MEDITACIÓN DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE
PARA LA FIESTA DE LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO EN ANTIOQUÍA
(22 de febrero)
De la sumisión debida a la Iglesia
Éste es el día en que san Pedro, una vez dispersados los Apóstoles, fijó su morada en Antioquía, y fue reconocido por los fieles como vicario de Jesucristo; lo cual dio ocasión en esta ciudad a que empezaran a llamarse cristianos quienes habían abrazado la fe. (1)
La circunstancia de haber instituido la Iglesia fiesta especial para recordar y honrar la memoria de este suceso, nos da pie para que fijemos nuestra atención, de modo muy particular, en la sumisión que debemos a la Iglesia y a su cabeza visible.
La Iglesia es nuestra madre, a la que hemos de vivir unidos sin reserva, y estarle sujetos en todo lo que mira a la religión. Tenemos que acatar con sumisión todas sus decisiones, y escucharlas como oráculos. Es a ella a quien corresponde, efectivamente, darnos a conocer la verdad y, a nosotros, recibirla de su boca sin titubeos ni examen. A cuanto la Iglesia nos propone, lo único que nos es lícito responder, sin dudas ni sombra de vacilación, es: creo.
Debemos también recibir de buen grado y con suma docilidad todo lo que se nos propone de parte de la Iglesia. Es Jesucristo mismo quien le ha comunicado parte de su poder y autoridad sobre nosotros, y el que nos dice: Tened por gentil y publicano a quien no escuchare a la Iglesia (2). Por eso llega a afirmar san Agustín que no creería en el Evangelio si no le empeñara a ello la autoridad de la Iglesia.
Obligados a enseñar a los niños las verdades de nuestra santa religión, en virtud de vuestro estado; debéis, necesariamente, distinguiros vosotros en la sumisión sencilla y humilde a todas las decisiones de la Iglesia. ¿Os halláis en tal disposición?
El papa, por ser vicario de Jesucristo, sucesor de san Pedro y cabeza visible de la Iglesia, tiene autoridad que se extiende a toda ella; los fieles todos, que son sus miembros, deben considerar al papa como padre y como la voz que Dios utiliza para declararles sus órdenes.
El es quien ostenta el poder universal de atar y desatar (3), que otorgó Jesucristo a san Pedro, y a él, en la persona de este santo Apóstol, encomendó el cuidado de apacentar su rebaño (4).
Como quiera que vuestra función se encamina a procurar extender y cuidar esa grey, debéis honrar a nuestro santo padre el papa como al sagrado pastor del rebaño y sumo sacerdote de la Iglesia, y respetar todas sus palabras: ha de bastaros que alguna cosa proceda de él para prestarle atención sin límites.
¿Habéis procedido así hasta el presente?
Adorad en este supremo pastor de las almas la autoridad misma de Dios, y consideradle en lo venidero como el doctor máximo de la Iglesia.
Los obispos, establecidos por Dios defensores de la Iglesia, son también, dice san Pablo, los primeros ministros de Jesucristo y los dispensadores de los misterios de Dios (5); por tanto, es preciso que honréis sus personas, respetéis sus palabras y les estéis sujetos en todo lo concerniente al cuidado de las almas que tenéis a vuestro cargo.
Diputados por Dios para velar por la doctrina y las costumbres de los que trabajan sujetos a su ministerio, y encargados de todo el gobierno espiritual de su diócesis; cuantos en ésta se dedican a procurar la salvación de las almas, deben realizarlo en total dependencia respecto de ellos. Procediendo de ese modo, atraerán sobre sí y sobre sus trabajos las bendiciones divinas.
Reconoced que es Dios quien ha establecido tal subordinación, y someteos a ella.
(22 de febrero)
De la sumisión debida a la Iglesia
Éste es el día en que san Pedro, una vez dispersados los Apóstoles, fijó su morada en Antioquía, y fue reconocido por los fieles como vicario de Jesucristo; lo cual dio ocasión en esta ciudad a que empezaran a llamarse cristianos quienes habían abrazado la fe. (1)
La circunstancia de haber instituido la Iglesia fiesta especial para recordar y honrar la memoria de este suceso, nos da pie para que fijemos nuestra atención, de modo muy particular, en la sumisión que debemos a la Iglesia y a su cabeza visible.
La Iglesia es nuestra madre, a la que hemos de vivir unidos sin reserva, y estarle sujetos en todo lo que mira a la religión. Tenemos que acatar con sumisión todas sus decisiones, y escucharlas como oráculos. Es a ella a quien corresponde, efectivamente, darnos a conocer la verdad y, a nosotros, recibirla de su boca sin titubeos ni examen. A cuanto la Iglesia nos propone, lo único que nos es lícito responder, sin dudas ni sombra de vacilación, es: creo.
Debemos también recibir de buen grado y con suma docilidad todo lo que se nos propone de parte de la Iglesia. Es Jesucristo mismo quien le ha comunicado parte de su poder y autoridad sobre nosotros, y el que nos dice: Tened por gentil y publicano a quien no escuchare a la Iglesia (2). Por eso llega a afirmar san Agustín que no creería en el Evangelio si no le empeñara a ello la autoridad de la Iglesia.
Obligados a enseñar a los niños las verdades de nuestra santa religión, en virtud de vuestro estado; debéis, necesariamente, distinguiros vosotros en la sumisión sencilla y humilde a todas las decisiones de la Iglesia. ¿Os halláis en tal disposición?
El papa, por ser vicario de Jesucristo, sucesor de san Pedro y cabeza visible de la Iglesia, tiene autoridad que se extiende a toda ella; los fieles todos, que son sus miembros, deben considerar al papa como padre y como la voz que Dios utiliza para declararles sus órdenes.
El es quien ostenta el poder universal de atar y desatar (3), que otorgó Jesucristo a san Pedro, y a él, en la persona de este santo Apóstol, encomendó el cuidado de apacentar su rebaño (4).
Como quiera que vuestra función se encamina a procurar extender y cuidar esa grey, debéis honrar a nuestro santo padre el papa como al sagrado pastor del rebaño y sumo sacerdote de la Iglesia, y respetar todas sus palabras: ha de bastaros que alguna cosa proceda de él para prestarle atención sin límites.
¿Habéis procedido así hasta el presente?
Adorad en este supremo pastor de las almas la autoridad misma de Dios, y consideradle en lo venidero como el doctor máximo de la Iglesia.
Los obispos, establecidos por Dios defensores de la Iglesia, son también, dice san Pablo, los primeros ministros de Jesucristo y los dispensadores de los misterios de Dios (5); por tanto, es preciso que honréis sus personas, respetéis sus palabras y les estéis sujetos en todo lo concerniente al cuidado de las almas que tenéis a vuestro cargo.
Diputados por Dios para velar por la doctrina y las costumbres de los que trabajan sujetos a su ministerio, y encargados de todo el gobierno espiritual de su diócesis; cuantos en ésta se dedican a procurar la salvación de las almas, deben realizarlo en total dependencia respecto de ellos. Procediendo de ese modo, atraerán sobre sí y sobre sus trabajos las bendiciones divinas.
Reconoced que es Dios quien ha establecido tal subordinación, y someteos a ella.