1.º Cuán glorioso fue el triunfo de María cuando subió al cielo. 2.º Cuán excelso es el trono en que fue colocada.
Parecería
justo que en este día de la Asunción de María al cielo la santa Iglesia
nos invitase más bien a llorar que no a regocijarnos, según dice San
Bernardo(1), porque nuestra dulce Madre se va de este mundo, y nos deja
privados de su amada presencia. Pero no; la Iglesia nos invita a
alegrarnos, y con razón; pues si amamos a esta nuestra Madre, debemos
alegrarnos más de su gloria que de nuestro propio consuelo. ¿Qué hijo no
experimenta una satisfacción, aunque haya de separarse de su madre, si
ésta va a tomar posesión de un reino? María va hoy a ser coronada Reina
del cielo, y ¿no nos hallaremos transportados de júbilo, si
verdaderamente la amamos? Para consolarnos más de su exaltación
consideremos: Primero, cuán glorioso fue el triunfo de María cuando
subió al cielo. Segundo, cuán excelso es el trono en que fue colocada.
PUNTO I
Después
que Jesucristo nuestro Salvador cumplió la obra de nuestra redención
con su muerte, los Angeles anhelaban tenerle en su patria celestial, por
lo que en sus oraciones le repetían incesantemente estas palabras de
David: "Levántate, oh Señor, y ven al lugar de tu reposo, tú y el arca
de tu santidad"(2). Así puntualmente hace hablar a los Angeles San
Bernardino de Sena. "Levantaos, Señor, ahora que ya habéis redimido a
los hombres, venid a vuestro reino con nosotros, y conducid también con
Vos el arca viva de vuestra santificación, esto es, vuestra Madre, que
fue el arca santificada por Vos que habitasteis en su seno"(3). Por esto
se dignó al fin el Señor condescender a los deseos de la corte
celestial, llanando a María al cielo. Mas si quiso que el arca del
Testamento fuese introducida con gran pompa en la ciudad de David;
dispuso que su Madre entrase en el cielo con otra pompa más noble y
gloriosa. El profeta Elías fue transportado al cielo en un carro de
fuego, que según los intérpretes no fue otra cosa más que un grupo de
Angeles que le levantaron de la tierra; "mas para conduciros al cielo,
oh Madre de Dios — dice el abad Ruperto —, no bastó un solo grupo de
Angeles, sino que vino a acompañaros el mismo Rey del cielo con toda su
corte".
Del
mismo modo de pensar es San Bernardino de Sena, siendo de opinión que
Jesucristo para honrar el triunfo de María vino El mismo del cielo a
encontrarla y acompañarla; "para cuyo objeto —dice San Anselmo — , quiso
el Redentor subir al cielo antes que llegase allá su Madre, no sólo
para prepararle el trono en aquel palacio, sino también para hacer más
gloriosa su entrada en el paraíso, acompañándola El mismo junto con
todos los espíritus bienaventurados"(4). De aquí es que meditando San
Pedro Damiano sobre el esplendor de la Asunción de María al cielo dice
que la hallaremos más gloriosa que la Ascensión de Jesucristo, porque
tan sólo los Angeles salieron al encuentro del Redentor, pero la
bienaventurada Virgen subió a la gloria con la compañía del mismo Señor
de la gloria, que había ido a recibirla, y la de los santos Angeles(5).
Por lo que el abad Guérrico hace hablar así sobre esto al Verbo Divino:
"Para glorificar a mi Padre bajé del cielo a la tierra; pero después
para honrar a mi Madre subí otra vez al cielo a fin de poder salirle al
encuentro y acompañarla con mi presencia al paraíso".
Consideremos,
pues, cómo vino ya el Salvador del cielo al encuentro de su Madre, y
luego que la vio le dijo para consolarla: "Levántate, apresúrate, amiga
mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, pues ya pasó el invierno"(6).
