miércoles, 11 de junio de 2025

12 DE JUNIO. SAN JUAN DE SAHAGÚN, ERMITAÑO DE SAN AGUSTÍN (1430-1479)



12 DE JUNIO

SAN JUAN DE SAHAGÚN

ERMITAÑO DE SAN AGUSTÍN (1430-1479)

LA biografía de San Juan tiene demasiado interés en sí misma para que necesite el retoque de una pluma de altos vuelos, que no encontraría en nosotros. Sahagún —la villa ilustre que le ha dado nombre, en la provincia y diócesis de León— le honra como a su hijo más preclaro, con todo y contar entre sus prohombres a tan esclarecidos personajes como doña María de Padilla y don Bernardo de Toledo, primer Primado de España...

Existe todavía en la vieja villa leonesa una iglesia de barroco aspecto, amplia fachada y heráldico blasón: es cuanto queda del caserón señorial de los hidalgos don Juan González de Castrillo y doña Sancha Martínez, padres de nuestro Santo. Aquí nace un día 24 de junio del año 14.30 o 1431. Y acaso por ser fiesta de San Juan Bautista se impone el nombre del Precursor a quien, como él, será ángel' de paz y mártir de la moral cristiana.

Juan crece en un ambiente de austeridad castellana y de dulcísima fe católica: crece lleno de finura, de inteligencia, de nobleza, de piedad. El viejo hidalgo sueña con despertar en su primogénito aquellos ímpetus belicosos que le llevaran a él a la batalla de Higueruela; pero al chico le tiran más las letras que las armas, y, sobre todo, las cosas de iglesia. Indudablemente, Juan tiene «aire de clérigo». El padre, cristiano de ley, no intenta siquiera violentar la manifiesta vocación de su hijo. Además... también por el camino de la clerecía puede aumentar el prestigio de la casa. ¡Si llegara a ser arzobispo...!

Juan estudia humanidades con los Benedictinos de Sahagún. Alumno aventajado, compañero desprendido y noble, piadoso y ejemplar, crea en seguida en torno suyo un ambiente limpio de distinción y decoro. Muy pronto se le concede un beneficio, al que renuncia para entrar de paje en casa del arzobispo de Burgos, don Alonso de Cartagena. El Prelado, al percatarse de su valía y santidad, lo distingue con su confianza y poderoso valimiento. Le ordena de sacerdote, le nombra su capellán, camarero de palacio y canónigo; en una palabra, abruma de dignidades sus veinte años. Alguien menos virtuoso que Juan se sentiría halagado: él está insatisfecho. Presiente que no ha encontrado todavía su verdadera senda. Por eso, un día, se echa a los pies del Arzobispo y, renunciando a todo honor y beneficio, le pide una capellanía humilde. Don Alonso le da la de Santa Águeda, en la que, a poco de llegar, cura milagrosamente a un paralítico.

En 1456 muere su ilustre protector. Juan cree llegado el momento de dar nuevo rumbo a su vida. Marcha a Salamanca: la Ciudad del Tormes será en lo sucesivo su monte de perfección evangélica. Estudia con ahínco en la célebre Universidad. Ocupa una cátedra. Armado de ciencia y virtud, da comienzo al ministerio de la predicación, y —ángel de paz— interpone su beneficiosa influencia —concreta, razonada, madura— para apaciguar las banderías populares — «los bandos de Salamanca» provocadas por la furia vengadora de doña María de Monroy, la Brava. Mas, de pronto, Dios paraliza Sus actividades apostólicas con una grave dolencia. ED el lecho hace promesa de entrar en Religión. Profesa el año 1464 en el convento de San Agustín. Desde ahora en adelante, el docto don Juan González de Castrillo y Martínez, se llamará humildemente Fray Juan de Sahagún.

Por mandato de los superiores, reanuda su obra pacificadora. Su figura vuelve al primer plano de la revuelta actualidad. Predica en todas partes con libertad santa. Su actitud conciliadora le atrae serios disgustos, pues los ánimos están enconados de odio. Dios le salva la vida por milagro. Al fin, cual otro Vicente Ferrer, sin más armas que sus virtudes, su palabra y su poder taumatúrgico, logra imponerse a las facciones que caen, asombradas, a sus pies.

Este hombre extraordinario, cuya vida pública se agita en medios de tanto relieve, es en su vida íntima de una sencillez que pasma: alegre, gracioso, de agradable presencia y ameno conversar. En nada se distingue de los otros frailes. «Ayunaba cuando se lo mandaba la Regla y comía cuando la campana llamaba a comer». Dios le favorece con singulares carismas. Durante la Misa «recibe las más altas revelaciones, y ve las llagas de Cristo, sabrosas como panales y rutilantes como luceros». Muere en Sahagúa una sobrina suya de siete años. Llega Fray Juan y, tomándola de la mano, le dice: «Vamos, perezosilla, que tu madre te aguarda». La niña se levanta sonriendo. Fray Juan sonríe también graciosamente, cual si acabara de hacer una travesura, mientras dice a sus familiares estupefactos: «¡Vamos! ¿Por qué vos matáis? ¿Porque una muchacha se desmaya, pensáis que luego es muerta?». Y, cuando todos empiezan a gritar: a ¡El santo, el Santo! él huye como un desatinado, llega a la plaza de la Verdura, pone sobre su cabeza una banasta de sardinas y echa a correr gritando, a coro con los chiquillos: «¡Al loco, al loco!»...

Así fue Fray Juan de Sahagún. ¿Verdad que su vida no necesita un biógrafo perspicaz? No. Ni tampoco su muerte. Envenenado por una mala mujer —nueva Herodías y nuevo Bautista cayó en la plenitud de su vigor —mártir de la moral católica— el 11 de junio de 1479'.

Salamanca —en cada una de cuyas calles se rememora un milagro del Santo— lo venera como Patrono principal, y Sahagún —la villa que le dio cuna y nombre— le honra como a su hijo más preclaro.