sábado, 3 de noviembre de 2018

“PROMETO ASISTIRLES EN LA HORA DE LA MUERTE CON TODAS LAS GRACIAS NECESARIAS PARA LA SALVACIÓN DE SUS ALMAS.” Homilía del primer sábado de mes, noviembre 2018


“PROMETO ASISTIRLES EN LA HORA DE LA MUERTE CON TODAS LAS GRACIAS NECESARIAS PARA LA SALVACIÓN DE SUS ALMAS.” Homilía del primer sábado de mes, noviembre 2018
Primer sábado de mes - noviembre 2018
El mes de noviembre nos invita a pensar en las realidades últimas de la vida. Por una lado, la misma naturaleza con el decrecer de los días, la caída de las hojas en otoño, la infecundidad de la tierra donde parece que todo se muere… nos hablan del fin del ciclo de la vida. La liturgia recoge esta enseñanza inscrita en la misma creación y al recordar a todos los difuntos y a todos los santos, nos sitúa ante la realidad de que esta vida no es para siempre y que tras la muerte se nos abre la eternidad. 
Muerte, juicio, gloria e infierno son las verdades últimas de la existencia de los hombres. Verdades que hemos de tener presentes, meditar en ellas, y vivir conforme a su enseñanza.
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si al final pierde su alma? (Mateo 16,26) pregunta el Señor en el Evangelio a sus discípulos. Ante esta pregunta han sido muchos los que han cambiado de vida pasando de una vida de tibieza a una verdadera vida de fe y de amor a Dios, os que se han convertido radicalmente de una vida de pecado y frivolidad a una vida de penitencia y fervor.   
Preguntémonos nosotros: ¿De qué nos sirve vivir muchos años, gozar de salud, si al final perdemos nuestra alma?
¿De qué nos sirve tener unos estudios, buen puesto de trabajo, buena situación social?
¿De qué nos sirve la comodidad material y tener una situación económica descansada si al final perdemos nuestra alma?
Si nos salvamos, hemos ganado; pero si no nos salvamos, lo hemos perdido todo y nuestra vida y todos nuestros esfuerzos y nuestros desvelos no nos habrán servido nada.
Quizás el peor peligro que corremos es vivir pensando que nos hemos de morir, que esta vida es para siempre, que la muerte está demasiado lejos. A pesar que la muerte nos rodea y que con frecuencia se mueren amigos, familiares y conocidos, pensamos que a nosotros no nos tocará.
El gran san Antonio de Padua decía: “Quien se humilla en el pensamiento de la muerte, pone en orden toda su vida, y está atento a todo lo que le rodea. Sacude de sí la ociosidad, se da ánimo en los trabajos y confía en la misericordia del Señor, y dirige el curso de la existencia hacia el puerto de la eternidad.”
¡Qué bien resumido está en estas palabras los beneficios que obtendremos si meditamos acerca de nuestra muerte!
Ordenaremos nuestra vida no con criterios mundanos o gustos caprichosos de comodidad y beneficio, sino según los mandamientos de Dios.
Nos veremos libres del indiferentismo y el relativismo, y no dejaremos pasar las oportunidades de hacer penitencia por nuestros pecados y alcanzar méritos con nuestras buenas obras, alejando la pereza y la ociosidad siendo consciente de que la vida es breve y pasa rápido, y hemos de aprovecharla al máximo para alcanzar la vida eterna.
El pensamiento de la muerte hará que todos los aspectos de la vida estén dirigidos hacia el puerto de la eternidad. ¡Qué difícil vivir sin saber a dónde ir! ¡Qué peligroso no tener destino claro en este viaje de la vida! En cambio, teniendo nuestro destino claro, ¡cuánto más fácil se nos hará el camino! Corramos, pues, hacia la meta para conseguir la corona de gloria que no se marchita.
Corramos ligeros y sin detenernos, en un abandono confiado en la misericordia del Señor que es el primer y mayor interesado en nuestra propia salvación.
Podéis preguntaros, a qué vienen estas consideraciones si estamos celebrando el primer sábado de mes en reparación al Inmaculado Corazón de María.
Cuando la Virgen en la ciudad de Pontevedra se parece a sor Lucía, pide la devoción de los cinco primeros sábados. Una petición de la Madre de Dios que nos pide compasión. Aquella que es Reina y Señora del cielo, Tesorera y medianera de todas las gracias, se hace mendiga de nuestra devoción, de nuestro amor. ¡Es asombroso como Dios y como la Virgen santísima se anonadan ante nosotros, pobres y miserables criaturas!
La Virgen pide que se reparare su corazón, y no lo hace a cambio de nada.  Nadie gana a nuestra Señora en generosidad, ella –en el mismo modo de obrar divino- nos ofrece el ciento por uno.
¿Qué es lo que la Virgen nos ofrece a aquellos que acogemos su petición de reparar su Inmaculado Corazón cada primer sábado de mes? Ella promete asistirles en la hora de la muerte con todas las Gracias necesarias para la salvación de sus almas.”
Repito las mismas palabras de la Virgen transmitidas por sor Lucía: “Mira, hija mía, mi Corazón, cercado de espinas que los hombres ingratos me clavan continuamente con blasfemias e ingratitudes. Tú, al menos, procura consolarme y di que todos aquellos que durante cinco meses, en el Primer sábado se confiesen, reciban la Santa Comunión, recen la tercera parte del Rosario y me hagan 15 minutos de compañía, meditando en los 15 misterios del Rosario, con el fin de desagraviarme, yo prometo asistirles en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para la salvación de sus almas.’”