"Levántate, querida Madre, hermosa y pura paloma, deja este valle de
lágrimas en donde tanto has padecido por mi amor. Ven del Líbano, Esposa
mía, ven del Líbano, ven y serás coronada"(7). Ven en cuerpo y alma a
gozar la recompensa de tu santa vida. Si has padecido mucho en la
tierra, la gloria que yo te he preparado en el cielo es mucho mayor. Ven
allí a sentarte junto a mí, ven a recibir la corona que te daré de
Reina del universo. He aquí que María deja ya la tierra, y acordándose
de tantas gracias como allí recibió de su Señor, la mira con afecto y
compasión a la vez, por dejar en ella tantos pobres hijos expuestos a
tantas miserias y peligros. He aquí cómo Jesús le tiende la mano, y la
bienaventurada Madre ya se levanta en el aire y atraviesa las nubes y
las esferas. He aquí que llega ya a las puertas del cielo. Cuando los
monarcas hacen su entrada para tomar posesión del reino, no pasan por
las puertas de la ciudad, sino que o se quitan éstas, o pasan por encima
de ellas. Por esto los Angeles, cuando Jesucristo entró en el cielo,
decían: "Levantad, oh príncipes, vuestras puertas, y elevaos, oh puertas
de la eternidad, y entrará el Rey de la gloria"(8). Del mismo modo
ahora que María va a tomar posesión del reino de los cielos, los Angeles
que la acompañan gritan a los de dentro: "Presto, oh príncipes del
cielo, levantad, quitad las puertas, porque ha de entrar la Reina de la
gloria." Pero he aquí que entra ya María en la patria bienaventurada; y
al entrar y al verla tan hermosa y rodeada de gloria aquellos espíritus
celestiales preguntan a los Angeles que vienen de fuera, como contempla
Orígenes: "¿Quién es esta criatura tan bella que viene del desierto de
la tierra, lugar lleno de espinas y abrojos, pero que viene tan pura,
tan rica de virtudes, reclinada sobre su querido Señor que se digna con
tanto honor acompañarla? "¿Quién es? — contestan los Angeles que la
acompañan —. Esta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la
bendita entre las mujeres; la llena de gracia, la santa de las santas,
la querida de Dios, la Inmaculada, la paloma, las más hermosa de todas
las criaturas", y entonces todos aquellos bienaventurados espíritus
empiezan a bendecirla y alabarla cantando con más motivo que los hebreos
de Judith: "¡Ah Señora y Reina nuestra!, Vos sois la gloria del
paraíso, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros"(9).
"Seáis, pues, siempre bien venida, seáis siempre bendita, he aquí
vuestro reino; todos nosotros somos vuestros vasallos dispuestos a
obedeceros".
En
seguida acudieron a darle la bienvenida y a saludarla como a su Reina
todos los Santos que entonces se hallaban en el cielo. Vinieron las
santas Virgenes; viéronla las doncellas, y la aclamaron felicísima y
colmaron de alabanzas (10). Nosotras, — dijeron — , oh bienaventurada
Virgen, somos también reinas de este reino, pero Vos sois nuestra Reina,
porque fuisteis la primera en darnos el gran ejemplo de consagrar
nuestra virginidad a Dios; todas nosotras os bendecimos y damos
gracias." Vinieron luego los santos Confesores a saludar, como a su
maestra, a la que con su santa vida les había enseñado tan hermosas
virtudes. Vinieron también los santos Mártires a saludarla como a su
Reina, porque con su gran constancia en medio de los dolores de la
pasión de su Hijo les había enseñado y aun alcanzado con sus méritos la
fortaleza para dar la vida por la fe. Vino también Santiago, que era el
único de los Apóstoles que se hallaba entonces en el cielo, a darle
gracias de parte de los otros por los consuelos y auxilios que de Ella
habían recibido estando en la tierra. Vinieron después a saludarla los
profetas, los cuales le decían: "¡Ah Señora!, Vos fuisteis la figurada
en nuestras profecías." Vinieron los santos patriarcas y le decían: "¡Oh
María!, Vos fuisteis nuestra esperanza tanto y por tan largo tiempo de
nosotros suspirada." Mas los que entre éstos le tributaron gracias con
mayor afecto fueron nuestros primeros padres Adán y Eva. "¡Ah, Hija
querida! — le decían —. Vos habéis reparado el daño que nosotros
causamos al género humano; Vos habéis alcanzado para el mundo aquella
bendición que nosotros perdimos por nuestra culpa, por Vos nos hemos
salvado; seáis eternamente bendita".
