jueves, 17 de diciembre de 2020

Las Señales Del Espíritu de Jesucristo (85.1) Hora Santa Con San Pedro Julián Eymard.

 

Las Señales Del Espíritu de... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...

 

LAS SEÑALES DEL ESPÍRITU DE JESÚS (1)

 Hijo, observa con cuidado los movimientos de la naturaleza y de la gracia, porque son muy contrarios y sutiles; de manera que con dificultad son conocidos, sino por varones espirituales e interiormente iluminados” (Imit., L. III, c. LIV)

Hay en nosotros dos vidas: la natural y la sobrenatural. Una u otra debe necesariamente dominarnos. De ser la primera, somos culpables; si la segunda, todo va regulado y santificado por ella, que es la que lo corrige y ordena todo y todo lo purifica. Nuestra virtud consiste en mantener viva y robusta esta vida sobrenatural. Es menester que sepamos de qué espíritu somos movidos, si del espíritu de la gracia o del de la naturaleza. Hay momentos en que este discernimiento es muy difícil porque nos encontramos en lucha; el éxito dirá con qué espíritu obramos, cual es la vida que en nosotros reina.

Nada hay en el mundo que no sirva a la vida natural, la alimente, ensalce y glorifique; cuando de veras se quiere vivir de Dios, hay que valerse también de todos los actos y de todos los medios para conservar y aumentar la vida sobrenatural.

Si quisierais discernir los diversos movimientos que una y otra vida producen en nosotros, os aconsejaría que recurrierais al capítulo cincuenta y cuatro de la Imitación; sólo la humildad o la delicadeza hacen que nos atribuyamos todos los defectos en él indicados. Hay que ser mesurados en todo. Cierto que en nosotros laten en germen todas las malas inclinaciones; pero en la práctica no todos los defectos los tenemos. Pidamos a Dios nos dé a conocer los nuestros y haga que nos corrijamos sin precipitaciones ni desasosiegos. Si por nuestra parte somos fieles, la gracia de Dios nos guiará y llevará al triunfo la vida de Jesucristo en nosotros.

He aquí algunas señales de que se posee la vida sobrenatural, de que está sólidamente asentada en nosotros y dirige nuestra conducta:

1.º Primeramente la vida de Jesucristo domina la conciencia, la purifica y la separa del pecado. No se une con conciencias dudosas o culpables. Examinemos si vive en nosotros Jesús por la delicadeza de la conciencia. Si no tenemos odio al pecado, señal que no hay en nosotros espíritu de Jesucristo. Es preciso que la conciencia sea libre y clara, que el enemigo esté totalmente encadenado, sin que pueda enturbiar la limpidez de la conciencia, para lo cual hay que echar mano de la fuerza, emplear primero la fuerza contra sí mismo y contra el pecado. La dulzura vendrá después. Pronto indicaremos el carácter de esta fuerza. Veamos, por tanto, si nos desazona el pecado.

Si no, señal que somos forasteros y no hijos de la familia. Si no nos aflige el haber pecado y causado tristeza a nuestro Señor, el haber puesto entre Él y nosotros una barrera que nos impida hablar, es porque nuestro corazón está muerto.

2.º Cuando nuestra voluntad está en Él, nuestro Señor vive en nosotros, no ya tan sólo para evitar el pecado, lo cual bastaría para salvarnos, sino para cumplir cuanto nos pidiere.

Hay, con todo, aun en este segundo estado, casos en que la voluntad está en lucha contra el pecado y casos en que se queda en dudas y se ve inclinada al mal por la tentación; se encuentra entonces a oscuras y como trastornada. No se trata ya de experimentar buenos sentimientos, sino de fortalecer la voluntad contra el pecado, y contra los pecados más graves. Dios quiere este estado, por eso los santos se ven a veces entre querubines y a veces entre demonios.

No quiere Dios que olvidemos del todo la conciencia. Como la dulzura de su servicio nos lleva a perder de vista la conciencia, pues el corazón hace olvidar el combate, envíanos estos ataques que arremeten contra la misma voluntad. Ya no hay entonces lugar para el orgullo, pues el alma duda respecto de todo lo hecho hasta el presente; tan débil se siente que caería si Dios no le tuviera como de la mano. Es cosa humillante, pero provechosa, porque hace falta que veamos nuestro polvo; y algo de temor resulta necesario para evitar la multiplicación de casos de pereza. Estados son éstos más penosos que la misma aprehensión positiva del infierno.

