viernes, 13 de junio de 2025

14 DE JUNIO. SAN BASILIO MAGNO, OBISPO Y DOCTOR (329-379)

 


14 DE JUNIO

SAN BASILIO MAGNO

OBISPO Y DOCTOR (329-379)

LA gloria de los sabios -no siempre fluye de un manantial legítimo, La gloria de los Santos, sí: porque radica, primordialmente, en el prestigio limpio y claro de su santidad. Por eso son siempre actuales; con esa actualidad palpitante que da la eterna lozanía de la virtud. Pero, si a la nota del santo se une la de sabio —como en el caso de San Basilio— entonces su figura entra de plano en el retablo de los grandes hombres.

Magno le llaman sus contemporáneos, y la Historia de todos los tiempos atestiguará que lo es: por su santidad, por su sabiduría, por sus calidades de doctor de la vida ascética, creador y teólogo de la cenobítica en Oriente, escritor profundo y fecundo, orador insigne, sostén de sus hermanos, baluarte de la fe...

Basilio viene al mundo en la ciudad de Cesarea de Capadocia, muy probablemente el año 329. Vástago de una familia de santos, recibe la virtud como en herencia. No es hipérbole: Macrina la Mayor, Basilio, Emilia, Macrina la Moza, Gregorio y Pedro —respectivamente su abuela, sus padres y hermanos— serán canonizados por la Iglesia. La primera educación de Basilio corre a cargo de su santa abuela, culta matrona también. Y en cuanto a la instrucción puramente científica, mientras no pasa a las escuelas, la recibe de su propio padre, retórico notable. Con cinco años más de estudio en Constantinopla y Atenas tocará la cumbre de la sabiduría y merecerá ser llamado el «Platón cristiano». Un hecho notable cabe señalar a su paso por las escuelas atenienses: su entrañable y decisiva amistad con San Gregorio Nacianceno. De este período de su brillante carrera nos habla el propio San Gregorio al hacer el panegírico de su amigo: «Ambos -- dice— teníamos las mismas aspiraciones e íbamos en pos del mismo tesoro la virtud. Sólo conocíamos dos caminos: el de la escuela y el de la iglesia».

El año 355 retorna Basilio a su patria y pone en Cesarea cátedra de elocuencia. Durante algún tiempo el humo fugaz de la gloria mundana nubla, siquiera levemente, el cielo claro de sus nobles ideales. Dios, empero, se vale de su santa hermana para dar a su vida un cauce más digno y elevado. «Pon, hermano, tus ojos en fortuna más verdadera —le dice un día Macrina— busca una felicidad que no esté sujeta a las veleidades de los hombres: examina con cuidado tu corazón, y mira si fuera de la virtud hay algo más digno de él y de la nobleza de tu alma». «Al oír estas palabras —comenta Basilio en una de sus encendidas epístolas— desperté como de un sueño profundo, vi claramente la admirable luz de la verdad evangélica y reconocí por primera vez cuán huera es la humana sabiduría».

A partir de este punto su vida cobra rango de epopeya: en la claridad divina del sol que le guía o en el ardor del fuego que le inmola, avanza siempre con inquebrantable resolución hacia la cumbre hermosa de la santidad. Nada es capaz de detenerle. Ordenado de sacerdote en 362, cierra su escuela, vende todos sus bienes, da el importe a los pobres y se retira la soledad. Visitando a los monjes de Siria y Egipto, le asalta una idea luminosa, inspirada: crear la vida monástica. Basilio no vacila en declararla superior a la anacorética; porque, sin mermar las austeridades, ofrece la gran ventaja de poder practicar el precepto fundamental del amor. Como insigne orfebre, recoge las místicas perlas esparcidas por Oriente —los solitarios— y las engarza con los hilos áureos de sus Reglas Mayores y Menores en un monasterio que funda al efecto junto a las claras aguas del Iris. En este apacible retiro del Ponto, a la sombra recoleta del claustro —«el ideal más puro del Cristianismo»—, Basilio es un hombre feliz. Cree haber encontrado su verdadero camino, y su vida se desliza plácidamente entre ayunos y rezos, entre estudios y trabajos manuales...

Pero un día, el celo de la gloria de Dios le saca de su aislamiento para enfrentarlo con los corifeos de la herejía. Éstos le señalan desde luego como a enemigo de cuenta; más, los fieles, viendo en él el símbolo auténtico de la intrepidez cristiana, lo sientan en la sede metropolitana de Cesarea, vacante por muerte del santo obispo Eusebio. Es el año 370 del Señor.

El pueblo cesariense no se ha equivocado. Basilio, por su temple —en el sentido ascético del vocablo— por su insigne probidad y sosiego, por su ciencia y virtud, es el hombre del momento; del hervoroso momento histórico. Ama la paz, y daría la vida por defenderla; pero no duda en afrontar la batalla contra el arrianismo, triunfante bajo la égida imperial de Valente. La milagrosa curación del hijo del Emperador le libra del destierro. La lucha, no obstante, se prolongará hasta su muerte.

La actividad de Basilio es inaudita: defiende la fe católica con la palabra y con la pluma —ahí están sus luminosos escritos—, predica el Evangelio integral, da sabias reglas a los monjes, y funda el hospital más antiguo del que tenemos noticia: el Basilias. ¡Ah, la caridad! ¡Acaso sea la virtud más eminente del «gran Predicador de la limosna»

San Basilio murió el año 379. en plena labor, agotado por los trabajos y las austeridades; «siendo inhumado en el sepulcro de sus mayores: con los obispos, el obispo; el mártir, con los mártires; con los predicadores, la gran voz que vibra todavía en mis oídos». Así decía San Gregorio en el panegírico de su santo amigo.