Domingo VII después de
Pentecostés 2019
“No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en
el reino de los cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre celestial,
ése es el que entrará en el reino de los cielos.”
Con estas palabras concluía el Evangelio de este
domingo. Una afirmación de Nuestro Señor Jesucristo, que nos sorprende, que no
nos deja indiferentes y que nos interroga. ¿Soy yo de esos que dicen “Señor,
Señor” y viven confiados ciegamente en que serán salvados? O, ¿soy de los que
hacen la voluntad del Padre?
Sin
duda alguna, el hombre tiene la obligación de dar culto a Dios, de invocarle y
alabarle, de rendirle gloria y acción de gracias, de ofrecerle sacrificios y
hacerle promesas y votos. Obligación que nace de la justicia y forma parte de
la virtud de la religión que nos ordena dar a Dios lo que es debido.
“Somos
su pueblo y ovejas de su rebaño”, a él le pertenecemos y a él debemos rendir
adoración. Así nos invita el salmo del introito en este domingo: “Batid palmas
todas las gentes; vitoread a Dios con voces de júbilo. Porque el Señor es el
Altísimo, el terrible; es el rey grande de toda la tierra.”
Esta
alabanza y culto a Dios ha de ser individual pero también social y público,
porque el hombre vive necesariamente y de forma indispensable en sociedad.
Muchos
hoy, –fruto del pensamiento filosófico pietista-, entienden y quieren reducir
la religión al ámbito de lo privado; considerando la manifestación pública de
la fe como algo impropio y sobretodo como una provocación y falta de respeto a
las minorías no creyentes o de religiones distintas.
Muchos,
por una falsa prudencia, por respetos humanos y querer agradar a los enemigos
acallan el nombre de Dios y dejan de cumplir con este deber de justicia,
convirtiéndose en “perros mudos”.
Recordemos
el testimonio de los mártires. Ellos no temieron el juicio del mundo ni la
muerte, no renunciaron a reconocer al Dios verdadero, a pesar de ir en ello su
vida. Alabaron a Dios con sus palabras y con sus obras, hasta el derramamiento
de su sangre.
No todo el que me dice:
¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la
voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los
cielos.”
Nuestro
Señor Jesucristo en el Evangelio de este día nos previene contra el peligro de
que nuestra vida religiosa –nuestra religión, o sea, nuestra relación con él- sea
simplemente una acción externa o una pura hipocresía.
Desde
niños, la gran mayoría hemos aprendido a invocar a Dios, nuestro Señor.
Nuestros padres, abuelos, sacerdotes… nos enseñaron las oraciones principales.
Aprendimos a base de repetir e imitar a aquellos que nos enseñaban. Pero ese
primer aprendizaje había de ir siendo asimilado en un proceso de maduración, crecimiento
e interiorización.
Es
lamentable como tantas veces nuestras oraciones son un simple reproducir
sonidos sin caer en la cuenta de los que estamos diciendo y a quien nos
dirigimos.
Así
como el alimento, no serviría de nada en nosotros, si al instante de comerlo,
fuese expulsado… así también toda la actividad espiritual y anímica, nuestras
oración y alabanza a Dios, si no es interiorizada queda simplemente como algo
externo a nosotros, como simple follaje, que no deja poso en nosotros, que no
arraiga y no fructifica.
San
Benito, conocedor de esta facilidad del hombre de quedarnos simplemente en lo
externo, avisa a sus monjes que han de dedicar largas horas al canto del oficio
divino dando así culto público a Dios, les dice: “Consideremos, pues, cómo
conviene estar en la presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y asistamos a
la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestra voz.”
“Que
nuestra mente concuerde con nuestra voz”: he aquí la empresa a la que hemos de
entregarnos para llegar al reino de los cielos, a la vida eterna. Nuestras
oraciones particulares y nuestra participación en el culto público de la
iglesia, han de servirnos para llegar a esta interiorización, a esta vida
interior donde cuerpo y alma con todas nuestras potencias, facultades y
capacidades sean una sinfonía armoniosa de alabanza a nuestro Creador y
Señor.
No todo el que me dice:
¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la
voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los
cielos.”
Esto
que hemos dicho acerca de la oración, lo debemos entender en general de toda
nuestra vida y de todas nuestras palabras y acciones.
