lunes, 2 de junio de 2025

3 DE JUNIO. SAN ISAAC, MONJE Y MÁRTIR (824-851)

 


03 DE JUNIO

SAN ISAAC

MONJE Y MÁRTIR (824-851)

CÓRDOBA. Siglo DC. La sangre mozárabe corre a torrentes. Cada día se hace más imposible la reconciliación entre moros y cristianos.

«Los dos primeros mártires —dice Menéndez y Pelayo— fueron los hermanos hispalenses Adulfo y Juan… Poco después fue degollado Perfecto, presbítero de San Acisclo... Al año siguiente fue azotado públicamente y murió en las cárceles el confesor Juan. La sangre de las primeras víctimas encendió, en vez de extinguirlo, el fervor de los mozárabes y su íntima aversión a la ley del Profeta. Del monasterio Tabanense descendió el antiguo exceptor Isaac para conquistar la palma inmarcesible».

Pocas actas han sido estudiadas con tanto esmero como las de este ínclito monje cordobés; el primero que se ofrece espontáneamente al martirio en la Ciudad califal, cuna ilustre de innumerables héroes de la Cruz. De él escriben San Eulogio, en su Memoriale Sanctorum; Baronio, en el tomo X de sus Anales, y los historiadores Usuardo: Sanctoro y Villegas. Son también estimables los estudios del Maestro Lezana, carmelita observante, en el tomo III de sus Anales carmelitanos. A estos trabajos —cuya lectura es una fiesta para el alma — queremos remitir al lector antes de proseguir nuestra desvaída silueta.

Isaac florece en la misma ciudad de Córdoba el año 824 del Señor. Por sus venas corre sangre noble y cristiana; es decir: dos veces noble. Y además española. Dios mismo se encarga de prenunciar su heroica vocación futura —lo cuenta San Eulogio, testigo de excepción y maestro del Santo— haciéndole hablar desde el seno materno: Isaac hablará siempre el lenguaje intrépido de la verdad y confesará a Cristo delante de los hombres, para que Él le confiese delante de su Padre Celestial.

Conviene recordar que estamos en el gran siglo de Córdoba: en el siglo de Abderramán III. En la Ciudad de los Califas florecen las ciencias, las letras y las artes. Isaac, cuya infancia y juventud transcurren entre esplendores casi señoriales; estudia con los mejores maestros y llega a ser muy erudito y gran conocedor de la lengua islámica. Es una exigencia de la posición social de su familia. Los buenos talentos que Dios le ha dado le prometen brillante porvenir. Por lo pronto, ya le han encumbrado, en plena juventud, a la misma Corte de los Emires, en la que desempeña el alto ministerio de exceptor o síndico, como traduce uno de nuestros clásicos. Goza de la confianza oficial, usufructúa un puesto de gran responsabilidad, la vida le sonríe tentadora; pero ni la gloria mundana, ni las mayores dignidades, ni la privanza de la Corte, ni el aura de los palacios hacen latir su corazón purísimo. Ama el silencio, la soledad, el retiro del claustro, la paz. Su mayor placer sería poder elevar el espíritu a Dios desde el fondo de una celda ignota. Tiene un carácter entero y practica un cristianismo íntegro, fervoroso, intransigente, en el buen sentido de la palabra. Por nada del mundo sacrificaría su lealtad, su fe, su honestidad, su alma...

Año 848. En la Corte cordobesa se comenta el hecho cautelosamente. Es la noticia del día. ¿Por qué el Exceptor ha renunciado el cargo'? ¿Qué es lo que piensa hacer? Pero, a todo esto, ¿dónde está Isaac?

¡Oh, Isaac! ¡Maravilloso joven! Sin decir nada a nadie, ha ido a sepultar sus veinticuatro años — maduros de triunfos, floridos de esperanzas, plenos de promesas— en la angostura de una celda del monasterio de Tábanos, siete millas al norte de Córdoba, en lo más abrupto de la sierra Morena. Allí, bajo la obediencia del abad Martín, vive todavía el santo Fundador: su tío, el mártir Jeremías. Es un lugar delicioso para la contemplación. En él va a pasar el joven tres años, cultivando como nadie la flor delicada de la vida. monástica, saboreando las exquisiteces de la virtud perfecta, templando su alma para el combate que presiente... y pensando, acaso, si no será mejor ofrendar a Dios la roja flor de un martirio voluntario, presentándose espontáneamente ante los jueces. ¡Lo han hecho tantos!...

El noble propósito maduró en heroica realidad. El monje Isaac bajó un día a la mezquita y, arrebatado por la gracia. se presentó ante el cadí, Said-ben-Soleimán el Gafequí:

— Un favor vengo a pedirte, Cadí: que me instruyas en tu religión.

El Cadí, en el acceso de su infernal alegría, no capta el dejo finamente irónico —por andaluz — de las palabras del Santo. Y, pregustando tan preciosa conquista —conoce bien el prestigio de Isaac—, le explica el credo del Profeta y le promete la compañía de las bellas huríes en el paraíso.

— Mintió Mahoma y os engañó —le interrumpe el bravo monje, trocando la guasa en indignación— sus diabólicas invenciones pervierten a las almas. ¿Y vosotros os preciáis de sabios? ¡Maldición al falso Profeta!

— Joven imprudente y falaz: tus palabras merecen mil muertes.

— Si defender la verdad y la justicia es causa de castigo, dispuesto estoy a dejarme degollar.

Degollado murió por orden del Emir, el día 3 de junio del 851. Los moros colgaron su cuerpo de un palo y le prendieron fuego. Las cenizas fueron arrojadas al Guadalquivir con las de otros siete cristianos; entre ellos, su santo tío Jeremías.

Isaac —exceptor celeste— había sido fiel a su heroica vocación.