La Virgen nos ofrece algo de grandísimo valor: las gracias necesarias para salvarnos. Si alguien se acercase a nosotros y nos preguntase como aquel joven del evangelio: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Podríamos responderle con toda certeza: haz los 5 primeros sábados de mes, porque la Virgen nos ha dado su palabra de que nos dará las gracias necesarias para salvarnos.

Consideremos que gracias necesitaremos en el momento de la muerte, y veremos qué gran necesidad tenemos de hacer los primer sábados.

1.-En primer lugar, para tener una buena muerte hemos de morir con una fe viva. Es por la fe en Jesucristo por la que obtendremos la salvación. Sin ella nadie puede salvarse. Es el don más grande que hemos podido recibir. Se nos da gratuitamente y sin merecerlo en el bautismo. Se acrecienta en la medida que la cultivamos, profundizamos en ella, y la alimentamos. Tener fe es creer todo aquello y solo aquello que Dios ha revelado y la Iglesia como Madre y Maestra nos propone. Creer y vivir conforme a la fe, sin decir ni hacer nada contrario a ella. Nuestro deseo debería ser poder morir diciendo aquello de santa Teresa: “Al fin muero, hija de la Iglesia.”
Son muchos los que en la ancianidad, la enfermedad terminal y cercana la muerte, se ven atormentados por tentaciones y dudas contra la fe. Satanás no desaprovechará ocasión para perdernos y por tanto hacernos desconfiar de Dios, dudar de él y su amor. “El que esté en pie, tema, no caiga.” ¡Qué necesaria se nos hace la perseverancia en la fe! Pero de manos de la Virgen María, nos hemos de temer el perderla; porque su intercesión hará que se acreciente.
2.-En segundo lugar, la gracia que necesitamos para una buena muerte es el arrepentimiento del pecado y el deseo de unión con Dios. Gracias que se nos conceden a través de los sacramentos. No hay mejor forma de morir que recibiendo aquellos medios que nuestro Señor Jesucristo instituyó para concedernos la gracia: confesión de nuestros pecados, unción de los enfermos y santa comunión. Los sacramentos nos dan la vida de la gracia, la vida de Dios, y por tanto son anticipo de la vida del cielo; y son en la hora de la muerte la mejor forma de disponernos para llegar a Dios.
¡Cuánta gente muere sin sacramentos por miedo, por respetos humanos, por falta de fe! Unos porque ya su estado no les permite pedirlos, otros porque sus familiares no quieren pedirlos, otros tantos porque no hay sacerdotes que se los administren.
Dejemos bien dicho a nuestras familias que queremos recibirlos. Insistid en ello para que no se olviden. No tengáis el deseo de muchos de que la muerte les sorprenda en el sueño de repente. Desead estar conscientes para arrepentiros y poder recibir las gracias sacramentales.
3.- En tercer lugar, la buena muerte es fruto de vivir confiados en la infinita misericordia de Dios y en los méritos de la Pasión de Cristo que murió y se entregó por mí, nunca en mis obras. ¡No nos salvamos por nuestras obras, sino por la pura misericordia de Dios! Es en su bondad y en su misericordia donde tenemos que confiar: Él nos ha creado y nos ha redimido, nos ha amado y, por tanto, no puede abandonar y desechar las almas que tan alto precio le han costado. Aquellos que mueren bien dice como Nuestro Señor Jesucristo en la cruz: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
