martes, 10 de agosto de 2021

DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA. San Alfonso María de Ligorio (II)

PUNTO II

Veamos ahora cómo sucedió su bienaventurada muerte. Después de la Ascensión de Jesucristo María quedó en la tierra para cuidar de la propagación de la fe. Por lo que los discípulos de Jesucristo acudían a Ella, que les resolvía las dudas, les confortaba en las persecuciones y les animaba a trabajar por la gloria de Dios y por la salvación de las almas redimidas. María accedió gustosa a permanecer en la tierra, conociendo que esta era la voluntad de Dios para bien de la Iglesia; sin embargo, no podía dejar de sentir la pena de verse privada de la presencia de su querido Hijo que se había subido al cielo. "En donde alguno cree que se halla su tesoro y su contento — dijo el Redentor —, allí se dirigen siempre su amor y los deseos de su corazón"(8). No teniendo, pues, María otro bien que Jesús que se hallaba en el cielo, allí dirigía todos sus deseos. "La celda de María fue el cielo", escribió Taulero(9), porque hacía de él su continua morada con el afecto: "su escuela fue la eternidad", desprendida siempre de los bienes temporales: "su ayo, la divina Verdad", obrando siempre con la luz divina: "su espejo, la Divinidad", porque solamente miraba a Dios para conformarse con su voluntad, y estaba dispuesta siempre a hacer lo que fuere de su agrado: "su adorno, la devoción", pues toda pertenecía al Señor. En una palabra, "el lugar y tesoro de su corazón únicamente era Dios". Ella procuraba consolar su corazón enamorado de tan dura ausencia recorriendo, según se refiere, los Santos Lugares de la Palestina, en donde el Hijo había estado durante su vida; visitaba con frecuencia ya el establo de Belén, en donde el Hijo había nacido; ya el taller de Nazareth, en que el Hijo había vivido muchos años en la pobreza y en el desprecio; ya el huerto de Gethsemaní, en donde comenzó su pasión; ya el pretorio de Pilatos, en donde fue azotado; ya el lugar donde fue coronado de espinas; pero más a menudo visitaba el Calvario en donde el Hijo expiró, y el Santo Sepulcro en donde depositó al fin su cuerpo. De este modo la tierna Madre procuraba aliviar la pena en su duro destierro; pero esto no bastaba para satisfacer su corazón, que no podía hallar su perfecto sosiego en este mundo, por lo que suspiraba incesantemente hacia su Señor, exclamando con David, pero con amor más ardiente: "¿Quién me diera las alas de la paloma para volar hacia mi Dios y hallar allí mi reposo?"(10). Como el ciervo herido desea la fuente, así mi alma herida de vuestro amor, oh Dios mío, os desea y suspira por Vos(11). ¡Ah! los suspiros de esta santa tortolilla no podían dejar de penetrar en el corazón de su Dios, que tanto la amaba; por lo que no queriendo El diferir por más tiempo el consuelo a su amada, oye sus deseos y la llama a su reino.

Refieren Cedreno(12), Nicéforo(13) y Metafraste(14) que el Señor, algunos días antes de la muerte, le envió el Angel San Gabriel, el mismo que le había anunciado en otro tiempo que Ella era la mujer bendita y escogida para Madre de Dios. "Señora y Reina mía —le dijo el Angel —, Dios ha oído ya vuestros santos deseos, me ha enviado a deciros que os preparéis a dejar la tierra, porque El os quiere consigo en el cielo. Venid, pues, a tomar posesión de vuestro reino, porque yo y todos sus santos ciudadanos os esperamos y deseamos." ¿Qué haría al oír tan feliz anuncio nuestra humildísima y santa Virgen sino abismarse mucho más en su humildad y repetir aquellas mismas palabras que contestó a San Gabriel cuando le anunció la divina maternidad? "He aquí la esclava del Señor; El por su mera bondad me ha elegido y hecho su Madre, ahora me llama al cielo. Yo no merecía ninguna de estas honras, mas ya que El quiere manifestar conmigo su infinita liberalidad, estoy dispuesta para ir a donde El quiera; cúmplase siempre en mí la voluntad de mi Dios y Señor."

