lunes, 25 de septiembre de 2017

PADRE PIO: La penitencia, respuesta de amor al amor Misericordioso.Homilía de tercer triduo



PADRE PIO: La penitencia, respuesta de amor al amor Misericordioso.
Homilía de tercer triduo
Continuamos nuestro camino de preparación a la fiesta del Padre Pío, guiados por sus enseñanzas.  El Evangelio de hoy, viernes de las témporas de septiembre, nos invita a considerar nuevamente el pecado, la conversión y la penitencia.
Una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro lleno de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume.
Aquella mujer, aun siendo pecadora, sobreponiéndose a los temores y respetos humanos, se pone en camino para postrarse ante aquel que es la misma Misericordia, Jesucristo, el Hijo de Dios. No teme su juicio, pues espera en su misericordia. No le importa el juicio de sus vecinos, porque el único juez es aquel que ha dicho: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos.
Postrándose ante Jesús realiza todo un rito sagrado. No dice nada. Pero sus acciones expresan con mucha más elocuencia: su arrepentimiento, su dolor por haber pecado y el amor que tiene a aquel que ha venido a darle la salvación y el perdón de los pecados.
Si Dios odia el pecado, lo detesta y el pecado es lo más antagónico a su santidad, ¿por qué lo permite?
¿Por qué permitió el primer pecado de nuestros primeros padres? ¿Por qué consiente que los hombres pequen una y otra vez? Podría simplemente con quererlo hacernos desaparecer la faz de la tierra. Podría hacer caer rayos y centellas sobre nuestras cabezas.
En primer lugar, Dios lo permite porque nos ha hecho libres. Nos hizo libres para amarle, pero corriendo el riesgo de que nos quisiésemos amarle. Nos concedió la libertad arriesgándose a que la usásemos mal y nos rebelásemos contra él. Por amor y para que le amásemos, nos hizo libres.
Dios consiente el pecado, porque incluso este mal puede ser causa de una bien mayor para nosotros. Consideremos que es Dios mismo el que nos concede el arrepentimiento de nuestro pecado así como el dolor de haberle ofendido. Incluso el pecado sirve para que aun quede todavía más engrandecida la gloria y la omnipotencia divina, al perdonarnos nuestro pecado. Su perdón es la manifestación de su amor eterno que en palabras del apóstol San Pablo: Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites.
El pecado, como nos decía el Padre Pío, cuando va acompañado de una verdadera contrición, llega a “convertirse en peldaño que nos acerca, que nos eleva, que de forma segura nos conduce a él.”
Lo vemos en esta mujer pecadora del Evangelio y tantos testimonios que a lo largo de la historia de la Iglesia. El pecado fue ocasión para la conversión y para manifestar en adelante un mayor amor. “Mucho se le ha perdonado, porque mucho amado.” Ojalá fuese así también en nosotros.
Porque es cierto, el pecado puede convertirse en un peldaño que nos lleva a amar, pero pongamos atención: cuando no hay en nosotros verdadero arrepentimiento, cuando no detestamos con odio el pecado, cuando no hay en nosotros firme propósito de no volver a ofender a Dios, y nuestras confesiones se convierten en una autojustificación o en una búsqueda egoísta de tranquilidad de conciencia; el pecado repetido engendra el vicio, endurece el corazón, ciega la inteligencia y nos lleva a más pecados en un camino seguro hacia el infierno. ¡Sí! El infierno es el destino de nuestro pecado, que nosotros escogemos libremente.
¿En qué consiste el infierno? Nos lo dice el Catecismo: “Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras «Alejaos de mí, malditos al fuego eterno» (Mt 25,41)
Párate hoy a pensar. Pon tu vida delante de Dios. Piensa como ha sido y has vivido hasta hoy y cómo quieres que sea a partir de hoy mismo. No depongas tu conversión. No cierres tu oído y endurezcas tu corazón a la voz de Cristo misericordioso que te llama a sí. “Aún admitiendo que hubieras cometido todos los pecados de este mundo, -dice el Padre Pío: Jesús te repite: te son perdonados tus muchos pecados porque has amado mucho.” Póstrate a sus pies, llora tus pecados, como aquella mujer pecadora y encontrarás el perdón y el amor de aquel que es la misma Misericordia y que se goza en perdonarnos.
El mismo Padre Pío decía de sí mismo: “Yo no me cansaré de orar a Jesús. Es verdad que mis oraciones son más dignas de castigo que de premio, porque he disgustado demasiado a Jesús con mis incontables pecados; pero, al final, Jesús se apiadará de mí.”
“Mucho se la ha perdonado, porque ha amado mucho.”  ¿Cómo manifestar el amor a Dios? La respuesta adecuada al amor y al perdón de Dios es la penitencia. Esta nace de un corazón verdaderamente arrepentido. El catecismo dice que la penitencia es el dinamismo –el movimiento- del «corazón contrito», movido por la gracia divina a responder al amor misericordioso de Dios. Implica el dolor y el rechazo de los pecados cometidos, el firme propósito de no pecar más, y la confianza en la ayuda de Dios. Se alimenta de la esperanza en la misericordia divina.
Esta penitencia no es simplemente un sentimiento, sino que necesariamente ha de expresarse en nuestras obras y en nuestra vida de formas muy variadas, pero no hemos por ello de desestimar las expresiones tradicionales del ayuno, la oración y la limosna, que han de estar presente no solo en Cuaresma sino durante todo el año.
¿Cuánta penitencia hago? ¿Qué penitencias hago a lo largo del día?  Sería una buena pregunta para conocer realmente el estado de mi amor a Dios.
Por último, algunos (incluso eclesiásticos y los que se autodenominan teólogos) usando la frase de Jesús “Mucho se la ha perdonado, porque ha amado mucho”, quieren justificar formas de vida totalmente contrarias a la ley natural y a los mandamientos de Dios. Llaman  “amor” a hábitos y formas de vida desordenados guiados no por la recta razón y por la fe, sino guiados por sus instintos y de malas pasiones. No tergiversemos el Evangelio de Jesucristo: El odia el pecado y nunca lo justifica. Él es misericordioso y justo; y por tanto no nos engaña. Nos muestra la verdad con caridad, y ejerce con nosotros su amor pero en la verdad.  Aquella mujer mereció el perdón de sus muchos pecados, porque arrepentida hizo penitencia, es decir, amó mucho. Por ello, pudo escuchar de Jesús: Han quedado perdonados tus pecados.
 “Siento –decía el Padre Pío-, siento cada vez más la imperiosa necesidad de entregarme con más confianza a la misericordia divina y de poner sólo en Dios toda mi esperanza.” Ojalá nosotros sintamos también como él este impulso de la mujer del evangelio y vivamos este santo abandono en la esperanza.
Con el Padre Pío rogamos a Nuestra Madre del cielo: “Madre mía, infunde en mí aquel amor que ardía en tu corazón por él; en mí, que, cubierto de miserias, admiro en ti el misterio de tu inmaculada concepción y que ardientemente deseo que, por ese misterio, purifiques mi corazón para amar a mi Dios y a tu Dios, mi mente para elevarme hasta él y contemplarlo, adorarlo y servirlo en espíritu y verdad, el cuerpo para que sea su tabernáculo menos indigno de poseerlo cuando se digne venir a mí en la santa comunión.”