De los medios para curar las enfermedades espirituales, tanto voluntarias como involuntarias
MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO DECIMOCTAVO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
San Juan Bautista de la Salle
Ocurre a veces que los siervos de Dios se hallan como impotentes para obrar el bien, ya a causa de las tentaciones, a las que apenas pueden resistir, ya por la desolación interna, ya por el brío de las pasiones. Se les dificulta el acercarse a Dios, ora por falta de luces, ora por falta de apoyo en quienes los dirigen. Todo ello viene figurado por el paralítico de quien nos habla el evangelio este día (1).
En algunas ocasiones esa especie de dolencia persiste durante mucho tiempo. Deja Dios al alma en tal estado, para convencerla de que, sin Él nada puede; de que es incapaz de hallar en sí fuerzas suficientes para llegarse a Él, si no le asiste el auxilio de su gracia; y de que lo puede todo, en cambio, cuando Dios la fortifica. Ha de esperar, pues, el alma con paciencia que pase Jesús y ponga remedio a su mal; porque, así como Él nos ha procurado la gracia de la redención, así conoce el me dio de fortalecer nuestras almas y devolverles el impulso que han perdido.
Lo que sólo importa es vivir sobre aviso para ser fiel en dejarse conducir a Jesucristo cuando pase, como hizo este paralítico que yacía postrado en su lecho, y sobre llevar gustoso la dolencia hasta que Jesús la cure. Por que, ordinariamente, sólo Él puede poner remedio a este género de enfermedades. Lo único posible al alma es velar sobre si para no caer en faltas. También es preciso entonces orar mucho y contentarse con decir a Dios como David: Crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renueva en él tu espíritu para conducirme derechamente a Ti (2).
Cuando nos hallemos delante de Jesús; es decir, cuando alguna luz pasajera nos ilustre, ya proceda de nosotros, ya de quienes nos gobiernan, esperemos a que Jesús nos hable y nos devuelva la salud y el movimiento, como hizo con el paralítico. Sosténganos la firmeza de nuestra fe, aun no experimentando sentimiento alguno afectuoso para con Dios y careciendo de toda inclinación hacia Él. Tengamos la seguridad de que esa mirada de fe le será tan agradable que, después de haberla Él favorecido, y de haber alentado nuestra confianza, nos dirá como dijo al paralítico: " Levantaos "; quiere decir, elevaos hasta Dios; lo cual conseguiremos fácilmente porque, recobradas todas las fuerzas, no hallaremos cosa que nos detenga; nada que sea obstáculo en nuestros movimientos exteriores y que nos impida llegar a Dios.
Por lo cual nos dirá al punto Jesucristo: Id en paz: o sea, hallaremos tanta facilidad para acercarnos a Dios y conversar con Él, que ninguna otra cosa nos resultará tan placentera: ése será el fruto de nuestra paciencia, la cual gusta Dios de premiar en sus siervos.
A veces, tales disposiciones proceden de haberse cometido algún pecado; si así es, hay que gemir en la presencia de Dios deplorando la propia miseria; porque, comúnmente, eso es lo que Jesús espera para mejorar al alma enferma, y reparar cuanto la debilidad humana le había hecho perder. Vigilaos, pues, para que no sean vuestras faltas el motivo de que os retire Dios sus gracias.
No basta para la curación de nuestra parálisis espiritual que Jesús nos ordene levantarnos; es necesario además que lo deseemos por nuestra parte. A no ser que la parálisis sea exclusivamente prueba de Dios, sin culpa alguna nuestra, en cuyo caso basta que Él lo mande para ser obedecido.
Pero, si en nosotros se dio alguna causa para tal enfermedad o que contribuyese a ella, es preciso que colaboremos también nosotros a la curación. Porque no siguen idéntico proceso las enfermedades espirituales y las corporales: para curar éstas, basta que Jesús lo diga o sencillamente lo desee; mas, para las del alma, necesitamos por nuestra parte querer curarnos, porque Dios no violenta la voluntad, aunque la exhorte y la inste. A nos otros corresponde aceptar la gracia, cooperar con ella y secundar el buen deseo que tiene Dios de sanar nuestras dolencias espirituales.
Cuando, pues, no sintáis moción alguna que os impulse hacia Dios, mostraos prontos y dóciles a oír su voz; levantaos tan pronto como os lo diga, y echad a andar; o sea, reanudad los ejercicios virtuosos para los que experimentéis dificultades; mortificad las pasiones y aplicaos a vencerlas; sobre todo, sed dóciles en descubrir lo íntimo del alma a vuestros directores: eso es lo que os impedirá, de ordinario, caer en tal género de dolencias.
