domingo, 28 de julio de 2019

HACER LA VOLUNTAD DE DIOS. Homilía



Domingo VII después de Pentecostés 2019

“No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.”
Con estas palabras concluía el Evangelio de este domingo. Una afirmación de Nuestro Señor Jesucristo, que nos sorprende, que no nos deja indiferentes y que nos interroga. ¿Soy yo de esos que dicen “Señor, Señor” y viven confiados ciegamente en que serán salvados? O, ¿soy de los que hacen la voluntad del Padre?
Sin duda alguna, el hombre tiene la obligación de dar culto a Dios, de invocarle y alabarle, de rendirle gloria y acción de gracias, de ofrecerle sacrificios y hacerle promesas y votos. Obligación que nace de la justicia y forma parte de la virtud de la religión que nos ordena dar a Dios lo que es debido.
“Somos su pueblo y ovejas de su rebaño”, a él le pertenecemos y a él debemos rendir adoración. Así nos invita el salmo del introito en este domingo: “Batid palmas todas las gentes; vitoread a Dios con voces de júbilo. Porque el Señor es el Altísimo, el terrible; es el rey grande de toda la tierra.”
Esta alabanza y culto a Dios ha de ser individual pero también social y público, porque el hombre vive necesariamente y de forma indispensable en sociedad.
Muchos hoy, –fruto del pensamiento filosófico pietista-, entienden y quieren reducir la religión al ámbito de lo privado; considerando la manifestación pública de la fe como algo impropio y sobretodo como una provocación y falta de respeto a las minorías no creyentes o de religiones distintas.
Muchos, por una falsa prudencia, por respetos humanos y querer agradar a los enemigos acallan el nombre de Dios y dejan de cumplir con este deber de justicia, convirtiéndose en “perros mudos”.
Recordemos el testimonio de los mártires. Ellos no temieron el juicio del mundo ni la muerte, no renunciaron a reconocer al Dios verdadero, a pesar de ir en ello su vida. Alabaron a Dios con sus palabras y con sus obras, hasta el derramamiento de su sangre.

No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.”
Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio de este día nos previene contra el peligro de que nuestra vida religiosa –nuestra religión, o sea, nuestra relación con él- sea simplemente una acción externa o una pura hipocresía.
Desde niños, la gran mayoría hemos aprendido a invocar a Dios, nuestro Señor. Nuestros padres, abuelos, sacerdotes… nos enseñaron las oraciones principales. Aprendimos a base de repetir e imitar a aquellos que nos enseñaban. Pero ese primer aprendizaje había de ir siendo asimilado en un proceso de maduración, crecimiento e interiorización.
Es lamentable como tantas veces nuestras oraciones son un simple reproducir sonidos sin caer en la cuenta de los que estamos diciendo y a quien nos dirigimos.
Así como el alimento, no serviría de nada en nosotros, si al instante de comerlo, fuese expulsado… así también toda la actividad espiritual y anímica, nuestras oración y alabanza a Dios, si no es interiorizada queda simplemente como algo externo a nosotros, como simple follaje, que no deja poso en nosotros, que no arraiga y no fructifica.
San Benito, conocedor de esta facilidad del hombre de quedarnos simplemente en lo externo, avisa a sus monjes que han de dedicar largas horas al canto del oficio divino dando así culto público a Dios, les dice: “Consideremos, pues, cómo conviene estar en la presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y asistamos a la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestra voz.”
“Que nuestra mente concuerde con nuestra voz”: he aquí la empresa a la que hemos de entregarnos para llegar al reino de los cielos, a la vida eterna. Nuestras oraciones particulares y nuestra participación en el culto público de la iglesia, han de servirnos para llegar a esta interiorización, a esta vida interior donde cuerpo y alma con todas nuestras potencias, facultades y capacidades sean una sinfonía armoniosa de alabanza a nuestro Creador y Señor. 