El alma llora por Dios y sufre tanto cuanto haya amado hasta el presente y cuando más amada haya sido. Déjanos Dios en ese estado hasta que volvamos a nuestra miseria. Y la pobre alma dice entonces: ¿A dónde he ido a parar? ¿Qué sería de mí, si me hubiera abandonado Dios? ¿Hasta dónde no habría bajado, si Él no me hubiera detenido? –Este hermoso acto de humildad nos pone de nuevo de pie. Dios queda satisfecho y todo vuelve al orden.

Tenéis que contar con estos estados; por ellos tendréis que pasar. ¿Por ventura subís de continuo? Por eso necesitáis ser purificados. La prueba os vendrá a la hora de Dios. ¿Qué hacer en esos momentos? Coged la cruz, recurrid a la oración, que no es tiempo de huir. Hay almas que pasan por ella muy a menudo, tan pronto como les acontece caer en algún pecado del corazón, de afecto: así Dios las purifica.

Quizá digáis: De ser así, ellas mismas son culpables; culpa suya es si pasan por estas pruebas. ¡Eh! Lo que ocurre es que todavía no estamos en el paraíso. Puede que haya alguna falta suya, pero Dios se vale de eso y las pica para que vayan más pronto, para hacer derramar sangre y lágrimas, para hacer sitio.

Volvamos a lo que inquiríamos antes, a cuál es la segunda señal de que Jesucristo vive en nosotros. Fuera de esos estados de tentación de que acabamos de hablar, es el estar nuestra voluntad atada con la suya sin que nada quede libre. En nuestras adoraciones y oraciones hemos de fortalecer sin cesar esta voluntad de pertenecer a nuestro Señor, entregándosela de continuo. –¿Para qué? –Para todo lo que quiera, así ahora como más tarde.

Es un gran defecto de la piedad el empeñarse en querer un detalle; viene a faltar éste, otro se presenta en su lugar y acontece que nosotros no estamos preparados. Habéis de entregaros para todo.

¿Nada os dice Dios en este momento? ¡Qué más os da! Le pertenecéis mientras llegue el momento de que os hable. He aquí la verdadera señal de que Jesucristo vive en la voluntad. Si os encontráis en ese estado, vivís de Dios. La vida sobrenatural, la vida en Dios, es una vida de voluntad. Lo que el hombre acepta en su voluntad ante Dios es como si lo hubiera hecho y posee realmente el mérito de lo que ha querido. Estar a la disposición de Dios es obrar.

De modo que cuando el Señor manifiesta su voluntad particular, al punto la cumple uno, porque está preparado. ¡Poco da que agrade o repugne a la naturaleza! Salimos a cumplir la orden divina tan pronto como aparece a nuestra vista. El hombre espiritual está siempre contento, sea como fuere lo que Dios pida. En cuanto al natural, lo domamos con las espuelas. Es preciso que marche. ¿Qué no quiere ir? Hinquémosle las espuelas en los ijares. Por poco que eche de ver que sois débiles, os arrojará por tierra, en tanto que viendo lo fuerte que sois irá a pesar suyo. Evitemos, pues, ese defecto que consiste en querer saber lo que habremos de hacer a tal o cual hora. Siempre y para siempre habréis de ser para Dios. No ha de haber tiempo libre, así como tampoco lo hay en el cielo. Sin duda que el reglamento os prescribe varios ejercicios para horas fijas; pero en el intervalo debéis estar a disposición de Dios.

Hasta es imprudente querer prever de antemano sacrificios que Dios no exige más que para determinado momento; equivale ello a querer combatir sin armas. Aguardad a que Dios os los pida, que entonces os dará la gracia correspondiente. Dejad que fije Él mismo lo que hayáis de hacer; estad en el centro de la divina voluntad, y por lo que toca a las buenas obras que se os ofrezcan fuera de este divino querer, no hagáis caso de ellas. Si Dios no os pide nada, no hagáis nada; pues quiere que descanséis, dormid a sus pies.

