sábado, 14 de junio de 2025

15 DE JUNIO. SAN ABRAHAM, ABAD Y CONFESOR (+HACIA EL 480)

 


15 DE JUNIO

SAN ABRAHAM

ABAD Y CONFESOR (+HACIA EL 480)

EN nuestro afán de actualizar los Santos de sintonizarlos con el hoy, de recobrarlos en el tiempo y en el espacioquisiéramos hacerlos tan propincuos, tan rayanos, tan nuestros, como lo fueron de sus contemporáneos; quisiéramos sin faltar a la verdad— hacerlos contemporáneos nuestros, acortando distancias étnicas, cronológicas o geográficas, sin miedo a parecer anacrónicos. Pero, a las veces, esta reconquista resulta poco menos que imposible, por falta de documentos que proyecten luz eficiente sobre una figura diluida en la penumbra de los siglos...

Así, de San Abraham no existe ninguna biografía cabal. Tenemos, en cambio, dos piezas antiquísimas, por demás sugerentes y emotivas, y de reconocida autenticidad: el epitafio de treinta versos escrito para el sepulcro del Santo por su prelado y amigo San Sidonio Apolinar y las páginas que, un siglo más tarde, le dedicó el insigne San Gregorio de Tours, en sus obras Vida de los Padres e Historia de los Francos. Por estos dos biógrafos latinos sabemos que era oriundo de Mesopotamia Oriental y de familia cristiana, y que había nacido a principios del siglo v, reinando en Persia Isdegerdes I. Nada más nos dicen de su niñez y educación.

El año 420 sube al trono pérsico Varanes V, enemigo acérrimo de la Cruz. Su reinado será tristemente célebre, a causa de las inauditas crueldades cometidas con los cristianos durante cerca de veinte años. Muchos fieles, temiendo sucumbir a los tormentos, intentan buscar en la huida su salvación temporal y eterna. Mas el cruel perseguidor manda apostar soldados en las fronteras del reino, con orden de apresar a los fugitivos. Uno de éstos es Abraham, quien. antes de poner los pies en territorio romano, cae en poder de los sicarios del Rey. Azotes, cadenas, lóbrega mazmorra, cinco años de trato inhumano, no son bastante a quebrantar la fe del gallardo joven. Feliz de padecer algo por Cristo, espera con ansia el martirio. El Señor no le otorga esta gracia, y sí, en cambio, una liberación milagrosa «muy parecida a la de San Pedro», al decir del Turonense.

Abraham ha cruzado la frontera occidental de Persia. Ya está en libertad. Mas, ahora, ¿adónde dirigir los pasos? Ignora la voluntad divina. Sabe, sí —o lo presiente— que no volverá a su patria; y. se despide para siempre de la tierra que le ha visto nacer y padecer. ¡Que Dios le guíe!...

En el epitafio a que nos hemos referido anteriormente, habla San Sidonio Apolinar del viaje apostólico que Abraham hace desde Persia a las Galias. Dice textualmente: «Busca la soledad y huye del bullicio de las gentes; pero los prodigios que siembra a su paso le atraen la veneración universal... Los fieles se encomiendan a sus oraciones: él cura a los enfermos con sólo tocarlos, y arroja a los demonios. Se detiene breve tiempo en los lugares por donde pasa. No quiere residir ni en Antioquía, ni en Alejandría, ni en Cartago, ni siquiera en la Ciudad donde murió el divino Redentor... Huye del alboroto de ciudades como Bizancio, Ravena, Roma, Milán...». El poeta intenta resumir en breves palabras las largas peregrinaciones que Abraham, su amigo, le ha referido muchas veces. Y al mismo tiempo señala el itinerario seguido por el Santo: el de las grandes vías romanas, que enlazaban entre sí las principales ciudades de Oriente y Occidente.

¿Por qué se ha detenido el peregrino en la ciudad de Clermont? Probablemente por inspiración divina. Al noroeste de la Villa, tocando a las murallas, ha fijado su residencia definitiva: una pobre choza cubierta de bálago. Vive como los monjes de Egipto, que él ha visitado: en penitencia y oración.

A poco de llegar a Clermont recibe los Órdenes sagrados, con lo cual su vida se abre también al celo apostólico. Su ejemplaridad, su austeridad, su caridad incansable y solícita, su magnético poder de atracción que fulgura, sobre todo, en torno a las maravillas de su taumaturgia, le granjean la general estima y veneración. Empiezan a acudir los discípulos; la humilde choza se convierte en convento, y surge uno de los más afamados monasterios: el de San Quirico, emplazado cabe la ermita del mismo nombre. De él dice el biógrafo que era «un oasis de paz y de belleza». Un paraíso en la tierra —diríamos nosotros— estremecido por el aura dulce de lo sobrenatural, cuando el santo Abad se ponía en oración, las manos alzadas al cielo, para impetrar alguna gracia de lo Alto. Así aquella mañana en que, al conjuro de su voz —melodía de bondades—, se repitió en San Quirico el delicioso milagro de las bodas de Caná...

Mas los años no pasan en balde; y Abraham tiene ya muchos, aunque nadie sabría decirnos cuántos exactamente. Hacia el 476 cae enfermo. Entonces, presintiendo su hora postrera, se previene para la muerte. Del «oasis de paz y belleza» de San Quirico vuela al oasis de la eterna felicidad, probablemente entre los años 476 a 480. El Duque Victorio, objeto de sus milagrosas bondades, le hizo unos funerales solemnísimos y edificó un suntuoso sepulcro en su honor en la propia iglesia de San Quirico. Para este monumento escribió el poeta San Sidonio Apolinar —devoto amigo y biógrafo del Santo— el bello epitafio que hemos transcrito en parte, el cual refiere brevemente la vida de San Abraham, y ha conservado vivo su recuerdo en el correr alocado de los siglos... Francia —su patria adoptiva— le ha honrado siempre con singularísima devoción.