Sobre la fe que ha de ponerse de manifiesto en la obediencia
PARA EL DOMINGO TERCERO DESPUÉS DE REYES
San Juan Bautista de la Salle
Un centurión que tenía enfermo en su casa a uno de sus criados, rogó a Jesucristo que fuese a ella para curarle, según refiere el evangelio de hoy. Mas, juzgando luego que era innecesario ocasionar a Jesús tal molestia, pues le bastaba ordenar al siervo que sanase, salió inmediatamente él mismo al encuentro del Salvador para manifestarle que, a su juicio, bastaba una sola palabra dicha por Él, para curar al enfermo. Admirado Jesús por la fe del centurión, exclamó: ¡No he hallado fe tan grande en todo Israel! (1).
Este centurión nos pone de manifiesto cuán excelente es la obediencia, si va animada y sostenida por la fe. Efectivamente, aquellos que obedecen a su superior con la mira de que, al hacerlo obedecen a Dios, enaltecen de tal modo la obediencia que, gracias a ese motivo de fe, se convierte en acto de religión, de los más eminentes que puedan practicarse en este mundo; porque se ordena directamente a Dios, oculto tras los velos de un hombre débil y mortal, pero investido de la autoridad divina.
Un acto así fue el producido por este centurión; pues no percibiendo en Jesucristo más que las apariencias de un hombre como los otros; estaba íntimamente persuadido de que para obrar milagros tales como la curación de su sirviente, tenía la misma autoridad que Dios y, por tanto, que era Dios.
¿Obedecéis vosotros con ese convencimiento y con intención tan pura y sencilla? ¿Obedecéis a Dios, escondido tras la figura de un hombre que no puede mandaros sino en virtud del poder de Dios que en él reside? ¿Es esa mira de fe la razón única que os mueve a someteros pronta y ciegamente? ¡Ese es el solo motivo capaz de conseguir que vuestra obediencia se vea libre de toda humana consideración!
Dice a Jesús el centurión: Una sola de tus palabras basta para que cure mi siervo. Y lo demuestra con el ejemplo de cuanto le ocurre a él con los soldados de su compañía: es suficiente que les diga una palabra, para ser inmediatamente obedecido. De donde se ha de colegir que, si debido a meras consideraciones humanas, hay hombres que se someten a otro hombre, por tenerle como su mayor; con cuánto más motivo los que se han consagrado a Dios y deben obrar sólo movidos de su espíritu, están obligados a hacer al punto todo cuanto les ordenen sus superiores, sin otra consideración que es a Dios a quien exclusivamente se dirigen cuando acuden a ellos, por estar persuadidos de que es Dios quien los manda por su medio.
¿Os basta una palabra o seña de vuestro superior para determinaros a omitirlo o ejecutarlo todo al instante, por el único motivo de que esa palabra es palabra de Dios y aquella seña señal de Dios?
Esa sencilla mirada de fe hace que quien obedece se eleve sobre sí mismo para no ver más que a Dios, allí donde, a menudo, Dios no aparece; y para despojarse de todos los sentimientos que la naturaleza pudiera sugerirle.
Renovad de cuando en cuando dentro de vosotros esa consideración de fe respecto a la obediencia; y, para penetraros mejor de ella, adorad frecuentemente a Dios en quienes os mandan.
Estaba muy en lo cierto el centurión; pues, tan pronto como creyó que podía Jesús, con una sola palabra, curar a su sirviente, éste quedó efectivamente sano; y tal gracia fue el premio a la excelencia y ardor de su fe.
Lo mismo ocurre al hombre que sinceramente obedece, animado de fe viva: basta, de igual modo, una palabra del superior para que se operen en él estupendos milagros, y se realicen en su persona los más sorprendentes efectos de la gracia.
La obediencia así practicada hace que, quien obedece, no replique cosa alguna al que le manda, ni halle dificultad en ejecutar sus órdenes. Y, aun cuando el cumplimiento del mandato resulte difícil, el amor con que el súbdito se sujeta, le mueve a acatarlo, y le ayuda a ponerlo todo por obra gustosamente.
Además, por este medio, adquiere sencillez de niño, que no acierta a discernir ni razonar, porque la llaneza con que obedece hace que su espíritu, iluminado con la luz que le viene de su directa mirada a Dios, ahogue en sí todos los demás miramientos y todas las razones humanas.
¿Obedecéis así vosotros? ¿No alegáis razonamientos para excusaros de ejecutar lo que se os manda? Si no lo manifestáis al exterior y de palabra, ¿no se complace frecuentemente, acaso, vuestro espíritu revolviendo dentro de sí argumentos que le parecen buenos, y que considera mejores y más pertinentes que lo dicho por el superior?
