22 DE ABRIL
SANTA SENORINA
ABADESA (924-982)
UNA constelación espléndida de Santos brilla en el firmamento de la Iglesia de Braga, capital del antiguo reino de Galicia, la bella tierra «entre Douro e Minho» —la tierra blanca o verdemar, que interpreta San Isidoro—, ofrenda pródiga y galante de los Cielos…
Fúlgida estrella de esta constelación gloriosa es Santa Senorina. Pero séanos permitido no llamarla así. Este nombre resulta demasiado frío, lejano, indefinible. Para hacerla más nuestra, la llamaremos Flor: ¿No es verdad que su vida ignota y sencilla, macerada y milagrosa, se parece a la de la violeta?
Hela aquí.
Nace en el año 924. Su padre, Rufo, Adulfo o Abulso Belfajar o Belfajer, es Conde y señor de las tierras de Basto y San Juan de Vieira —en la diócesis bracarense— y su madre, Teresa, hermana de Gonzalo Soario, militar prestigioso que ha sacado la espada por los reyes de León. Desgajada del tronco materno a poco de nacer, Senorina —nuestra Flor— es trasplantada al vergel de la vida religiosa —al convento benedictino de San Juan de Vieira— para que florezca en virtud y ciencia, bajo la mano sabia y maternal de su tía, la abadesa Godina.
Como la flecha busca el blanco, así Senorina busca a Dios desde que pone el pie en el monasterio. Vuela con alas angélicas hacia la cumbre de la virtud. Reza como un querubín y se mortifica cual la mujer más pecadora del mundo. Las monjas, maravilladas, empiezan a mirarse en ella como en espejo de perfección. ¡Y no es más que una simple colegiala!...
De boca en boca andaba ya el nombre de Senorina. Todos pregonaban su belleza, sus prendas naturales y, sobre todo, su santidad. Un día la vio un noble caballero, y le faltó tiempo para pedir su mano al Conde. Don Rufo se atrevió a insinuárselo a su hija. La respuesta de la Santa —sencilla, pero firme— fue digna de sus pensamientos nobilísimos:
—He elegido por esposo a Jesucristo y sería cosa abominable posponerle a otro alguno; así que no me separarán de su divino amor, ni el afecto de un joven apasionado, ni las riquezas todas de este mundo, ni las instancias de un padre tan bueno como tú.
El Conde está admirado de lo que acaba de oír. Le parece caso maravilloso que palabras tan maduras salgan de labios tan juveniles. Está admirado y orgulloso, al mismo tiempo.
—Hija mía del alma —le dice entre sollozos de emoción—, sigue tu camino. Bien sabes cuánto te quiero, y estas lágrimas no me dejan mentir; pero Dios te quiere más que yo...
El Cielo aprueba milagrosamente la gallarda y cristiana actitud del Conde, y Senorina —cortada para el claustro— viste el hábito benedictino en San Juan de Vieira.
Ahora lee y relee con. fruición santa las Actas de los Mártires. De vez en vez, interrumpe la lectura para meditar. Poco a poco, su alma va adquiriendo el temple heroico que se transparenta en estas páginas, chorreantes de sangre y de luz arrebatadora. También ella quisiera ser mártir. La sola idea de que nunca lo será la sumerge en profunda melancolía.
Pero Godina, que ha explorado la causa de su tristeza, le da esta sabia lección: La vida religiosa es un auténtico martirio; un martirio lento, prolongado, muy meritorio a los ojos de Dios. El mártir, hija mía, roba el cielo, por decirlo así, en un arranque supremo de generosidad; el monje lo conquista a punta de lanza, caminando toda la vida sobre las ascuas de las pasiones, sobre las espinas de la penitencia. Y su triunfo —triunfo de fe, de sacrificio y de caridad— es eterno, como flor de un rosal enraizado en Dios...
Feliz descubrimiento. A partir de aquel día, Senorina emprendió con tanto rigor ese género de martirio que consiste en crucificar la carne en la cruz del dolor y del sacrificio voluntario, que algunos martirologios llegan hasta darle el nombre de mártir.
Han pasado algunos años. Senorina es ahora la Abadesa del monasterio; porque, muerta su tía, las monjas no han querido a otra por superiora. Pero sigue siendo la misma: Flor de santidad. Siempre tan mortificada, tan abatida, tan exacta. Si en algo se distingue de las demás, es en ser más santa que todas. Así lo corrobora el Cielo con testimonio de milagros.
He aquí dos originalísimos:
Camina la Santa con algunas Hermanas por tierras de Carracedo. En dulce apartamiento se ponen a rezar. En el vecino charcal croan las ranas, tercas, monótonas, desacordadas. Y las Hermanas se distraen. Senorina interrumpe el rezo y manda a los batracios que se callen. Las ranas, obedientes, desaparecen para siempre del charcal.
La Comunidad reza en el coro, y las monjas oyen cánticos celestiales. Senorina explica el misterio de las jubilosas armonías «En este instante —dice — sube al cielo mi santo pariente Rosendo, en Celanova». La realidad demostrará el carácter sobrenatural de la profecía...
La misma muerte de la Santa fue un idilio milagroso. Requerida por la voz deleitosa del Amado —Veni, Sponsa Christi—, se preparó para la partida con fervor seráfico; y el 22 de abril del año 982, la bella Flor de «entre Douro e Minho», radiante el rostro con prodigiosa lozanía, fue trasplantada al cielo por los ángeles. Aún deshoja sobre la tierra la corola de sus favores...