MEDITACIÓN PARA EL PARA EL DOMINGO CUARTO DE ADVIENTO
San Juan Bautista de la Salle
Que
por la penitencia y la exención del pecado nos disponemos a recibir a
Jesucristo.
Recorría
san Juan, según nos dice el evangelio de hoy, toda la región próxima al Jordán,
predicando el bautismo de penitencia para la remisión de los pecados (1), con
el fin de preparar a los judíos para la venida de Jesucristo Nuestro Señor.
Con
tal proceder nos enseña el Santo que la principal de todas las disposiciones
que han de tenerse para recibir al Señor, es la penitencia y el alejamiento de
todo pecado. Y, por consiguiente, que a ella debemos aplicarnos especialmente,
porque la penitencia lava y purifica el alma de las manchas que la afean.
"Bautismo"
la llama sencillamente san León, y " bautismo doloroso " la denomina
a su ejemplo san Gregorio Nacianceno. Según san Ambrosio, David alude a este
bautismo cuando dice que se consumió de tanto gemir y suspirar; que lavaba
todas las noches su lecho con lágrimas y que bañaba con ellas el estrado en que
dormía (2).
Eso
deberíamos poder afirmar también nosotros, a imitación de David - pues no
tenemos menor necesidad que él de penitencia - si deseamos que venga a nosotros
Jesucristo. Por tanto, como dice la glosa, " expíe cada uno sus antiguos
pecados con la penitencia, a fin de acercarse a la salvación que había perdido,
y recobrar así la facilidad para volverse a Dios, de quien estaba
alejado".
De
ahí que dame Dios por un profeta: Convertíos a mí por el ayuno, las lágrimas y
los gemidos (3); porque éstos son, en verdad, los medios más seguros para
volver de nuevo a Dios cuando se le ha perdido. Son también los que más
contribuyen a conseguir la pureza de corazón, que con tanta insistencia pedía David
al Señor y que le obligaba a exclamar, dirigiéndose a Él: Lávame más y más de
mis iniquidades y purifícame de todos mis pecados (4).
Este
rey penitente estaba bien persuadido de que las manchas del alma pecadora sólo
pueden lavarse con lágrimas que manan del corazón humilde y contrito, como de
propia fuente.
Pidamos
con frecuencia a Dios la gracia de que nos lave tan perfectamente, que no
persista ya en nosotros rastro alguno de culpa. Y contribuyamos por nuestra
parte a ello con la penitencia que, para su expiación, practiquemos.
Dícese
de san Juan que predicaba la penitencia para la remisión de los pecados, por
ser ella la que consigue su perdón a quienes tienen a Dios ofendido, conforme
lo asegura san Pedro a los judíos en los Hechos de los Apóstoles: Haced
penitencia, les dice, y convertíos, para que vuestros pecados se os perdonen
(5)
Porque
ése es el fin propio de la penitencia: sólo ella puede aplacar el corazón de
Dios, irritado contra los pecadores, como lo atestigua Él mismo por Ezequiel con
estas palabras: Si el impío hiciere penitencia de todos sus pecados, si
guardare mis preceptos y obrare según equidad y justicia; no me acordaré Yo más
de sus iniquidades, ni éstas le serán ya imputadas (6).
Y
san Pedro, predicando al pueblo judío para anunciarle las verdades del
Evangelio, dice: Haced penitencia para obtener el perdón de los pecados (7).
Los
ninivitas, que tenían irritado al Cielo con sus desórdenes, lograron, según
afirma san Jerónimo, que Dios revocase la sentencia pronunciada contra ellos de
destruir su ciudad (8), gracias únicamente a la conversión de sus corazones,
rendidos a la predicación de Jonás y a las instancias del rey. Como agrega san
Ambrosio, no hallaron otro recurso para alejar las desdichas de que se veían
amenazados, sino ayunar de continuo, y cubrirse de saco y ceniza, para aplacar
la ira de Dios.
Ese
será el camino por donde conseguiréis también vosotros la remisión de todos los
pecados que cometisteis en el siglo, y de aquellos en que incurrís ahora todos
los días, en la casa de Dios. Pues, como dice san Jerónimo, Dios reitera
incesantemente a los hombres las amenazas que lanzó en otro tiempo contra los
ninivitas para que, como éstos se amedrentaron al escucharlas, del mismo modo
se muevan a penitencia los que viven ahora en el mundo. Aprovechémonos de tan
admirable ejemplo.
El
profeta Ezequiel nos advierte que la penitencia no sólo alcanza la remisión de
los pecados, sino que nos preserva, además, de caer en ellos, lo cual supone la
mayor felicidad que pueda gozarse en el mundo porque, después de haber dicho
que, si el impío hiciere penitencia, Dios no se acordará más de sus pecados
agrega: Vivirá practicando obras de justicia, y no morirá (9).
Por
eso resulta de sumo consuelo para nosotros lo que nos enseña san Pedro cuando
dice que, en el día de su advenimiento, el Señor " hallará en la paz del
alma a cuantos hubieren llevado dignos frutos de penitencia " (10), pues
se presentarán ante Él libres de culpa. Así aseguraron éstos su salvación,
según Teodoreto, y así supo también preservarse san Juan Bautista aun de los
pecados más leves, como la Iglesia canta de él; esto es, practicando la
penitencia.
Y
siguiendo ese camino de la penitencia, lograréis igualmente vosotros poneros en
gracia con el Señor y recibiréis, como añade san Pedro, el don del Espíritu
Santo (11), que os consolidará en el bien, merced a su permanencia en vosotros.
Este Espíritu Santo es el Espíritu de Jesucristo; pedidle que afiance de tal
manera vuestros corazones en el bien que, como quiere el mismo san Pedro, el
día de su venida os halle puros e irreprensibles a sus ojos (12).
Estad
sobre aviso para que, en el día de su advenimiento, no os dirija el reproche
que lanza san Juan en el Apocalipsis contra un obispo, cuando le dice: Has
decaído de tu primera caridad (13). Y, si os lo dirigiere, recordad, como se
dice también a ese obispo, el estado de donde caísteis, haced penitencia y
volved a la práctica de vuestras obras primeras (14).