Tened entendido que no ha de obedecerse por razón, sino por gracia y con sencilla intención de fe; y que, si alguno al obedecer, se deja guiar por la razón, obra a lo humano y no como discípulo dócil a la voz de Jesucristo, que debe proceder en todo por espíritu de fe.
Este centurión nos pone de manifiesto cuán excelente es la obediencia, si va animada y sostenida por la fe. Efectivamente, aquellos que obedecen a su superior con la mira de que, al hacerlo obedecen a Dios, enaltecen de tal modo la obediencia que, gracias a ese motivo de fe, se convierte en acto de religión, de los más eminentes que puedan practicarse en este mundo; porque se ordena directamente a Dios, oculto tras los velos de un hombre débil y mortal, pero investido de la autoridad divina.
Un acto así fue el producido por este centurión; pues no percibiendo en Jesucristo más que las apariencias de un hombre como los otros; estaba íntimamente persuadido de que para obrar milagros tales como la curación de su sirviente, tenía la misma autoridad que Dios y, por tanto, que era Dios.
¿Obedecéis vosotros con ese convencimiento y con intención tan pura y sencilla? ¿Obedecéis a Dios, escondido tras la figura de un hombre que no puede mandaros sino en virtud del poder de Dios que en él reside? ¿Es esa mira de fe la razón única que os mueve a someteros pronta y ciegamente? ¡Ese es el solo motivo capaz de conseguir que vuestra obediencia se vea libre de toda humana consideración!
Dice a Jesús el centurión: Una sola de tus palabras basta para que cure mi siervo. Y lo demuestra con el ejemplo de cuanto le ocurre a él con los soldados de su compañía: es suficiente que les diga una palabra, para ser inmediatamente obedecido. De donde se ha de colegir que, si debido a meras consideraciones humanas, hay hombres que se someten a otro hombre, por tenerle como su mayor; con cuánto más motivo los que se han consagrado a Dios y deben obrar sólo movidos de su espíritu, están obligados a hacer al punto todo cuanto les ordenen sus superiores, sin otra consideración que es a Dios a quien exclusivamente se dirigen cuando acuden a ellos, por estar persuadidos de que es Dios quien los manda por su medio.
¿Os basta una palabra o seña de vuestro superior para determinaros a omitirlo o ejecutarlo todo al instante, por el único motivo de que esa palabra es palabra de Dios y aquella seña señal de Dios?
Esa sencilla mirada de fe hace que quien obedece se eleve sobre sí mismo para no ver más que a Dios, allí donde, a menudo, Dios no aparece; y para despojarse de todos los sentimientos que la naturaleza pudiera sugerirle.
Renovad de cuando en cuando dentro de vosotros esa consideración de fe respecto a la obediencia; y, para penetraros mejor de ella, adorad frecuentemente a Dios en quienes os mandan.
Estaba muy en lo cierto el centurión; pues, tan pronto como creyó que podía Jesús, con una sola palabra, curar a su sirviente, éste quedó efectivamente sano; y tal gracia fue el premio a la excelencia y ardor de su fe.
Lo mismo ocurre al hombre que sinceramente obedece, animado de fe viva: basta, de igual modo, una palabra del superior para que se operen en él estupendos milagros, y se realicen en su persona los más sorprendentes efectos de la gracia.
La obediencia así practicada hace que, quien obedece, no replique cosa alguna al que le manda, ni halle dificultad en ejecutar sus órdenes. Y, aun cuando el cumplimiento del mandato resulte difícil, el amor con que el súbdito se sujeta, le mueve a acatarlo, y le ayuda a ponerlo todo por obra gustosamente.
Además, por este medio, adquiere sencillez de niño, que no acierta a discernir ni razonar, porque la llaneza con que obedece hace que su espíritu, iluminado con la luz que le viene de su directa mirada a Dios, ahogue en sí todos los demás miramientos y todas las razones humanas.
¿Obedecéis así vosotros? ¿No alegáis razonamientos para excusaros de ejecutar lo que se os manda? Si no lo manifestáis al exterior y de palabra, ¿no se complace frecuentemente, acaso, vuestro espíritu revolviendo dentro de sí argumentos que le parecen buenos, y que considera mejores y más pertinentes que lo dicho por el superior?
Tened entendido que no ha de obedecerse por razón, sino por gracia y con sencilla intención de fe; y que, si alguno al obedecer, se deja guiar por la razón, obra a lo humano y no como discípulo dócil a la voz de Jesucristo, que debe proceder en todo por espíritu de fe.