jueves, 12 de junio de 2025

13 DE JUNIO. SAN ANTONIO DE PADUA, FRANCISCANO Y DOCTOR (1195-1231)

 


13 DE JUNIO

SAN ANTONIO DE PADUA

FRANCISCANO Y DOCTOR (1195-1231)

NADA más placentero al alma devota que detenerse unos momentos en la alegre ruta evangélica abierta en la Historia por la figura dulce y carismática de esta nueva florecilla del jardín franciscano: el hermano Antonio de Padua y de Lisboa...

«Alégrate, ¡oh, feliz Lusitania! —dice Su Santidad Pío XII en la Carta apostólica Exulta, Lusitania felix—1946—, por la que declara a San Antonio Doctor de la Iglesia —regocíjate, ¡oh, Padua!, porque la tierra y el cielo os deben un hombre tal que, a guisa de astro luminoso, no menos claro por la santidad de la vida y por la insigne fama de los milagros que por el esplendor de la doctrina, iluminó y sigue iluminando a todo el universo...»

Tres palabras sin glosa —santidad, doctrina, milagros— le han bastado a Su Santidad para apuntar la estampa seráfica del sublime Taumaturgo. Son las mismas que traen algunos martirologios romanos, como en la edición procurada por los Padres Agustinos en Venecia —1498—, donde se lee: Celebérrimus est invita, miráculis et scientia: famosísimo por su vida, por sus milagros y por su ciencia. Con temor, pues, intentamos la semblanza. Será rápida, como su vida. Rápida y alucinante.

¿Antonio de Padua o de Lisboa? Antonio de Padua y de Lisboa. O, mejor, lo que dice la antífona: «Clara progenie de España, terror de los infieles y nueva luz de Italia; eres un tesoro inapreciable de Padua». Exacto: pues, si Lisboa le da la vida, Padua le da la gloria. ¡Y qué vida y qué gloria!

Sus progenitores —clara progenie, por la virtud y por la sangre— se llamaban Martín Bullones y Teresa Tavera. Él, hasta los veintiocho años, conservó el nombre de pila —Fernando— pero, al ingresar en la Orden Seráfica, tomó el de Antonio, con el que hoy es conocido y venerado en el mundo entero.

Se educó científicamente con los Canónigos Regulares de San Agustín; primero en Lisboa y luego en Coímbra, la ciudad clásica que ostenta rancio abolengo universitario. Allí, presenció emocionado la llegada apoteótica de las reliquias de los cinco Protomártires franciscanos, que acababan de dar la vida por Cristo en Marruecos. ¿Fue una embajada del cielo? Lo ignoramos; pero Fernando —el distinguido hospedero del convento agustino de Santa Cruz de Coímbra— sintió que se le abrasaba el alma en ansias de martirio.

Helo ya delante del Prior de San Antonio de los Olivares, el pobre convento de los Frailes Menores:

— Padre mío, si me prometéis enviarme a tierra de moros, me avengo a tomar el hábito de San Francisco.

El Prior se lo promete. Y Fernando ingresa en la Orden Seráfica. Tiene veinticinco años; porque estamos en el verano de 1220. Desde ahora y para siempre, se llamará Antonio. El Pobrecillo de Asís puede añadir una bella estrofa a su maravilloso «Cántico del Sol»:

... «Y alabado seáis también, Señor, por esta nueva florecilla: el lirio del Hermano Antonio de Padua y Lisboa, que en el cáliz de una vida inmaculada encenderá los pistilos de una palabra ardiente...»

Fray Antonio embarca para África en 1221, arrebatado por el ejemplo de los cinco Protomártires. La enfermedad le obliga a reembarcar, y una tempestad arrastra el navío hacia Sicilia. La Providencia guía sus pasos. De Sicilia al Capítulo de Nuestra Señora de los Ángeles, a Bolonia, al señero convento de Monte Paolo, a Forli... Aquí, la obediencia rompe los sellos de su boca de oro, dejando arrobados a sus Hermanos: es la primera revelación del incomparable predicador, que va a sacudir el alma adormecida de la alta Edad Media con el látigo de su lengua profética, con la antorcha viva de su santidad, con la caricia de sus innumerables y portentosos milagros. Francisco de Asís le llama «mi Obispo», y le ordena enseñar a sus compañeros y a sus hermanos los. hombres. Francia e Italia contemplan con asombro durante diez años su estampa de ángel, anonadadas por el temporal de prodigios con que subraya sus palabras. Manda sobre los elementos por el milagro y sobre las almas por el imperio de su santidad. Es el Taumaturgo por excelencia: resucita muertos, predica en dos sitios a un mismo tiempo y recibe tiernas caricias del Niño Jesús; caricias como las del pincel melodioso de Murillo, pero divinas.

¡Qué bella escena la de Rímini!

Era la única vez que no habían querido oírle los hombres. Antonio se fue a la ribera del mar y empezó a predicar a los peces: «Hermanos míos los peces, a vuestra manera también vosotros estáis obligados a dar gracias al Creador... Dios es bueno y generoso: os ha dado la vida, os ha multiplicado, os ha bendecido en vuestro palacio de cristal...». Y los pececillos sacaron la cabeza fuera del agua y le escucharon boquiabiertos. Pronto se supo el prodigio. Por el lado de la tierra empezaron a aparecer los hombres...

Otro día se fue a Padua. Allí oyó la voz de su Criador que le llamaba desde el cielo. Antonio cantó por última vez el O gloriosa Dómina y se marchó con los ángeles, diciendo: «Ya veo a Dios». Era el 13 de junio de 1231. Once meses después, el «Santo de los milagros», el «Látigo de los herejes», el «Arca del Testamento», el «Arsenal de las Sagradas Escrituras», el «Santo de todo el mundo», era canonizado por Gregorio IX.

Había pasado por la tierra acariciando al mundo, como una estrella fugaz enamorada de los hombres...