viernes, 28 de septiembre de 2018

50 ANIVERSARIO DE LA MUERTE, 100 AÑOS DE SUS ESTIGMAS. Homilía



Fiesta del Padre Pio 2018
Queridos hermanos:
Hace 50 años, un 23 de septiembre de 1968, en torno a las dos y media de la mañana, con los nombres de Jesús y de María en sus labios, Padre Pío de Pietrelcina entregaba su alma a Dios. Llegaba al término de su vida terrena y entraba en la eternidad de Dios para siempre.
Bien podía haber repetido las palabras del apóstol: “He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.”
Celebramos a los santos en el día de su muerte y le llamamos a este día: dies natalis –día del nacimiento-, porque “el cristiano que muere en Cristo alcanza, al final de su existencia terrena, el cumplimiento de la nueva vida iniciada con el Bautismo, reforzada con la Confirmación y alimentada en la Eucaristía, anticipo del banquete celestial.” La muerte es desde la fe nuestro último y definitivo nacimiento, y por tanto en el cielo día de gozo y alegría.
¡Qué distinta esta mirada para aquellos que no tienen fe! ¡Qué distinta para aquellos que no creen en Dios y en la eternidad!
A estos, el libro de la  Sabiduría les llama impíos e insensatos: a sus ojos, los justos –los santos- “parecían muertos; su partida de este mundo fue considerada una desgracia y su alejamiento de nosotros, una completa destrucción; pero ellos están en paz. A los ojos de los hombres, ellos fueron castigados, pero su esperanza estaba colmada de inmortalidad. Por una leve corrección, recibirán grandes beneficios, porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él.”
Nuestra vida eterna comienza en nuestro bautismo: somos injertados en Cristo, en su muerte y su resurrección. Muerte al pecado, resurrección a la gracia. Don del bautismo que estamos llamados a vivir a lo largo de nuestra vida, inserción en la muerte y resurrección de Cristo a la que estamos llamados a unirnos desterrando de nosotros todo pecado, purificando nuestras almas de toda imperfección, viviendo la vida nueva según Cristo por la práctica de las virtudes y las buenas obras.
La muerte del cristiano se entiende en el misterio de la Pascua de Cristo: “si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios nos llevará con él, por medio de Jesús: así estaremos siempre con el Señor.”
Padre Pío fue fiel a su bautismo, a los talentos que el Señor en su providencia le había entregado. “Ha muerto el Padre Pío, ha muerto un santo” fue uno de los titulares de periódico del día siguiente. De los labios de Jesucristo bien pudo escuchar aquellas palabras: “Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. 
Hoy es su dies natalis, y lo celebramos con gozo en esta feliz coincidencia de ser domingo: día en que los cristianos hacemos memoria del triunfo redentor de Cristo. En Padre Pío como en la innumerable cantidad de santos que jalonan nuestro calendario se manifiesta la gloria de Dios y se pone de manifiesto en sus méritos la misma obra divina de la redención. Parafraseando el salmo referido a la creación como testimonio elocuente del Creador, pues por la obra conocemos al autor, así podemos decir que: los santos proclaman la gloria de Dios, pregonan la obra de su gracia.  
La santidad del Padre Pío –obra del Espíritu Santo y no propia- fue conocida y admirada manifiestamente en vida por muchos; pero fue puesto a prueba desde su más tierna infancia, pruebas difíciles de las que resultó vencedor: el demonio lo acosó durante toda sus vida, llegando a maltratarlo físicamente,  sufrió la persecución por parte de sus superiores eclesiásticos y de su orden, siéndole impuestas penas eclesiásticas del todo injustas, tuvo que sufrir la calumnia y humillaciones de todo orden, soportar que utilizaran su nombre y su fama de santidad para fines de lucro. Y más que estas pruebas externas, lo que más le hizo sufrir fueron todas las tentaciones interiores. Viéndose acechado continuamente con la idea de la condenación, por  no ser buen religioso ni sacerdote.
 “Dios lo puso a prueba y lo encontró digno de él.” Hoy, Padre Pío brilla con una santidad del todo admirable en nuestro tiempo pero también en toda la historia de la Iglesia. Y brilla porque Dios lo ha querido así.
Una vez más en la historia de la humanidad, se hace verdad aquello por lo que Jesús da gracias al Padre: “has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” pues, “de los pequeños es el reino de los cielos.”
El padre Pío decía “Sólo quiero ser un pobre fraile que reza”.
¡Qué grandeza la aspiración de un santo que nada quiere de este mundo, coincidiendo con la bienaventuranza del Salvador: Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos será el reino de los cielos!
¡Qué grandeza la de aquel que ama de verdad dándolo todo y entregándose plenamente sin buscar su propio interés, como la del joven que salió al encuentro de Jesús y dijo: Te seguiré donde quiera que vayas, sin poner condición alguna!
¡Qué grandeza la de este verdadero hombre de Dios que como san Pablo puede decir: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo!
¡Qué amor al prójimo en el desarrollo de su ministerio sacerdotal muy particularmente en el sacramento de la confesión, sin buscar el agradecimiento y la recompensa,  confortando y aliviando el sufrimiento de los enfermos en sus almas y en sus cuerpos! Todo ello, por amor a Jesucristo: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. 
Hoy, en el díes natalis del Padre Pío, resuena en el cielo “Ven, bendito de mi Padre; hereda el Reino preparado para ti desde la creación del mundo.”
¡Qué amor a la sencillez, a la discreción, al retiro, a la oración tenía el Padre Pío, porque puso su mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.”  

