lunes, 9 de agosto de 2021

DE LA ASUNCIÓN DE MARIA. San Alfonso María de Ligorio (1)


 
DE LA ASUNCIÓN DE MARIA. San Alfonso María de Ligorio (1)

En este día la Iglesia se propone celebrar dos solemnidades en honor de María, a saber, una que tiene por objeto su feliz tránsito o salida de este mundo, y la otra su gloriosa Asunción al cielo. En el presente discurso trataremos de su muerte, y en el siguiente de su Asunción.

Cuán preciosa fue la muerte de María. 1.° Por las prerrogativas que la acompañaron. 2.° Por el modo con que sucedió

Siendo la muerte pena del pecado, parecía que la divina Madre, siendo santa y hallándose exenta de toda culpa, no debía estar sujeta a la muerte ni sufrir la misma suerte que los hijos de Adán inficionados del veneno del pecado. Mas, sea que Dios quiso que María se asemejase en un todo a Jesús, y que habiendo muerto el Hijo convenía que a su vez muriese la Madre, sea porque plugó a Dios dar a los justos un ejemplo de la muerte preciosa que les tiene preparada, quiso que también muriese la Virgen, pero con una muerte dulce y dichosa. Examinemos, pues, cuán preciosa fue la muerte de María. 1." Por las prerrogativas que la acompañaron. 2.° Por el modo con que sucedió.

PUNTO I

Comúnmente tres cosas hacen amarga la muerte: el apego a la tierra, el remordimiento de los pecados y la incertidumbre de la salvación. Pero la muerte de María estuvo del todo exenta de estas amarguras y acompañada de tres admirables prerrogativas que la hicieron preciosísima y dulce. Ella murió como había vivido, siempre enteramente desprendida de los bienes mundanos; murió con una perfecta paz de conciencia y con la certeza de la gloria eterna.

Y, en primer lugar, no hay duda que el apego a los bienes terrenos hace amarga y miserable la muerte de los mundanos, como dice el Espíritu Santo: " ¡Oh muerte, cuán amarga es tu memoria para el hombre que vive en paz en medio de sus riquezas!"(1) Mas, muriendo los Santos desprendidos de las cosas del mundo, lejos de ser amarga su muerte, es dulce, amable y preciosa, esto es, como explica San Bernardo, digna de comprarse a todo precio: "Dichosos los muertos que mueren en el Señor"(2). ¿Y quiénes son éstos que mueren estando ya muertos? Son precisamente aquellas almas afortunadas que pasan a la eternidad, hallándose ya desprendidas y como muertas para todos los afectos de las Cosas terrenas, habiendo hallado solamente en Dios todo su bien, como le había hallado San Francisco de Asís, que decía: "Dios mío y mi todo. Pero ¿qué alma hubo nunca más desprendida de las cosas del mundo y más unida a Dios como la hermosa alma de María? Estuvo desprendida de su familia, pues desde la edad de tres años en que las niñas están más unidas a sus padres y necesitan más de su auxilio, María les dejó con tanta resolución y fue a encerrarse en el templo para ocuparse exclusivamente en Dios. Estuvo desprendida de las riquezas, contentándose con vivir siempre pobre y sustentándose con el trabajo de sus manos; desprendida de los honores, amando la vida humilde y retirada, aunque le pertenecía el honor de ser Reina, por descender de los reyes de Israel. Ella misma reveló a Santa Isabel Benedictina que cuando sus padres la dejaron en el templo resolvió en su corazón no tener otro padre ni amar otro bien que a Dios".

San Juan vio figurada a María en aquella mujer vestida del sol, que tenía la luna debajo de sus pies(3). Por la luna entienden los intérpretes los bienes de este mundo que son caducos y menguan como la luna. Todos estos bienes jamás María los tuvo en su corazón, antes bien los despreció siempre y tuvo debajo de sus pies, viviendo en este mundo como tórtola solitaria en un desierto sin poner afecto en cosa alguna, de modo que de ella se dijo: "El arrullo de la tórtola se ha oído en nuestros campos"(4). Y en otro lugar: "Quién es esta que sube por el desierto?"(5). Por lo cual dice Ruperto: "Así subsiste por el desierto, teniendo el alma solitaria." Habiendo vivido, pues, María siempre desprendida de las cosas terrenas y solamente unida a Dios, no le era amarga la muerte, sino muy dulce y agradable, porque la unía más estrechamente a Dios con eterno vínculo en el cielo.

