domingo, 8 de junio de 2025

9 DE JUNIO. BEATA ANA MARÍA TAIGI, MADRE DE FAMILIA (1769-1837)

 


09 DE JUNIO

BEATA ANA MARÍA TAIGI

MADRE DE FAMILIA (1769-1837)

AL comenzar la vida de esta Santa se nos viene a los puntos de la pluma aquel bello pensamiento de San Vicente de Paúl: «La santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias». Por esta senda, sencilla y heroica a la vez, del deber cumplido con exactitud —con esclavitud, diríamos— con indeclinable esfuerzo eficaz, contrastado, día a día, hora a hora, minuto a minuto, en el troquel ingrato y vulgar del quehacer cotidiano —quehacer de hija, de esposa, de madre—, sube a los altares la Beata Ana María Taigi...

Aunque nacida en Siena de Toscana,

Ana María pasa toda la vida en Roma. Serios reveses de fortuna obligan a sus padres a esconder en la gran Ciudad su miseria. Luis Gianetti se coloca en una casa noble; María Masi, doncella de servicio, trabaja donde puede. A la niña —cinco años mal cumplidos— la educan en su Colegio gratuitamente las «Maestre pie» de la Vía Graciosa. Corramos tras la fragancia de sus perfumes.

Ana María es una niña encantadora, de una distinción poco frecuente entre la gente del pueblo, inteligente, vivaracha, jovial. Pero —flor abierta desde la cuna al rocío de la gracia divina— la piedad y la inocencia sobrepujan en ella a los encantos de la juventud. A los veinte años entra de camarera en el palacio Mutti. Allí conoce a Domingo Taigi, con quien contrae matrimonio el 7 de enero de 1790. Su unión es feliz: pues, si es cierto que entre la delicadeza y buen tono de Ana y la tosquedad de Domingo media un abismo, el amor acorta distancias. Esposa dulce y complaciente, el deseo de agradar a su marido la lleva a entregarse por algún tiempo a devaneos que no tardan en inquietar su conciencia timorata. Hasta que, un día, impulsada por la Gracia y los escrúpulos, va a confiar sus íntimos remordimientos a un sacerdote de la iglesia de San Marcelo. En su alma empieza a delinearse ya un magnífico proyecto de santidad...

Un ángel tutelar —su confesor, el Padre Ángelo—, a quien franquea el corazón, cautela prudentemente posibles extravíos y da recto cauce a sus primeros fervores y a sus acuciantes anhelos de expiación.

—Padre —le dice ella—, siento ansias de acercarme mucho a Dios. Domingo no se opondría a mi ingreso en la Orden Tercera de las Trinitarias...

— Sí, seguramente, el Señor la quiere religiosa en medio del siglo.

Ana María viste, en efecto, el hábito de Terciaria. Sus oraciones son ahora más prolongadas, sus penitencias más rigurosas; pero, sobre todo, cifra la santidad en el exacto cumplimiento de sus deberes de esposa y de madre. Su casa, cual la de los primitivos cristianos, diríase un monasterio es templo y escuela a la vez. Oración, trabajo, comidas, recreos, todo se hace a hora fija. Siete pimpollos florecen en el hogar de los Taigi, que, si vienen a iluminar la casa con sus lloros y sonrisas, también. acrecientan las estrecheces. En realidad, con los seis escudos que mensualmente gana Domingo no hay para fiestas, que digamos, ni para que Ana esté ociosa. «Trabajaba, lavaba y hacía el arreglo doméstico con tal actividad —dirá él más tarde— que hubiera rendido a cuatro mujeres».

Dios, en recompensa, le concede una gracia excepcional, cuyos efectos duran más de cuarenta años: la visión permanente de un globo luminoso en el que lee las necesidades de las almas que desea socorrer, el estado espiritual de los pecadores, los peligros que amagan a la Iglesia; todo aquello, en fin, por lo que ella se ha ofrecido como víctima expiatoria. Su fama corre por Europa.

De todas partes acuden a consultarla. Roma aprueba la sobrenaturalidad del fenómeno, y nombra a Monseñor Natali para que recoja las divinas comunicaciones. Un diplomático francés, después de hablar con la Beata, exclama: «Tiene el mundo entero ante sus ojos, como tengo yo mi petaca en la mano».

Ana María procura ocultar los carismas con que el Cielo la honra; mas no siempre lo consigue. La más niña de sus hijas, al verla un día en extática inmovilidad, grita asustada: «¡Mamá ha muerto! ¡Mamá ha muerto!»…

—No —dice Sofía, más perspicaz — mamá está en oración.

Pero no todo son caricias. Al sufrir callado de una estrechez lacerante se enlazan, a intervalos, terribles torturas de cuerpo y de espíritu: sequedades desoladoras, calumnias, sospechas, contradicciones... Ana permanece serena, alentada con este pensamiento: «Sufro por Dios; expío por tal alma». Le bastaría abrir la mano para enriquecerse; más prefiere abandonarse a la Providencia. La Reina de Etruria le ofrece su pode roso valimiento, y ella lo rechaza amablemente: «Ruego a su Majestad nos deje en nuestra medianía. Sin duda, nos quiere así el Señor». Ni siquiera acepta dinero para distribuirlo entre los pobres, «a fin de no apartarse del camino real de la pobreza». Todavía, antes de la partida —9 de junio de 1837— el dolor, que purifica y salva, viene a hacerle la última caricia, postrándola largos meses en el lecho. De esa forma, tan sencilla y difícil a un tiempo, paso a paso por la senda de una vida apretada y Oscura, ceñida siempre al deber lacerante de cada día, que depura, que afila, que inmola, sube a los altares Ana María Taigi...

Así lo proclamó solemnemente la Iglesia —30 de mayo de 1920— por boca de Su Santidad Benedicto XV.