domingo, 25 de agosto de 2019

La sordera espiritual. San Juan Bautista de la Salle


LA SORDERA ESPIRITUAL 
MEDITCIÓN PARA EL DOMINGO UNDECIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE
Según el evangelio del día, Jesús curó a un hombre sordo y mudo (1). Éste representa para nos otros a tres clases de sordos que se hallan a veces en las comunidades.
La primera, son los sordos a las inspiraciones de Dios: ya les muevan a observar fielmente las Reglas, único medio capaz de conservar en si la gracia de su estado; ya los inviten a practicar ciertos ejercicios particulares que Dios exige de ellos.
La segunda clase de sordera es la de los sordos a la voz de sus superiores; y, como la obediencia es lo que atrae mayor número de gracias generales y particulares a la comunidad, y lo que mejor mantiene en ella la gracia de Dios; esta especie de sordera, resulta casi siempre incurable, si no se le aplica pronto remedio.
La tercera clase de sordos es la de aquellos que no pueden oír hablar de Dios ni gustar su palabra en la lectura de los libros sagrados o piadosos, por lo cual no acaban nunca de darse del todo a Dios; ya que, de ordinario, es la lectura de tales libros la que nos llena de su espíritu.
¡Cuanto le cuesta al Salvador curar tales sorderas! Y ello procede de que ya no halla en quienes las padecen la unción de la gracia. Es necesario que los aparte del bullicio - porque solo en el retiro se pondrán en condiciones de escuchar la voz de Dios -; que Jesús alce luego los ojos al cielo, arroje un suspiro, meta los dedos en las orejas del sordo y diga: Abríos.
¡Ah! ¡Cuán difícil y raro es curar un alma cuando su sordera es inveterada!
El hombre que Jesús curó era, a la vez, sordo y mudo. Como hay tres clases de sordos, hay también tres clases de mudos.
Los primeros son aquellos que no saben hablar a Dios, y la razón de ello es que falta correspondencia entre Dios y ellos: no se aprende a hablar a Dios sino escuchándole, porque saber hablar a Dios y conversar con Él nadie puede aprenderlo mas que de Dios, el cual tiene su idioma propio, que enseña a sus amigos y confidentes, a quienes dispensa el favor de conversar con Él a menudo.
La segunda clase de mudos es la de quienes no pueden hablar de Dios: son muchos los mudos de esta especie, los cuales, por pensar rara vez en Dios, apenas le conocen. Repletos de ideas mundanas y de pasatiempos del siglo no pueden, según san Pablo, percibir las cosas de Dios (2) y, por consiguiente, son tan incapaces de hablar de Él y de cuanto le concierne, como niños recién nacidos.
La tercera clase de mudos son los que no han recibido de Dios el don de lenguas, y no pueden hablar por Dios [en favor de Dios]. Tener el don de lenguas es saber hablar para atraer las almas a Dios, procurar su conversión y poder decir a cada una lo que le con viene; pues Dios no gana para Sí las almas utilizando idénticos medios; hay que saber decir a cada una lo que más le ayude para resolverse a ser totalmente de Dios.
Vosotros, como encargados de instruir a los niños, debéis ser hábiles en el arte de hablar a Dios, de hablar de Dios y de hablar por Dios. Mas, tened entendido que nunca conseguiréis hablar a vuestros discípulos de modo que los ganéis para Dios, sino en cuanto hayais aprendido a hablarle y a hablar de Él.
No basta conocer las diversas categorías de sordos y de mudos; hay que saber, además, qué remedios pueden curarlos. De ordinario, la sordera es causa de la mudez; por lo cual es más fácil curar a los mudos que a los sordos, pues tan pronto como el sordo es capaz de oír, fácilmente lo es de hablar.
Por esta razón, también el hombre de quien hace mención el evangelio recobró más fácilmente el uso de la lengua que el de los oídos. Para darle el habla Jesucristo no hizo otra cosa que ponerle en la boca saliva sobre la lengua, y enseguida ésta se le desató, y " habló muy distintamente ".
Mas, para curar la sordera, Jesucristo metió los de dos en las orejas del sordo, a fin de significar como es necesario que Jesús toque interiormente el alma para que oiga, comprenda y guste lo que Él le dice. Es menester que Jesús la lleve aparte, de suerte que el ruido del mundo no pueda impedirle escuchar y gustar sus palabras. Levanta luego los ojos al cielo y da un gran suspiro, para que entendamos cuánto lamenta Jesús delante de Dios la ceguera producida en el alma por la sordera espiritual. Hasta es necesario que haga un es fuerzo para decir en los oídos del sordo: Abríos; con el fin de que el alma abra bastantemente los suyos, para oír con facilidad las palabras de Jesucristo y ser dócil a ellas.
Cura al mundo poniéndole saliva en la lengua, a fin de significarle que de poco le valdría hablar, si no lo hiciere con sabiduría.
Tened, pues, siempre abiertos y atentos los oídos a la palabra de Dios, y aprended a hablar poco, y siempre con cordura.