sábado, 7 de junio de 2025

8 DE JUNIO. SAN MEDARDO, OBISPO Y CONFESOR (457-545)

 


08 DE JUNIO

SAN MEDARDO

OBISPO Y CONFESOR (457-545)

EL misterio del alma de San Medardo —toda alma, toda vida, es un misterio— remanece con diafanidad en una pintura de Gallot. En ella plasma el artista un milagro singularísimo: Medardo, niño de pocos años, es sorprendido en campo descubierto por una violenta tempestad; más, al instante, un águila se cierne protectora sobre su cabeza, librándole de la lluvia con sus enormes alas. El marcado simbolismo del cuadro no se escapa a quien conozca, siquiera superficialmente, la vida del Santo: porque Dios le protege de manera visible de todas las tempestades humanas a lo largo de su hermosa existencia: ¡bella carrera hacia la santidad bajo las alas amorosas de la Providencia de Dios!...

Mediado el siglo V, nacen en Salency —pequeña aldea de Picardía— dos niños gemelos que, andando el tiempo, serán gloria y ornamento de su Patria. La Historia los conoce con los nombres de Medardo y Gildardo. En su vida se dan originalísimas coincidencias, que hay que estar ciego para no ver en ellas la mano providente de Dios: nacen el mismo día; el mismo día reciben la ordenación sacerdotal; a un tiempo son ungidos con el óleo santo del Episcopado —Medardo, de Noyón; Gildardo, de Ruán y en el mismo punto y hora vuelan sus almas al cielo. Biografiar a uno cualquiera de ellos es biografiar a ambos. No obstante, San Medardo ha sido siempre más popular: acaso por ser más milagrero, o por haber instituido la típica «Fiesta de la Rosa». A él, pues, dedicamos esta semblanza.

Su niñez está esmaltada de prodigios; pero el mayor de todos es el de su virtud precoz. «Peregrino de la tierra y habitante del cielo», le llaman de consuno sus biógrafos. Sin embargo. su existencia discurre por cauces normales —aunque los monjes, sus maestros, le comparan con un serafín— hasta que tiene lugar el milagro inmortalizado por Gallota Entonces, trocado por la Gracia el corazón de su señor padre —Nectardo. leude de la Corte de Childerico— se ofrecen nuevos e insospechados horizontes a las nobles aspiraciones del piadoso joven.

— Hijo mío—exclama Nectardo, conmovido ante el prodigio—, todo lo que tengo tuyo es: dispón de ello a tu gusto, y ruega a Dios para que tu madre y yo tengamos parte en la gracia y bendición que el Cielo te otorga.

En lo sucesivo, Medardo podrá seguir libremente los impulsos del Espíritu. Y como toda su ilusión es consagrarse a Dios sin reservas, estudia la carrera eclesiástica bajo la sabia dirección del obispo de Vermand, Alomer, de cuyas manos recibe, juntamente con Gildardo, la tonsura clerical primero y después el presbiterado. Los primeros años ejerce el sagrado ministerio en su pueblo natal de Salency, con pasmo y edificación de los fieles. Aquí es donde instituye la llamada «Fiesta de la Rosa», que consiste —¡pobres concursos de belleza!— en coronar de flores a la doncella que, por su buena conducta, sea elegida cada año para recibir en premio las rentas de una heredad —«El feudo de la Rosa»— que a tan santo fin ha destinado Medardo de sus bienes patrimoniales. Aún se conserva en la comarca de Salency esta simpática tradición, símbolo de caridad, de virtud y poesía, y reflejo de los exquisitos sentimientos de un alma grande, apostólica y pura...

No es fácil determinar hoy la autenticidad de cada uno de los milagros atribuidos a San Medardo, con los que Dios confirma su santidad; pero es indudable a ellos deben, en gran parte, la popularidad de que goza en Francia.

Abismado como Vive en la contemplación y soñando divinos quehaceres, se olvida con frecuencia de que todavía tiene los pies en la tierra. De vez en vez, vienen a recordárselo los ladrones que atentan contra sus propiedades, y que el Señor pone en sus manos milagrosamente. ¡Ah, los ladrones! Nunca han tenido suerte con este hombre de Dios que está en todas partes.

El ejército franco —con Clotario al frente— acaba de saquear la fortaleza de Noyón con sus iglesias y monasterios. Al pasar por Salency con los carros repletos de botín, los caballos se paran de súbito. Imposible hacerles dar un paso. Parecen de piedra. Ante semejante prodigio, jefes y soldados caen a los pies de Medardo, atemorizados y arrepentidos.

El año 530 del Señor fue el señalado por la Providencia para poner la antorcha sobre el candelero. En efecto: Medardo, no embargante sus setenta y tres años, se vio sublimado inopinadamente a la silla episcopal de Noyón. Las grandes dignidades no deslumbran a los grandes hombres, máxime si, como el sencillo Párroco de Salency, están, revestidos del espíritu del Evangelio. Así pues, aceptó por obediencia un cargo que hubiera rechazado su humildad de violeta, recibiendo la consagración de manos de San Remigio. Difícil iba a serle mantenerse firme en la nueva trocha, en aquellos tiempos de barbarie y vandalismo. No obstante, se constituyó en valiente defensor de los derechos de la Iglesia: Los infieles atentaron varias veces contra su vida, entregada en oblación perfecta a la salvación de las almas. Dios, empero, le siguió protegiendo visiblemente, y los planes diabólicos se disiparon como nubes de estío ante el sol radiante de su vida inmaculada y de sus milagros. Y así, hasta que la muerte vino a coronar sus trabajos: siempre dulce, siempre manso, siempre equilibrado y solícito, siempre noble y valiente, siempre prudente y santo bajo las alas amorosas de la Providencia de Dios...