jueves, 10 de diciembre de 2020

El Espíritu de Jesucristo (84)Hora santa con San Pedro Julián Eymard

 

El Espíritu de Jesucristo ... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...

 

EL ESPÍRITU DE JESUCRISTO

Qui adhaeret Domino, unus spiritus est

“Quien está unido al Señor es un mismo

espíritu con Él” (1Co 6, 17)

I

Al examinarnos atentamente no podemos menos de reconocer que lo natural vuelve sin cesar y trata de sojuzgarnos en la menor ocasión; que el entendimiento anhela de continuo entregarse a su ligereza, a su actividad, a su nativa curiosidad; el corazón, a sus preferencias y humanos afectos; que la voluntad, tan tenaz en lo que hace por gusto y libremente, es flaca tratándose de seguir la inspiración de Dios; que el alma entera, poco ha tan sosegada y recogida en la oración, en un instante pierde su recogimiento y ya no piensa en Dios. En las relaciones con el prójimo, se olvida de Dios.

Así es nuestro natural cuando no está muerto, ni domado, ni ligado lo bastante para que no se escape en todo momento.

¡Pobre árbol espiritual falto de raíces! Somos, ¡ay!, como esas plantas de cálido invernadero que no pueden sacarse al aire libre sin que se marchiten o queden heladas. Lo cual demuestra que nuestra vida interior es ficticia, artificial, viva tan sólo ante el fuego de la oración, helada tan pronto como se nos deja a nosotros mismos o nos damos a nuestras ocupaciones exteriores.

¿De dónde procede esto?

II

De dos causas. Es la primera que no nos alimentarnos espiritualmente de lo que hacemos. Si estudiamos no es por devoción, sino por celo, por actividad natural; en el trato con el prójimo nos disipamos en lugar de aprovecharnos de la ocasión para trabajar por Dios. Nuestras ocupaciones son, por lo mismo, al modo de la fiebre que nos debilita y consume.

Es menester trabajar, pero alimentándonos de la virtud propia del trabajo que traemos entre manos, haciéndolo por espíritu de recogimiento en Dios y viendo en él el cumplimiento de una orden suya, diciendo como poseídos de su santísima voluntad antes de cada acto: Voy a honrar a Dios con esta obra.

La segunda causa es que no tenemos un centro adonde retirarnos para reparar nuestras fuerzas y renovarlas a medida que las vamos gastando. Corremos como torrente; nuestra vida no es sino movimiento y ruido de pólvora.

Lo que nos hace falta es el sentimiento habitual de la presencia de Dios, o de su gloria, o de su voluntad, o de su misterio, o de una virtud; en una palabra, nos hace falta el sentimiento de Jesucristo, el vivir cabe sus ojos, bajo su inspiración, del propio modo que Él vivía de la unión con su Padre: Hoc sentite in vobis quod et in Christo Jesu –Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Fil 2, 5).

III

Ahora bien, esa unión de Jesús con su Padre se manifiesta en sus palabras y actos.

En sus palabras: “No hablo por mí mismo: A meipso non loquor (Jn 14, 10). Os he hecho saber cuanto he oído a mi Padre: Quaecumque audivi a Patre meo, nota feci vobis” (Jn 15, 15). Así, ni una sola palabra dice Jesucristo por sí mismo, sino que escucha al Padre, le consulta y luego repite fielmente su divina contestación, sin añadir ni quitar nada. No es sino la palabra del Padre: Verbum Dei, la cual la repite con respeto, pues es santa, y con amor por ser una gracia de su bondad; con eficacia por cuanto ha de santificar al mundo y crearlo de nuevo en la luz y en la verdad, calentarlo con el fuego del amor y un día juzgarlo. Por eso eran espíritu y vida las palabras de Jesús, que calentaban como un fuego misterioso. Nonne cor nostrum ardens erat in nobis dum loqueretur? –¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc. 24, 32). Era omnipotente: “Si verba mea in vobis manserint, quodcumque volueritis petitis, et fiet vobis: Si mis palabras permanecen en vosotros, bien podéis pedir cuanto queráis, que se os concederá todo” (Jn 15, 7). Las palabras salían de Jesús como los rayos salen del sol, para alumbrar las tinieblas interiores: Ego sum lux mundi –yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12).

He aquí lo que habemos de ser para el prójimo, verbum Christi, la palabra de Jesucristo. Eso fueron los apóstoles y también los primeros cristianos, pues el Espíritu Santo hablaba por su boca ante los paganos; eso recomienda san Pablo a los fieles: “Que la palabra de Jesucristo habite con abundancia en vuestros corazones: Verbum Christi habitet in vobis abundanter” (Col 3, 16).

Es preciso, por consiguiente, escuchar a Jesús cuando nos habla dentro de nosotros mismos, comprender y repetir su palabra interior; y escucharla con fe, recibirla con reverencia y amor; transmitirla con fidelidad y confianza, con dulzura y fuerza.

Desgraciadamente, cuán poco nos hemos inspirado hasta el presente en la palabra de Jesucristo, y cuán a menudo, al contrario, en el afecto natural del prójimo. De este modo nuestras palabras resultan estériles, inconsideradas y hartas veces culpables.

IV

El Padre inspiraba todas las acciones de Jesucristo y regulaba hasta sus menores detalles: “A meipso facio nihil (Jn 8, 28), por mí mismo no hago nada”. Nuestro Señor cumplía la voluntad de su Padre hasta en las cosas más menudas e insignificantes.

Pues éste es también el deber de un verdadero servidor de Jesucristo, de un alma que se alimenta de Él y tan a menudo lo recibe. ¿No es ya una grande dicha nada más que el tener a Jesús como dueño y ver que se sujeta hasta a dirigirme en todo e inspirar los menores detalles de mis acciones? ¿Por qué no habría de hacer lo que Él hace y del modo y con la intención con que Él lo hace, puesto que aprendiz suyo soy? ¡Ah! Si así obráramos, gozaríamos de libertad, paz y unión con Dios; no nos concentraríamos en lo que hacemos, sino que permaneceríamos en Jesús por más que trabajáramos exteriormente; no tendríamos apego sino a lo que quiere nuestro Señor y todo el tiempo que Él lo quiera, como el criado a quien se dice: Vete, y se va; ven, y viene.

Mas para esto hace falta un cambio de gobierno, de jefe, de principio. En nuestra vida hace falta una revolución, pero una revolución completa que encadene y crucifique al hombre viejo; hace falta, en suma, que dejemos la dirección de nuestra vida en manos de nuestro Señor y que nos contentemos con obedecerle.

No viene a nosotros para otra cosa. Sin esta entrega de nuestras facultades, de nuestra voluntad y de nuestra actividad, Jesús no vive en nosotros con vida actual. Nuestras acciones siguen siendo nuestras con algo de mérito; estamos unidos con Él por medio de la gracia habitual y no por el amor actual, vivo y eficaz; no podemos decir con toda verdad y con toda la profunda significación que encierra: “Ya no vivo yo, sino que vive en mí Jesucristo: Vivo jam non ego, vivit vero in me Christus” (Gal 2, 20).