Por fin, id derechos a vuestra casa; o sea, vivid en el retiro, recogimiento y silencio, y aplicaos asiduamente a la oración y demás ejercicios piadosos, no menos que al exacto cumplimiento de las Reglas de la comunidad.
Esos son medios seguros para restablecer en vuestra alma las buenas inclinaciones que en ella se habían interrumpido.
En algunas ocasiones esa especie de dolencia persiste durante mucho tiempo. Deja Dios al alma en tal estado, para convencerla de que, sin Él nada puede; de que es incapaz de hallar en sí fuerzas suficientes para llegarse a Él, si no le asiste el auxilio de su gracia; y de que lo puede todo, en cambio, cuando Dios la fortifica. Ha de esperar, pues, el alma con paciencia que pase Jesús y ponga remedio a su mal; porque, así como Él nos ha procurado la gracia de la redención, así conoce el me dio de fortalecer nuestras almas y devolverles el impulso que han perdido.
Lo que sólo importa es vivir sobre aviso para ser fiel en dejarse conducir a Jesucristo cuando pase, como hizo este paralítico que yacía postrado en su lecho, y sobre llevar gustoso la dolencia hasta que Jesús la cure. Por que, ordinariamente, sólo Él puede poner remedio a este género de enfermedades. Lo único posible al alma es velar sobre si para no caer en faltas. También es preciso entonces orar mucho y contentarse con decir a Dios como David: Crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renueva en él tu espíritu para conducirme derechamente a Ti (2).
Cuando nos hallemos delante de Jesús; es decir, cuando alguna luz pasajera nos ilustre, ya proceda de nosotros, ya de quienes nos gobiernan, esperemos a que Jesús nos hable y nos devuelva la salud y el movimiento, como hizo con el paralítico. Sosténganos la firmeza de nuestra fe, aun no experimentando sentimiento alguno afectuoso para con Dios y careciendo de toda inclinación hacia Él. Tengamos la seguridad de que esa mirada de fe le será tan agradable que, después de haberla Él favorecido, y de haber alentado nuestra confianza, nos dirá como dijo al paralítico: " Levantaos "; quiere decir, elevaos hasta Dios; lo cual conseguiremos fácilmente porque, recobradas todas las fuerzas, no hallaremos cosa que nos detenga; nada que sea obstáculo en nuestros movimientos exteriores y que nos impida llegar a Dios.
Por lo cual nos dirá al punto Jesucristo: Id en paz: o sea, hallaremos tanta facilidad para acercarnos a Dios y conversar con Él, que ninguna otra cosa nos resultará tan placentera: ése será el fruto de nuestra paciencia, la cual gusta Dios de premiar en sus siervos.
A veces, tales disposiciones proceden de haberse cometido algún pecado; si así es, hay que gemir en la presencia de Dios deplorando la propia miseria; porque, comúnmente, eso es lo que Jesús espera para mejorar al alma enferma, y reparar cuanto la debilidad humana le había hecho perder. Vigilaos, pues, para que no sean vuestras faltas el motivo de que os retire Dios sus gracias.
No basta para la curación de nuestra parálisis espiritual que Jesús nos ordene levantarnos; es necesario además que lo deseemos por nuestra parte. A no ser que la parálisis sea exclusivamente prueba de Dios, sin culpa alguna nuestra, en cuyo caso basta que Él lo mande para ser obedecido.
Pero, si en nosotros se dio alguna causa para tal enfermedad o que contribuyese a ella, es preciso que colaboremos también nosotros a la curación. Porque no siguen idéntico proceso las enfermedades espirituales y las corporales: para curar éstas, basta que Jesús lo diga o sencillamente lo desee; mas, para las del alma, necesitamos por nuestra parte querer curarnos, porque Dios no violenta la voluntad, aunque la exhorte y la inste. A nos otros corresponde aceptar la gracia, cooperar con ella y secundar el buen deseo que tiene Dios de sanar nuestras dolencias espirituales.
Cuando, pues, no sintáis moción alguna que os impulse hacia Dios, mostraos prontos y dóciles a oír su voz; levantaos tan pronto como os lo diga, y echad a andar; o sea, reanudad los ejercicios virtuosos para los que experimentéis dificultades; mortificad las pasiones y aplicaos a vencerlas; sobre todo, sed dóciles en descubrir lo íntimo del alma a vuestros directores: eso es lo que os impedirá, de ordinario, caer en tal género de dolencias.
Por fin, id derechos a vuestra casa; o sea, vivid en el retiro, recogimiento y silencio, y aplicaos asiduamente a la oración y demás ejercicios piadosos, no menos que al exacto cumplimiento de las Reglas de la comunidad.
Esos son medios seguros para restablecer en vuestra alma las buenas inclinaciones que en ella se habían interrumpido.