Después de haber recibido este deseado aviso, lo participó a San Juan, quien podemos considerar con cuánto dolor y ternura lo oiría, cuando habiéndola asistido tantos años como hijo había ya disfrutado la celestial conversación de esta santísima Madre. Ella visitó después los Santos Lugares de Jerusalén despidiéndose tiernamente de ellos, en particular del Calvario en donde expiró su amado hijo, y luego se retiró a su pobre casa a prepararse para la muerte. Entre tanto no dejaban de ir con frecuencia los Angeles a saludar a su amada Reina, consolándose con saber que pronto la verían coronada en el cielo. Muchos autores refieren(15) que antes de morir se juntaron milagrosamente los Apóstoles y también parte de los discípulos, que acudieron de diversas partes donde se hallaban dispersos, y todos se reunieron en la habitación de María; por lo que viendo allí en su presencia a aquellos amados hijos les habló de este modo: "Queridos míos, mi Hijo me dejó por vuestro amor y para que os ayudase. La santa fe se halla ya ahora difundida por el mundo; el fruto de la divina semilla ya ha crecido; por lo que viendo mi Señor que mi asistencia ya no es necesaria en la tierra, y compadeciéndose de la pena que me causa su ausencia, ha oído mis deseos de salir de esta vida y de ir a verle en el cielo. Quedaos, pues, vosotros a trabajar por su gloria. Aunque yo os deje, no os deja mi corazón; llevaré y estará siempre conmigo el grande amor que os profeso. Voy al cielo a rogar por vosotros." Al oír tan dolorosa nueva, ¿quién podrá comprender jamás cuáles serían las lágrimas y los lamentos de aquellos santos discípulos, pensando que dentro de poco habían de separarse de su Madre? ¡Oh María, dirían todos ellos llorando, oh María, ya queréis dejarnos!, es verdad que este mundo no es un lugar digno y propio de Vos, y que nosotros no merecemos gozar la compañía de una Madre de Dios; pero acordaos que Vos sois nuestra Madre, que habéis sido nuestra maestra en las dudas, la consoladora en las angustias, nuestra fortaleza en las persecuciones, ¿y cómo podréis ahora abandonarnos, dejándonos solos sin vuestro consuelo en medio de tantos enemigos y de tantos combates? Perdimos en la tierra a nuestro Maestro y Padre Jesús, el cual se subió al cielo, y durante este tiempo Vos, Madre nuestra, habéis sido nuestro consuelo. ¿Cómo podéis Vos también dejarnos huérfanos de Padre y Madre? Señora nuestra, o quedaos con nosotros, o llevadnos en vuestra compañía. Así habla San Juan Damasceno(16). No, hijos míos, continuó diciendo la amorosa Reina, no es tal la voluntad de Dios: conformaos con lo que El tiene dispuesto de mí y de vosotros. Aún os queda que trabajar en la tierra para gloria de vuestro Redentor y para concluir vuestra eterna corona. Yo no os dejo abandonados, sino para ayudaros aún más con mi intercesión cerca de Dios en el cielo. Quedad contentos. Os recomiendo la santa Iglesia y las almas redimidas sea éste mi último adiós y el único recuerdo que os deje: hacedlo si me amáis: trabajad por las almas y por la gloria de mi Hijo, porque algún día nos veremos otra vez juntos en el cielo, para no separarnos en toda la eternidad.

Después les suplicó que sepultasen su cuerpo seguida su muerte, y les bendijo; ordenó a San Juan, como refiere el Damasceno, que diese dos vestidos a dos doncellas que la habían servido durante algún tiempo(17). Y después se arregló decentemente sobre su pobre camilla, en la que aguardó ansiosa la muerte, y con ella el ir al encuentro del divino Esposo, que luego debía ir a llevársela para conducirla al cielo. Mas he aquí que siente ya en el corazón un júbilo extraordinario por la llegada del Esposo, que la llena toda de una inmensa y nueva dulzura. Viendo los santos Apóstoles que María se hallaba próxima a partir de este mundo, renovando las lágrimas, se postraron todos en torno de su cama: unos le besaban sus santos pies, otros le pedían su especial bendición, otros le encomendaban alguna necesidad particular, y llorando todos amargamente sentíanse traspasados de dolor al haberse de separar para siempre en esta vida de su amada Señora. Y la amantísima Madre se compadecía de todos y consolaba a unos prometiéndoles su patrocinio, a otros bendiciéndoles con particular afecto, y a otros animándoles a la conversión del mundo, y llamando especialmente a San Pedro, como a cabeza de la Iglesia y vicario de su Hijo, le encargó principalmente la propagación de la fe, prometiéndole desde el cielo una particular protección. Pero especialmente llamó después a San Juan, el cual más que todos los otros experimentaba un dolor cruel al tener que separarse de aquella santa Madre, y acordándose la agradecidísima Señora del afecto y atención con que este santo discípulo la había servido durante el tiempo que Ella había estado en la tierra después de la muerte del Hijo: "Juan mío —le dijo con gran ternura—, Juan mío, te doy gracias por lo mucho que me has asistido: hijo mío, puedes estar seguro de que no te seré ingrata. Aunque ahora te deje, voy a rogar por ti. Quédate en paz en esta vida hasta que nos volvamos a ver en el cielo, donde te espero. No te olvides de mí; en todas tus necesidades llámame en tu ayuda, que jamás me olvidaré de ti, hijo mío querido. Hijo, te bendigo, te dejo mi bendición, queda en paz. Adios."