No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.”
Esto que hemos dicho acerca de la oración, lo debemos entender en general de toda nuestra vida y de todas nuestras palabras y acciones.  
Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio llama falso profetas a aquellos que dicen hablar en nombre de Dios pero sus frutos –su vida y sus obras- son incoherentes y contradictorias.  “Pienso de esta manera, pero vivo de esta obra; digo tales cosas, pero realizo las contrarias…”
¡Cuántas veces por nuestras incoherencias y malas acciones nos convertimos en motivo de escándalo para los débiles o aquellos que no tienen fe!
Alguien ha afirmado “que si vivimos, como no pensamos; terminaremos pensando cómo vivimos.”
Por eso, el cristiano ha de vivir en una reforma continúa. Nadie puede darse por perfecto mientras dure su vida. En el peregrinar de la vida, hemos de estar continuamente conformándonos a la voluntad de Dios: “El que hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.”
Podemos dejarnos llevar por la tentación de querer cambiar el evangelio, de querer reformarlo para adaptarlo a la medida de nuestros deseos y caprichos; pero no seríamos más que falsos profetas. Somos nosotros los que tenemos que convertirnos al Evangelio, a la voluntad de Dios.

No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos; sino el que hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos.”
¿Qué es la voluntad de Dios? ¿Cómo conocerla?
La voluntad de Dios se manifiesta en su deseo de que tengamos vida eterna, su misma vida. “La voluntad de Dios es vuestra santificación” 1 Tes 4,3
La voluntad de Dios es su designio de salvación sobre toda la humanidad. “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.”  1 Tim 2,4
Y para cumplir su voluntad, se nos dió a conocer y se reveló.
En su pedagogía divina, fue dando a conocer su voluntad.
En Jesucristo, nuestro Señor, tenemos la voluntad de Dios revelada plenamente: Él es el camino, la verdad y la vida. Es la Palabra del Padre.
Sólo en Jesucristo podemos conocer la voluntad de Dios, lo que Dios quiere de nosotros. Sólo por medio de Jesucristo y su gracia, podemos cumplir la voluntad del Padre.
La voluntad de Dios se expresa concretamente en los mandamientos de su ley y los consejos de la Sagrada Escritura.
En cada uno de nosotros, esos mandmientos adquieren una concrección según nuestro estado de vida y son la obligaciones inherentes a nuestra condición. Es su cumplimiento nos va el hacer la voluntad de Dios y, en fin, nuestra santificación.
Hacer la voluntad del Padre es lo Jesucristo nos enseñó a pedir en el padrenuestro: Padre… hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Así como los ángeles y la creación entera obedece a la ley de Dios, así también nosotros obedezcamos a sus mandamientos.  
Esta petición, dice san Cipriano, hemos de entenderla como la súplica de ayuda para que “nosotros podamos hacer lo que Dios quiere” que hagamos en cada momento y circunstancia de la vida.
Para poder hacer lo que Dios quiere de nosotros: primero tenemos que conocerlo. Y, ¿esto cómo? Por el estudio de la fe y la moral. Hay que formarse y hay que crecer en la fe y en su compresión. ¿Podríamos enumerar cuales son nuestras obligaciones según nuestro estado de vida?  
Para hacer la voluntad de Dios, no sirve simplemente el esfuerzo humano. Es necesaria la oración. Jesucristo nos los dejó claro. Hemos de pedir ayuda por medio de la oración. El alma que ora llega por el Espíritu Santo a discernir cuál es la voluntad de Dios y obtiene constancia para cumplirla y perseverar en ella.
Con la iglesia, humildemente pidamos en este día:
“Oh Dios que en tu providencia no te engañas en tus disposiciones; te suplicamos apartes de nosotros todo lo dañoso –aquello que nos aparta de ti-, y nos concedas todo lo saludable –que nos ayude a cumplir tu voluntad.
Señor, que tu acción curativa nos libre de nuestras perversas tendencias –que tantas veces quieren separarnos de ti y luchan contra tu voluntad- y nos guíe a obrar lo que es recto.
Que este sea nuestro vivo deseo: cumplir siempre y en todo momento la voluntad de Dios. Que así sea.