de la palabra. Lo ha estado esperando con impaciencia y con indignación. Pletórico de fortaleza cristiana, se levanta para dar la cara por sus hermanos en la Fe. Sabe que se juega la vida, pero ¿qué importa? Se la ha jugado tantas veces...

—Pregunto, oh, Diocleciano, ¿por qué han de violarse vírgenes inocentes? ¿Por qué se han de sacrificar niños indefensos? ¿Por qué han de ser compelidos a adorar a los falsos dioses? ¿No adoráis vosotros a vuestros ídolos? Entonces, ¿por qué los cristianos no pueden adorar a su Dios, que es el único verdadero? ¿Por qué? ¿Por qué?

La sorpresa del Emperador no es para descrita.

—Tribuno Jorge, ¿cómo te atreves a hablar así en mi presencia?

— Porque soy cristiano y no puedo sufrir más tus vejaciones.

—Piensa lo que dices, joven; mira por tu vida y por tu porvenir.

—Mi vida es Cristo, y mi porvenir, también. Sólo de Él espero la victoria. Con esto quiero decirte que pierdes el tiempo, si pretendes que le traicione. ¿Promesas? ¿Amenazas? Es lo mismo: todos tus beneficios son vanos y tus presentes semejantes al humo que el viento disipa. Si a ti te he servido con fidelidad, figúrate cómo serviré a mi Dios, que ojalá fuera también el tuyo. Por lo demás, no echaré de menos los honores que me has concedido hasta el presente, pues aspiro a la gloria eterna.

El castigo —castigo terrible— no se hizo esperar. Escribe un historiador con piadosa hipérbole, que Jorge sufrió mil muertes, una tras otra. Pasó por todos los grados de la tortura: la rueda dentada, la flagelación con nervios de buey, el borceguí de hierro, el brebaje amargo, el fuego, la cal viva... La leyenda le atribuye numerosos milagros, que no registra la Historia. Tampoco son necesarios. ¿Dónde milagro más estupendo que su fortaleza sobrehumana y sus cánticos de alegría en medio de tan horrendos tormentos? Diocleciano dictó, al fin, sentencia de muerte contra el tribuno Jorge. El verdugo tomó el hacha y le asestó el golpe de gracia, que fue el golpe de gloria de este campeón sin par, que murió en plena juventud feliz y victorioso, para convertirse en símbolo y argumento de la fortaleza cristiana y de la fuerza vital del Cristianismo...