martes, 27 de mayo de 2025

28 DE MAYO. SAN BERNARDO DE MENTÓN, APÓSTOL DE LOS ALPES (923-1008)

 


28 DE MAYO

SAN BERNARDO DE MENTÓN

APÓSTOL DE LOS ALPES (923-1008)

¿BERNARDO de Mentón?...

— Sí, Bernardo de Mentón: el Apóstol de los Alpes. el Fundador de la famosa Hospedería del «Gran San Bernardo», el Celestial Patrono de alpinistas y montañeses, el protagonista de una historia sublime. No lo ignoramos: un ilustre desconocido, para muchos...

Pues bien; este insigne bienhechor de la humanidad, a quien los viajeros alpinos invocan con amor y gratitud desde hace mil años, tiene su aurora en el castillo de Mentón, uno de los lugares más pintorescos de Saboya, a orillas del lago Annecy. Humanamente hablando es un aristócrata: por la línea paterna su apellido representa la rama de los Mentón —nombre de baronías— por la materna entronca con los Duingt, descendientes de Olivier, Conde de Ginebra y uno de los Doce Pares legendarios. Vástago de una de esas familias en las que la santidad y el heroísmo se trasmiten como una herencia, Bernardo nace con señales ciertas de hombre de pro. Cuentan sus biógrafos que a los tres años ya sabía leer. Y Roland Viot escribe que «era hermoso como un ángel y risueño como el día».

Un culto y virtuoso sacerdote, llamado Germán —preceptor de la casa—, le inicia en los estudios; y, con los rudimentos del latín y de las bellas letras, acierta a despertar en su alma dócil el amor a todo lo noble y santo. Luego, cuando el joven saboyano pasa a París para terminar su carrera, el buen sacerdote está siempre a su lado, cual ángel tutelar visible. Gracias a esta discreta dirección, Bernardo corona con éxito sus amplios estudios, sin mancillar en lo más mínimo la limpieza de su alma. En 948, tras cursar Filosofía, Teología, Sagradas Letras y Artes liberales, regresa a Saboya. A sus veinticinco años es un joven de noble y cautivadora presencia: alto, hermoso, varonil, distinguido y discreto.

La llegada de Bernardo al castillo familiar suscita una inmensa alegría. Allí está la nobleza comarcana para cumplimentarle y felicitarle. Allí está también el barón de Mioláns para sugerir la idea de un matrimonio con su hija única, Margarita: esta unión, enlazando las dos baronías, colmará los anhelos de ambas familias... Pero el piadoso mancebo, que hiciera en París voto de perpetua castidad, se apresura a interponer su sagrado compromiso. Lo que no empezó para que el de Mentón concierte el casamiento. Bernardo se encomienda a Dios y deja obrar a los hombres. Entonces una aparición celestial le confirma en sus santos propósitos.

Llega el día de la boda. La mansión señorial se pone en movimiento. Vibra el clarín. Todo está a punto. Va a dar comienzo la ceremonia nupcial.

— Pero ¿Bernardo? ¿Dónde está Bernardo?

No aparece por ninguna parte. En su despacho hallan, al fin, este recado:

«Amadísimos padres: alegraos conmigo. El Señor me llama. No me busquéis. No pienso casarme jamás. Los honores de este mundo nada representan para quien, como yo, aspira a las grandezas eternas. Adiós. Hasta el cielo»...

Entretanto, el fugitivo ha llegado a la ciudad de Aosta. El providencial encuentro con el Arcediano de la catedral, Pedro de la Val de Isera, marca lumbo decisivo en su vida. Admitido entre los Canónigos Regulares de San Agustín, canta misa en 953. Durante quince años brilla en la Comunidad con resplandores de santo; por cuya causa es sublimado al arcedianato, a la muerte de Pedro. Brazo derecho de un Obispo enfermo, Bernardo emprende animoso ese fecundo apostolado que durará cuarenta años y le valdrá el título glorioso de Apóstol de los Alpes: reforma el clero, crea escuelas, educa maestros y recorre como misionero las diócesis de Aosta, Novara, Milán, Sión, Tarentaise y Ginebra. Este afán apostólico, eminentemente caritativo, cristaliza en una obra memorable, digna de su alma grande: la fundación de la celebérrima Hospedería del Gran San Bernardo, que subsiste todavía y que, a través de los siglos, ha servido de refugio a millones de viajeros y ha salvado la vida a muchos miles, que hubieran perecido entre las nieves y los precipicios alpinos. El antiguo nombre del monte donde está asentada —Mons Jovis, monte de Júpiter— nos recuerda el esfuerzo sobrehumano realizado por el Santo para desterrar de allí el paganismo, así como el milagro de derruir las estatuas idolátricas con el signo de la cruz. Las dificultades económicas las resuelve el noble y piadoso Reuklin, gran admirador de Bernardo, que acaba por sumarse a sus discípulos.

Admirable es la vida de estos sublimes solitarios —águilas de amor— que habitan- en la mansión más' alta de Europa, en perpetuo invierno, aunque la caridad les abrase el alma. Se encaraman a las pirámides de piedra que bordean el abismo para descubrir al infeliz viajero; abren canchas en la nieve con peligro de sus vidas; arrostran el frío, las ventiscas, los aludes; están siempre en acecho, atentos al más leve eco de humana voz. Su heroicidad se sobrepone a todo. Enormes y amaestrados perros —los famosos perros de San Bernardo— son sus guías inteligentes en la búsqueda del caminante perdido en la nieve. Sus ladridos son gritos de amor y de esperanza en la eterna tragedia de los Alpes...

San Bernardo de Mentón alcanzó gran ancianidad, sorprendiéndole la muerte en Novara, al volver de una peregrinación a Roma. Gloria tibique laus!