En segundo lugar, lo que hace preciosa la muerte de los justos es la paz de conciencia. Los pecados cometidos en vida son aquellos gusanos que más afligen y roen el corazón de los infelices pecadores moribundos, los cuales, debiendo entonces dentro de breve tiempo presentarse al divino tribunal, se ven rodeados en aquel momento de sus pecados que les amedrentan y gritan alrededor, como dice San Bernardo: "Somos obras tuyas, no te abandonaremos." María no pudo ciertamente ser afligida en la hora de su muerte por remordimiento alguno de conciencia, porque fue siempre santa, siempre pura y siempre exenta de toda sombra de culpa actual y original, por lo cual de Ella se dijo: "Toda tú eres hermosa, en ti no hay defecto alguno"(6). Desde que tuvo el uso de la razón, esto es, desde el primer instante de su Inmaculada Concepción en el vientre de Santa Ana, empezó a amar con todas sus fuerzas a su Dios, y prosiguió haciéndolo así, adelantando siempre en la perfección y en el amor durante su vida. Todos sus pensamientos, sus deseos y sus afectos sólo fueron de Dios; no profirió palabra, no hizo movimiento, no dirigió mirada ni respiro que no fuese por Dios y por su gloria, sin separarse ni olvidarse jamás un momento del amor divino. ¡Ah!, en la hora feliz de su muerte, su bienaventurado lecho rodeado de todas las bellas virtudes que practicó en vida, aquella fe tan constante, aquella confianza en Dios tan amorosa, aquella paciencia tan fuerte en medio de tantas penas, aquella mansedumbre, aquella piedad hacia las almas, aquel celo infatigable por la gloria divina y sobre todo aquel perfecto amor de Dios y aquella completa sumisión a su voluntad; todas estas virtudes la rodearon y consolaron diciéndole: "Somos obras tuyas, no te dejaremos." Señora y Madre nuestra, todas nosotras somos hijas de vuestro hermoso corazón; ahora que dejáis esta miserable vida, nosotras no queremos abandonaros, iremos también a formar un eterno cortejo honrándoos en el cielo, en donde Vos por nuestro medio habéis de ser Reina de todos los hombres y de todos los Angeles.

En tercer lugar, la certeza de la salvación eterna dulcifica la muerte. Esta se llama tránsito, porque se pasa de una vida breve a una vida eterna. Por lo que, así como es muy grande el miedo de aquellos que mueren inciertos de su salvación y se acercan al momento supremo con justo temor de pasar a una muerte eterna; así, al contrario, es muy grande la alegría de los Santos al terminar la vida, con la esperanza casi cierta de ir a poseer a Dios en el cielo. Una religiosa de Santa Teresa, a quien el médico anunció la proximidad de su muerte, tuvo tanta alegría que quedó admirada de que le diese tan feliz noticia, sin pedirle por ello ninguna recompensa. Hallándose San Lorenzo Justiniano en el trance de la muerte, y viendo a los de su familia que lloraban a su alrededor, les dijo: "Id a otra parte a llorar; si queréis permanecer aquí conmigo habéis de alegraros como me alegro yo de ver que va a abrírseme la puerta del cielo para unirme con mi Dios." San Pedro de Alcántara, San Luis Gonzaga y muchos otros Santos, al recibir la noticia de su muerte, dieron voces de júbilo; y, sin embargo, éstos no tenían la seguridad de alcanzar la divina gracia, ni estaban ciertos de su propia santidad, como lo estaba María. Pero ¿qué alegría debió experimentar la divina Madre al oír la noticia de su muerte, teniendo la certeza de gozar de la divina gracia, especialmente después que el arcángel San Gabriel le aseguró que estaba llena de ella y que poseía a Dios? Ella sabía muy bien que su corazón se abrasaba continuamente en el amor divino, de modo que, según San Bernardino de Bustos, María, por un privilegio especial no concedido a ningún otro Santo, amaba y estaba actualmente amando a Dios en todos los instantes de su vida, y con tanto ardor que, como dice San Bernardo, se necesitó un milagro continuo para que pudiese vivir en medio de tantas llamas.

En los sagrados Cantares ya se dijo de María: "¿Quién es esta que sube por el desierto como una columnita de humo, formada de perfumes, de mirra y de incienso y de toda clase de aromas?"(7). Su total mortificación figurada en la mirra, sus fervorosas oraciones significadas en el incienso, y todas sus santas virtudes unidas a su perfecto amor de Dios, encendían en Ella una llama tan intensa que, según escribió Ruperto, su hermosa alma, sacrificada y consumida por el amor, se elevaba continuamente a Dios como una columnita de perfumes, que por todas partes exhalaba suavísimo olor. Y Eustaquio añade con mayor expresión: "Y cual vivió la amante Virgen, tal murió. Así como el amor divino le dio la vida, así le dio la muerte, falleciendo, como comúnmente dicen los Doctores y los Santos Padres, no de ninguna enfermedad, sino por efecto del puro amor."