miércoles, 8 de octubre de 2025

9 DE OCTUBRE. SAN LUIS BELTRÁN, APÓSTOL DE COLOMBIA (1525-1561)

 


09 DE OCTUBRE

SAN LUIS BELTRÁN

APÓSTOL DE COLOMBIA (1525-1561)

EL fervor de aventura que en aquellos días imperiales hizo en España héroes de gañanes, también arraigó en los conventos, aunque el motivo fue muy distinto. Los primeros iban en busca del oro y de la gloria —¿qué otra cosa prometió Cortés a los trece de la fama?—; los frailes, «movidos del amor de Nuestro Señor y con deseo de la propagación de la Fe y ccnversión de àquella gentilidad», con ansias de fundir a los hombres todos en un haz de amor, según la teoría tridentina. Por eso los aventureros de la Cruz, los santos, los mártires, los apóstoles —que con su audacia callada y pacífica ensancharon también la geografía—, se alzan por encima de los meros conquistadores, de los héroes a secas.

El Apóstol de Colombia, San Luis Beltrán, es uno de estos varones insignes que brillaron en. el firmamento de nuestro Imperio.

A Valencia cabe la gloria de haber sido su cielo el primero que ven los ojos del nuevo aventurero de Cristo, destinado a reproducir la portentosa vida de aquel «Ángel del Apocalipsis» —dominico, valenciano y pariente suyo — que se llamó Vicente Ferrer.

Y aquel primero de enero de 1525, Juan Luis Beltrán y Ángela Exarch exultaron de gozo con el nacimiento de su primogénito, Luis, niño raquítico y «muy llorador», pero dotado de un alma aristocrática y fina, que sería llama y rayo a la vez. Sobre la delicadeza de este cuerpo levantaría la Gracia el grandioso edificio de su futuro apostolado.

En el hogar —honrado y austero— siente Luis los primeros arrebatos de aventura oyendo de labios de sus padres las vidas de los santos; y el amor al sacrificio empieza a abrasar su alma.

Una vez se escapó de casa. Lo encontraron en Buñol. Dijo que iba en peregrinación a Santiago. Tenía once años. Unos diez atrás habían hecho Rodrigo y Teresa la misma angelical travesura. A los quince años está a punto de malograrse su futura ruta de apóstol. Su padre le niega el permiso para- entrar en la Orden de Predicadores, por miedo a que un trabajo intelectual intenso arruine su menguada salud. Pero Dios tiene recortado su calendario, y, «hollando la carne y la sangre», viste el blanco cendal dominicano el 26 de agosto de 1544. Ésta es su elección, su meta, su guía. El claustro de Santo Domingo le promete un mediodía radiante, sin nubes de imperfecciones. Noviciado que es alba de santidad. Recias y peregrinas penitencias, muy superiores a su naturaleza. Estudiante afanoso, modelo. Ideal santo de ciencia y virtud, armas del Hermano Predicador. Su maestro de novicios dice un día de él: «Luis será en Valencia otro San Vicente Ferrer». ¡Donosa profecía!

En 1547 la unción sacerdotal corona la más bella ilusión de su vida. A los veintitrés años Luis Beltrán es prior del convento de Lombay. A los veinticinco, maestro de novicios. Maestro tan perfecto en la ciencia de los santos, que lo reeligen hasta seis veces. Su carácter entero, inflexible, no es óbice para que todos le amen, porque saben que también su sangre riega el pavimento, que por encima de todo pone la caridad, y que, si reparte disciplinas, es «porque no lleven al purgatorio sus defectos».

Pero también él es hijo de su siglo..., y, un día, su alma grande se le dilata hasta el otro lado del océano. Embarca en Sevilla en 1562. Colombia —entonces Nueva Granada— recuerda aún las maravillosas proezas de su Apóstol, San Luis Beltrán. No sabe poner límites a la inmensa caridad de su corazón. Con hambre, sed, pobreza y privaciones de todo género, recorre las provincias de Tubaca, Cipacón, Paluate, Mompós, Tuncaro, Serta, Santa Marta, Tenerife, y las islas de Tabago y Guyena. Es difícil precisar el número de sus conversiones. Su vida está avalorada por el atractivo irresistible de lo sobrenatural. Tiene el don de milagros, de lenguas y de profecía. Es invulnerable al veneno, a las serpientes, a las flechas envenenadas, a las armas de los que, por no oír la reprensión de sus injusticias, quieren arrebatarle la vida. El Rosario es en sus manos panacea universal. Ante los indios que no quieren escucharle, se abraza a un árbol y deja estampada en él la cruz. Comiendo con unos encomenderos, exprime el pan, que mana sangre, y les dice: «Éste es el sudor de los pobres indios». Luego uno de ellos disparará contra el Santo, y el proyectil se convertirá también en crucifijo. Ni las riquezas, ni la tiranía consiguen doblegar la entereza de este gran misionero, al que Colombia puede llamar con legítimo orgullo su primer Apóstol, su Padre en la Fe.

En 1570 Luis Beltrán regresa a España. De nuevo le vemos prior y maestro de novicios. Ahora, con su experiencia, es maestro de héroes. Intima con Juan de Ribera, con Nicolás Factor, con Teresa de Jesús. Siguiendo los pasos de Vicente Ferrer, reanuda sus predicaciones en el Reino de Valencia. Los pueblos le oyen como a un ángel y son testigos de su activísima y taumatúrgica santidad. Pero su labor está ya realizada. El cuerpo macerado y flaco, ergástulo del alma, ya no le sostiene, porque «en él invernaron todos los trabajos y enfermedades hasta que llegó la primavera de la gloria».

Fue ésta el 9 de octubre de 1581, en brazos del Beato Juan de Ribera. «El relámpago cincuenta años preso en aquella carne mezquina, salió de ella iluminando la habitación». Y el nombre de Luis Beltrán pasó a la lista de las grandes figuras españolas del apostolado.