Nuestro
Señor Jesucristo en el Evangelio llama falso profetas a aquellos que dicen
hablar en nombre de Dios pero sus frutos –su vida y sus obras- son incoherentes
y contradictorias. “Pienso de esta
manera, pero vivo de esta obra; digo tales cosas, pero realizo las contrarias…”
¡Cuántas
veces por nuestras incoherencias y malas acciones nos convertimos en motivo de
escándalo para los débiles o aquellos que no tienen fe!
Alguien
ha afirmado “que si vivimos, como no pensamos; terminaremos pensando cómo
vivimos.”
Por
eso, el cristiano ha de vivir en una reforma continúa. Nadie puede darse por
perfecto mientras dure su vida. En el peregrinar de la vida, hemos de estar continuamente
conformándonos a la voluntad de Dios: “El que
hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de
los cielos.”
Podemos dejarnos llevar por la tentación de querer
cambiar el evangelio, de querer reformarlo para adaptarlo a la medida de
nuestros deseos y caprichos; pero no seríamos más que falsos profetas. Somos
nosotros los que tenemos que convertirnos al Evangelio, a la voluntad de Dios.
No todo el que me dice:
¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la
voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los
cielos.”
¿Qué es la voluntad de Dios?
¿Cómo conocerla?
La voluntad de Dios se
manifiesta en su deseo de que tengamos vida eterna, su misma vida. “La voluntad
de Dios es vuestra santificación” 1 Tes 4,3
La voluntad de Dios es su
designio de salvación sobre toda la humanidad. “Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.”
1 Tim 2,4
Y para cumplir su voluntad, se
nos dió a conocer y se reveló.
En su pedagogía divina, fue
dando a conocer su voluntad.
En Jesucristo, nuestro Señor,
tenemos la voluntad de Dios revelada plenamente: Él es el camino, la verdad y
la vida. Es la Palabra del Padre.
Sólo en Jesucristo podemos
conocer la voluntad de Dios, lo que Dios quiere de nosotros. Sólo por medio de
Jesucristo y su gracia, podemos cumplir la voluntad del Padre.
La voluntad de Dios se
expresa concretamente en los mandamientos de su ley y los consejos de la
Sagrada Escritura.
En cada uno de nosotros, esos
mandmientos adquieren una concrección según nuestro estado de vida y son la
obligaciones inherentes a nuestra condición. Es su cumplimiento nos va el hacer
la voluntad de Dios y, en fin, nuestra santificación.
Hacer
la voluntad del Padre es lo Jesucristo nos enseñó a pedir en el padrenuestro:
Padre… hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Así como los ángeles y
la creación entera obedece a la ley de Dios, así también nosotros obedezcamos a
sus mandamientos.
Esta
petición, dice san Cipriano, hemos de entenderla como la súplica de ayuda para
que “nosotros podamos hacer lo que Dios quiere” que hagamos en cada momento y circunstancia
de la vida.
Para
poder hacer lo que Dios quiere de nosotros: primero tenemos que conocerlo. Y, ¿esto
cómo? Por el estudio de la fe y la moral. Hay que formarse y hay que crecer en
la fe y en su compresión. ¿Podríamos enumerar cuales son nuestras obligaciones según
nuestro estado de vida?
Para
hacer la voluntad de Dios, no sirve simplemente el esfuerzo humano. Es
necesaria la oración. Jesucristo nos los dejó claro. Hemos de pedir ayuda por
medio de la oración. El alma que ora llega por el Espíritu Santo a discernir
cuál es la voluntad de Dios y obtiene constancia para cumplirla y perseverar en
ella.
Con
la iglesia, humildemente pidamos en este día:
“Oh Dios que en tu providencia no te engañas en tus disposiciones;
te suplicamos apartes de nosotros todo lo dañoso –aquello que nos aparta de ti-,
y nos concedas todo lo saludable –que nos ayude a cumplir tu voluntad.
Señor, que tu acción curativa nos libre de nuestras
perversas tendencias –que tantas veces quieren separarnos de ti y luchan contra
tu voluntad- y nos guíe a obrar lo que es recto.
Que este sea nuestro vivo deseo: cumplir siempre y
en todo momento la voluntad de Dios. Que así sea.