Mas ya se aproxima la muerte de María. Habiendo el amor divino consumido con sus dichosas e intensas llamas los espíritus vitales, ya la celestial fénix en medio de tan voraz incendio va perdiendo la vida. Llegaban entonces legiones de Angeles a recibirla, como en acto de hallarse dispuestos para el gran triunfo con que debían acompañarla al cielo. Aunque María se consolaba a la vista de aquellos santos espíritus, sin embargo su consuelo no era cumplido, no viendo comparecer aún a su amado Jesús, que era todo el amor de su corazón; por lo que con frecuencia repetía a los Angeles que iban a saludarla: "Os conjuro, oh hijas de Jerusalén, que si hallareis a mi amado, le participéis que desfallezco de amor"(18). "Angeles santos, hermosos ciudadanos de la celestial Jerusalén, vosotros a escuadrones venís corteses a consolarme, y todos me consoláis con vuestra amable presencia; yo os doy gracias, pero todos vosotros apenas me contentáis, porque aún no veo a mi Hijo para consolarme. Si me amáis, volved al cielo, y decid de mi parte a mi amado que desfallezco de amor por El; decidle que venga, y que venga presto, porque yo muero con el vivo deseo que tengo de verle."

Mas he aquí que ya viene Jesús a recibir a su Madre para conducirla al cielo. Fue revelado a Santa Isabel que el Hijo se apareció a María antes de expirar, con la cruz en la mano, para manifestar la gloria especial que había alcanzado por medio de la redención y que por eternos siglos debía honrarle más que todos los hombres y que todos los Angeles. San Juan Damasceno refiere que el mismo Jesucristo la comulgó después por viático, diciéndole con amor: "Recibid, oh Madre mía, de mis manos aquel mismo cuerpo que Vos me disteis." Y habiendo recibido la Madre con sumo amor aquella última comunión, en sus postrimeros alientos le dijo: "Hijo, en vuestras manos encomiendo mi espíritu: os encomiendo esta alma que Vos criasteis por vuestra bondad, rica desde el principio de tantas gracias, y con especial privilegio conservada de toda mancha de culpa: os encomiendo mi cuerpo, del cual os dignasteis tomar carne y sangre: os encomiendo también estos mis hijos; ellos quedan afligidos con mi partida, consoladles Vos que les amáis más que yo; bendecidles y dadles fuerza para hacer cosas grandes para vuestra gloria" (19).

Habiendo llegado el fin de la vida de María se oyó en el aposento en que descansaba una grande armonía, como refiere San Jerónimo. Y a más de esto, según fue revelado a Santa Brígida, se vio aparecer un grande resplandor, y conocieron luego los Apóstoles que la partida de María estaba próxima, por lo que renovaron las lágrimas y las súplicas, y levantando las manos exclamaron todos a una voz: "¡Oh última bendición, no os olvidéis de nosotros miserables." Y volviendo María los ojos alrededor de todos, como despidiéndose por última vez: Adiós, hijos, les dijo "os bendigo, no dudéis, que no me olvidaré de vosotros." Vino entonces la muerte, no vestida de luto y de tristeza, como viene para los otros hombres, sino adornada de luz y de alegría. Pero ¡qué muerte!, ¡qué muerte!, mejor diremos que el divino amor vino a cortar el hilo de aquella noble vida. Y así como una lámpara que estando para extinguirse, entre los últimos resplandores de su vida arroja una luz más brillante y después expira, así la bella mariposa invitándola su Hijo a que le siga, sumergida en la llama de su caridad, y en medio de sus tiernos suspiros, da un suspiro más grande de amor, expira y muere; y quedando así libre de los lazos de esta vida, aquella alma sublime, aquella paloma del Señor, se elevó a la gloria bienaventurada, donde está sentada y lo estará como Reina del cielo por toda la eternidad.

María, pues, ha dejado ya la tierra, ya se halla en el cielo. Desde allá la piadosa Madre nos está mirando mientras estamos desterrados aún en este valle de lágrimas, se compadece de nuestras desgracias y nos promete su ayuda si la deseamos. Supliquémosle siempre que por los méritos de su dichosa muerte nos alcance una muerte feliz; y si fuese del agrado de Dios, que nos consiga la gracia de morir en un día de sábado, que es dedicado a su honor, o en algún día de la novena u octava de alguna de sus fiestas, como lo ha logrado a muchos de sus siervos, y particularmente a San Estanislao de Kostka, a quien alcanzó morir el día de su gloriosa Asunción, según refiere el padre Bartoli en su vida(20).