Queridos hermanos:
Hace apenas unos días, se cumplía también el centenario de un acontecimiento que marcó la vida del padre Pío durante 50 años y que fue uno de los elementos más contradictorios en su vida: la impresión de los estigmas de Jesucristo crucificado.
Padre Pío fue marcado con los signos sensibles de la Pasión, las llagas santas del Redentor.  En sus manos, en sus pies y en su costado se le abrieron las mismas heridas del Crucificado emanando sangre. Un don que duró 50 años hasta el día de su muerte.  Un don acompañado de dolor que desde el jueves hasta el sábado se hacía más agudo. Un don sobrenatural que lo identificó de una manera única con el Maestro; pudiendo decir las palabras del Apóstol: “Yo estoy crucificado para el mundo y el mundo para mí.”
Un don externo en el cuerpo que nos recuerda a cada uno de nosotros la señal de la cruz con la que fuimos marcados en nuestro bautismo, y que nos ha configurado como discípulos del Crucificado. Una marca como aquella de la noche de Pascua en las jambas de las puertas de los israelitas los libró del ángel exterminador. Una señal, la de la Cruz, que cuando se hace presente en nuestra vida es la mejor garantía del amor de Dios por nosotros.
El Padre Pío cerró los ojos a este mundo bendiciendo con su mano herida por los estigmas, su vida fue predicación y evangelio vivo de un Dios que es Dios de vivos y no de muertos.
Como devotos de Padre Pío, contemplamos su ejemplo, acudimos a su intercesión.
Aspiremos como él a la santidad y a la unión con el Jesucristo pues él es la meta hacia la que corremos.
Aceptemos nuestra cruz –cada uno tal y como se hace presente en nuestra vida, sin quejas, sin reproches- y ofreciéndosela al Señor sigamos su pasos.
Subamos al Monte Calvario sabiendo seguros que después habrá Resurrección.
Seamos hoy y siempre en toda nuestra vida, con nuestras palabras y con nuestras obras,
testimonio del amor de Jesucristo por toda la humanidad.
Presentémosle nuestras necesidades y peticiones, sabiendo su poder de intercesión ante la Misericordia Divina.
Agradecer a todos su presencia, particularmente la de los hermanos sacerdotes.
Agradecer también el trabajo y la dedicación de todos los que han colaborado en el desarrollo y celebración de la santa misa y de esta fiesta del Padre Pío.
Glorioso Padre Pío de Pietrelcina, a ti acudimos, bendícenos desde el cielo, intercede por nosotros ante el  trono de Dios. Así sea.