domingo, 16 de diciembre de 2018

SED VOZ DE JESUCRISTO. San Juan Bautista de la Salle




MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO
San Juan Bautista de la Salle
Que quienes enseñan a otros no son más que la voz que prepara los corazones y que a solo Dios corresponde el disponerlos para recibirle.
Como los judíos enviasen a san Juan, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para preguntarle quién era y si era él el Cristo, Elías o el Profeta; después de decirles que no era ni el uno ni los otros, el Bautista agregó: Yo soy la voz del que clama en el desierto: enderezad los caminos del Señor (1).
San Juan, en su deseo de atribuir a Jesucristo toda la gloria en la conversión de las almas, por la que él mismo trabajaba sin tregua ni descanso, dice de sí que sólo era una voz que clamaba en el desierto; con lo cual quiere dar a entender que la sustancia de la doctrina por él enseñada no era suya; que lo predicado por él era realmente la palabra de Dios, y que él por su cuenta no era otra cosa sino la voz que la proclamaba.
Como la voz no pasa de ser un sonido que hiere los oídos para que pueda percibirse la palabra; así se limitaba san Juan a disponer a sus oyentes para que recibieran a Jesucristo.
Lo propio sucede con quienes enseñan a otros: no son más que la voz del que prepara los corazones a recibir a Jesucristo y su santa doctrina; pero, según dice san Pablo, quien los dispone a ellos para anunciarla no puede ser otro que Dios, el cual les otorga el don de hablar (2).
Así, pues, como enseña el mismo Apóstol, aún cuando hablaréis todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviereis caridad o, más bien, si no es Dios quien os mueve a hablar y quien se sirve de vuestra voz para hablar de Él y de sus sagrados misterios; no sois, como asegura también el mismo san Pablo, más que metal que suena o címbalo que retiñe (3); porque nada de cuanto digáis causará ningún buen efecto ni será a propósito para producir fruto alguno.
Humillémonos, pues, considerando que siendo sólo voz; no podemos decir nada por nosotros mismos que sea suficiente para obrar bien alguno en las almas, ni originar en ellas impresión que sea saludable: la voz no es de suyo más que sonido, del que no queda rastro luego de haber resonado en los aires; y nosotros no somos más que voz.
De Dios, cuya voz son, únicamente, los que enseñan, ha de proceder la palabra que Lo dé a conocer a quienes ellos instruyen. Luego, cuando hablan de Dios y de lo que a Él se refiere, es Dios mismo quien habla en ellos. Esa es la razón de que afirme san Pedro: Si alguno habla, hágalo de modo que siempre parezca ser Dios quien habla por su boca; el que tiene algún ministerio, ejercítelo como una virtud que Dios le comunica, a fin de que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo (4).
Y el mismo san Pedro, después de haber dicho en otro lugar, refiriéndose a la verdad que predicaba: No cesaré de amonestaros estas cosas, aunque la verdad en sí misma os es conocida y estáis en posesión de ella (5); añade: Tenemos en nuestro favor la palabra de los profetas, la cual está bien probada, y hacéis bien en adheriros a ella, porque es como una lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que amanezca el día y se levante la estrella de la mañana sobre nuestros corazones; porque no se hizo la profecía por la voluntad de los hombres en los tiempos pasados; puesto que ya sabemos que los hombres de Dios han hablado por inspiración del Espíritu Santo (6).
Ahora también, cuantos anuncian su reino, hablan movidos del Espíritu de Dios. Pero, si Dios se sirve de los hombres para hablar a los que son adoctrinados por ellos en las verdades cristianas, y para disponer sus corazones a rendirse a ellas; sólo a Dios, dice el Sabio, pertenece el guiar sus pasos (7), y dar a sus corazones la docilidad que necesitan para gustar las verdades santas que Dios les descubre.
Luego, no os contentéis con leer ni aprender de los hombres lo que debéis enseñar; sino pedid a Dios lo imprima en vosotros de tal manera, que nunca se os ocurra teneros ni estimaros sino como ministros de Dios y dispensadores de sus misterios, según afirma san Pablo (8).
En el cántico que entonó al nacer su hijo, san Zacarías, padre de san Juan Bautista, dice que la razón de que éste debiera ir delante de Jesucristo para prepararle los caminos, era dar a su pueblo la ciencia de la salud (9).
Pero esta ciencia no bastaba; era menester que Dios mismo, por Jesucristo Nuestro Señor, nos revelase el camino que debíamos seguir, y nos inspirase el deseo de ir en pos de su Hijo, aun cuando en esta vida gimamos a causa de la pesantez de nuestro cuerpo, porque anhelamos vernos libres de su esclavitud (10). Para eso precisamente nos creó Dios y nos ha dado en prenda el Espíritu Santo (11).
Luego, sólo a Dios pertenece enderezar hacia el cielo nuestros caminos, de modo que podamos llegar a él con seguridad. Y, por eso, se constituyó a Jesucristo, en cuanto Hijo de Dios, autor de nuestra eterna salvación.
Si, según el Profeta, la salvación viene de Dios (12); así también de El procede la perfección; pues, conforme escribe Santiago: Toda gracia excelente y todo don perfecto viene de arriba, y desciende del Padre de las luces (13).
Suplicad, pues, a Dios que os encamine a la gloria del cielo por la senda que Él mismo os trazó; y que os determine a abrazar la perfección de vuestro estado, ya que fue Dios mismo quien a él os condujo y quien, por consiguiente, ha querido y sigue queriendo que en él halléis el camino y los medios para santificaros.