En
seguida vino San Simeón a besarle los pies, recordándole con grán
alegría aquel día en que él recibió de sus manos al niño Jesús. Vinieron
San Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias por la
amorosa visita que Ella con tanta humildad y caridad les hizo en su
casa, y por medio de la cual recibieron tan grandes tesoros de gracias.
Vino San Juan Bautista a darle con mayor afecto las gracias de haberle
santificado con sus palabras. Mas ¿qué le dirían San Joaquín y Santa
Ana, sus queridos padres, cuando vinieron a saludarla? ¡Oh Dios mío!,
con qué ternura debieron bendecirla diciendo: "¡Ah, Hija querida! ¿qué
fortuna ha sido la nuestra de tener tal Hija? ¡Ah!, ahora eres nuestra
Reina, en calidad de Madre de nuestro Dios: como a tal te saludamos y
adoramos." Pero ¿quién puede comprender el afecto con que vino a
saludarla su querido esposo San José? ¿Quién podrá explicar jamás la
alegría que tuvo el santo patriarca al ver llegar a su Esposa al cielo
con tanto triunfo, y que había sido hecha Reina de todo el paraíso? Con
qué ternura debió decirle: "¡Ah Señora y Esposa mía! Y ¿cuándo podré yo
llegar a tributar debidamente gracias a nuestro Dios por haberme hecho
esposo de su verdadera Madre, que sois Vos? Por Vos merecí en la tierra
asistir en su niñez al Verbo encarnado, llevarle tantas veces en mis
brazos, y recibir de El tantas gracias especiales. Benditos sean los
momentos que pasé en mi vida sirviendo a Jesús y a Vos mi santa Esposa.
He aquí a nuestro Jesús, consolémonos, que ahora no se halla acostado en
un establo sobre el heno, como le vimos nacido en Belén; ya no vive
pobre y despreciado en una tienda, como vivió algún tiempo con nosotros
en Nazareth; no está clavado en un infame patíbulo, como en Jerusalén,
en donde murió por la salvación del mundo; sino que está sentado a la
derecha del Padre, como Rey y Señor del cielo y de la tierra. Y ahora
nosotros, Reina mía, no nos apartaremos de sus santos pies para
bendecirle y amarle por una eternidad".
Finalmente,
vinieron todos los Angeles a saludarla, y la gran Reina dio a todos las
gracias por su asistencia en la tierra, tributándolas especialmente al
arcángel San Gabriel, que fue el embajador feliz por medio del cual Ella
supo su dicha cuando vino a darle la noticia de ser hecha Madre de
Dios. Arrodillada después la humilde y santa Virgen adora la divina
Majestad, y abismada enteramente en el conocimiento de su nada, le da
gracias de todos los favores que por su bondad había recibido, y
especialmente de haberla hecho Madre del Verbo eterno. Figúrese
cualquiera, si le es posible, con qué amor la santísima Trinidad la
bendijo; qué acogida hizo el eterno Padre a su Hija, el Hijo a su Madre,
el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la corona participándole su
poder, el Hijo la sabiduría, el Espíritu Santo el amor. Y colocando las
tres Personas divinas el trono de María a la derecha de Jesús, la
declaran Reina universal del cielo y de la tierra, y mandan a los
Angeles y a todas las criaturas que la reconozcan por su Reina, y como a
tal la sirvan y obedezcan. Pasemos ahora a considerar cuán excelso fue
este trono en el cual María fue colocada en el cielo.