3.º ¿Cuándo vive nuestro Señor en nuestro corazón? Cuando éste no encuentra felicidad ni gozo fuera de Dios. Este gozo no siempre lo sentimos, pues no pocas veces es crucificado; ni consiste en otra cosa el gozo de amar a Dios por encima de todo, por cuanto de la suerte viene el corazón a vivir en la vida divina más de sufrimiento que de alegría, y acaba por amar por Dios el sufrimiento y la cruz. Aun cuando sufre, la dicha del corazón consiste en ser de Dios; vive, no ya en sí mismo, sino en Dios.

No siempre es fácil reconocer la señal de que Dios vive en el corazón. Con objeto de que el amor crezca más y más, permite Dios que el corazón se vea entre tinieblas y le parezca que no ama lo bastante, lo cual le estimula y le mueve a amar con nuevos bríos, y creyendo que no llega a la meta redobla los esfuerzos.

4.º Para el entendimiento, en cambio, la cosa es más fácil; y hasta puede uno estar cierto de cuándo el espíritu vive de Dios. Más aún, la certidumbre de la propia vida sobrenatural prueba que la voluntad y el corazón viven de nuestro Señor, porque quien proporciona motivos y pensamientos que los mantengan en la vida sobrenatural y surte el hogar de leña es el entendimiento.

Y se tiene el entendimiento en Dios cuando el pensamiento de nuestro Señor es fijo, dominante, nutritivo y fecundo. ¿Pensáis habitualmente en nuestro Señor? Pues Jesucristo se encuentra en vuestro espíritu y en él vive; vive, por lo mismo que es dueño y legislador.

Si el entendimiento no vive en Dios ni nutre la vida sobrenatural, el corazón no procederá sino por saltos y la voluntad por ímpetus, en tanto que si los mantiene, la vida resulta sólida y continuada. Por eso deben las almas piadosas leer, meditar, proveerse de luz y de fuerzas. Y cuanto más interior, tanto más instruido debe ser uno, ya por medio de libros, ya por la meditación, ya por el mismo Dios. De la falta de instrucción dimana el que muchos que son cristianos y no reflexionan nunca, sean personas honradas, pero amantes por nada. Hay cierta piedad pueril, que, como no sea por representaciones pasajeras, nunca piensa en nuestro Señor; a esas almas hay que ocuparlas con una muchedumbre de ejercicios y de pequeños sacrificios personales. No saben reflexionar ni piensan sino en pedir gracias transitorias y muy de detalle. Nunca se les ocurre pensar en el mismo nuestro Señor, no saben pedir su amor, como tampoco la gracia de la vida interior; no sueñan más que en las buenas obras; en Dios mismo, en el principio de su amor, en sus perfecciones, eso jamás. No vuelan muy alto y quedan fuera de la vida sobrenatural del espíritu. Se ven jóvenes que eran ángeles de piedad en la familia, y una vez casadas a duras penas siguen siendo cristianas. ¿Cuál será la causa? Que su piedad consistía en prácticas exteriores de devoción, que en el nuevo estado resultan imposibles, por lo que su piedad sucumbe.

Para cambiar todo esto, lo que debe hacerse es amar y conocer en sí a nuestro Señor. Así, hágase lo que se hiciere, siempre se le ama; el exterior, el color de la vida podrá variar; pero guardando el fondo de la vida interna y verdadera. ¿Por qué no penetramos en este amor serio que nos hace amar a nuestro Señor en nosotros mismos? ¡Ah, es que Jesucristo es severo! Nunca se harta. Es un fuego que siempre pide nuevo combustible. Se tiene miedo a nuestro Señor, y a eso se debe la escasez de vocaciones adoradoras. Cuando la piedad consiste en prácticas, cumplidas éstas ya nada queda por hacer, mientras que con Jesucristo nunca se hace lo bastante, cada vez nos pide más y no da derecho a pararse. ¡Se le ve tan perfecto y tan lejos se encuentra uno de parecerle!

Así que la balanza para regular la vida sobrenatural es ésta: ¿En qué estado se encuentra la vida de Jesucristo en vosotros? ¿Se retira nuestro Señor de vosotros, o más bien penetra cada vez más en vuestra alma? El calor o el hielo que sintáis os lo dirá. Hemos de llegar a la vida de anonadamiento, que debe ser la nuestra por ser la de Jesucristo en el santísimo Sacramento, donde se da, se despoja y se anonada incesantemente. ¡Que nuestro Señor viva en nosotros!