domingo, 15 de junio de 2025

16 DE JUNIO. SAN FRANCISCO REGIS, JESUITA (1597-1640)

 


16 DE JUNIO

SAN FRANCISCO REGIS

JESUITA (1597-1640)

A ilustre figura de Juan Francisco Regis —profesor, sacerdote, apóstol de los pobres, misionero entre los protestantes y catequista de Puy— tiene fisonomía propia en el coro de 103 grandes apóstoles. Aquella frase suya: «Me sería insufrible la vida, si no pudiese trabajar en la conversión de los pecadores», es la pincelada genial que nos da la visión exacta de su alma. Pero no adelantemos acontecimientos. Sigámosle paso a paso por la florida senda que le trazó el Señor...

Natural de Fontcuberta —en el Languedoc—, ve la luz en el seno de una familia acaudalada el 31 de enero del año 1597. Hijo de fervientes católicos, hermano de un santo mártir, de imaginación exaltada y ánimo inclinado a la meditación, saborea desde la cuna las dulcedumbres de la piedad y del amor divino. Dotado, además, de una sensibilidad extraordinaria, llega al extremo de desmayarse al oír hablar del infierno. ¡Y no tiene más que cinco años! Parece cual si el Espíritu Santo quisiera hacer gala de sus dones en este niño privilegiado de corazón noble y alma de cristal. De él podrán afirmar con verdad los biógrafos que no conoció la niñez, ni los pasatiempos pueriles propios de la infancia. Tampoco conoce los titubeos en la vocación.

En 1611 empieza a frecuentar Juan Francisco el Colegio de los Jesuitas de Béziers. Bajo la dirección de tan sabios maestros, hace grandes progresos en el camino de la ciencia y de la santidad. Pronto se distingue entre sus condiscípulos por su ejemplar conducta, por su carácter recto, por su ostensible religiosidad, por su devoción a la Virgen, al Santo Ángel de la Guarda y a la Eucaristía, y por esa humilde y serena majestad que conservará toda su vida. Hoy le llamaríamos un perfecto joven de Acción Católica. Por algo es miembro de la Congregación Mariana...

Después de cuatro años de colegio, Juan Francisco entra en el Noviciado tolosano de la Compañía, el 8 de diciembre de 1616. Las virtudes que cultiva con especial esmero durante este santo tiempo son: la humildad, el odio a sí mismo, el desprecio del mundo, ardiente celo por la gloria de Dios y fervorosa caridad para con el prójimo. El Señor no se deja vencer en generosidad: cuanto el cielo tiene de dulce y maravilloso, parece redundar en la frente iluminada del joven novicio y embeber su alma en una felicidad extraterrena. Entonces, arrebatado por el fervor, se sublima en éxtasis: su espíritu se remonta a regiones ignoradas; su corazón late con irresistible impulso; su cuerpo adquiere la insensibilidad del mármol. Son dos años de verdadero cielo en la tierra.

Terminado el tiempo de probación, hace los primeros ensayos apostólicos en varias casas antes de estudiar Filosofía. Las de Cahors y Turnón, entre otras, saben de su evangélica alegría, de su amor a los pobres, de su abnegación sin límites. En el pueblecito de Andauce todavía perdura el recuerdo del santo Hermano Regis.

Con esto hemos llegado al año 1625. Concretémonos ahora a algunos datos interesantes: En este mismo año de 1625 es trasladado a Puy para enseñar Literatura. De Puy pasa a Auch dos años después, también de profesor. En 1628 estudia Teología en Tolosa. El día de la Santísima Trinidad de 1630 celebra su primera misa. El año 1632 lo pasa en Montpellier, donde obra sonadas conversiones, no con brillantes prédicas, sino con la explicación sencilla y llana del catecismo. Y en 1633 da comienzo a sus maravillosas misiones rurales, campo ubérrimo de su apostolado. Las diócesis de Viviers y Puy son sucesivamente la tierra de sus admirables conquistas: conquistas de célebres personajes, como la noble dama protestante de Uzer; conquistas de públicas pecadoras; conquistas de pobres, sobre todo. Aunque su celo se extiende a toda clase de personas, muestra siempre predilección por los desheredados de la fortuna. Y se justifica: «A las personas de calidad —suele decir— nunca faltarán confesores; esta pobre gente, la más abandonada de la grey de Jesucristo, es la que me corresponde».

Un rasgo heroico, elegido al azar: en uno de los barrios extremos de Puy muere, más que vive, un hombre ulceroso, dejado de las gentes. Juan Francisco corre a su lado y le prodiga maternales cuidados. El pobrecito llora de emoción y agradecimiento; pero el Santo le consuela con estas admirables palabras: «Yo soy quien debo darte las gracias, hermano, pues es mucho lo que gano con servirte».

A todas partes llega la voz —que es luz y amor— de este misionero de los humildes, que deja en pos de sí un río de caridades, de consuelos y esperanzas. Descorre el velo de las conciencias, adivina el porvenir, hace grandes milagros. Arrebatado por el celo de las almas, va de comarca en comarca, de aldea en aldea, desafiando todos los rigores. Allí donde hay una miseria que socorrer, 0 un alma lacerada que consolar, o un corazón cerrado que abrir para Dios, llega siempre Juan Francisco por caminos inverosímiles. Apenas descansa; apenas come. Con razón puede exclamar: «Sufrir por Jesucristo es el único consuelo que hallo en este mundo». O bien: «¡Dios mío, dadme fuerzas para sufrir más por vuestro amor!»

Este celo agotador e inmenso tronchó en la plenitud de su vigor la fresca flor de su vida, tan llena de esperanzas como cargada ya de méritos.

Su sepulcro ha inmortalizado el pueblecito de La Louvesc, donde murió.