4.- Para bien morir necesitamos la virtud de la paciencia y la conformidad con la voluntad de Dios, aceptando todo lo que él permita en ese momento. Como nuestro Señor Jesucristo en su pasión hemos de aceptar totalmente su voluntad: Padre, aparta de mí este cáliz, pero hágase tu voluntad y no la mía.
La impaciencia, la queja, la desesperación son tentaciones muy habituales en los momentos de la muerte. Ojalá tengamos el pensamiento de santa Teresa: Nada te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta.
5.- Para tener buena muerte hemos de tener magnanimidad de corazón perdonando a todos los que nos hayan ofendido, como también pidiendo perdón a aquellos que nosotros ofendimos, rogando por ellos y por su salvación. Así murió nuestro Salvador y en él tenemos nuestro modelo: Padre, perdónales, porque nos saben lo que hacen.
6.- La buena muerte ha de ir acompañada del agradecimiento a Dios por todos los beneficios que nos ha dispensado en esta vida, tanto materiales como espirituales, así como agradecimiento a todas las personas que nos han amado, cuidado, beneficiado y estado a nuestro lado.
7.-No es pequeña la empresa de morir bien, sobre todo porque en la última oportunidad de Satanás para arrebatarnos de la manos de Dios. Nuestra lucha no es contra las fuerzas de este mundo, sino contra las fuerzas sobrenaturales del mal. Por ello, necesitamos contar con el auxilio de Dios, de la Virgen Santísima, de san José, de santo ángel custodio y de los santos. Hagámonos ahora amigos de ellos para que nos ayuden en tal difícil trance y nos reciban gozosos en el cielo junto con todos los pobres a los que hemos auxiliado en el momento de nuestra muerte. “Ganaos amigos con el dinero injusto para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas" (Lc 16,9).
Fijaos como la Iglesia lo expresa en sus oraciones de la extremaunción:
 “Señor Jesucristo, introduce en esta casa, con la entrada de tu humilde ministro, la felicidad eterna, la divina prosperidad, la serena alegría, la caridad provechosa, la salud inalterable; no tengan entrada en este lugar los demonios; vengan los ángeles de paz, y abandone esta casa toda discordia malévola. Engrandece, Señor, sobre nosotros tu santo nombre y bendice + nuestro ministerio; haz santa nuestra entrada en este lugar, Tú que eres santo y misericordioso y permaneces con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.”
“Oremos y supliquemos a nuestro Señor para que bendiga plenamente esta morada y a todos los que habitan en ella; les dé el buen Ángel custodio y haga que le sirvan, para que consideren las maravillas de su ley; aparte de ellos todas las potestades enemigas; les quite todo temor y toda perturbación; y se digne guardarlos sanos en esta casa.”
 “En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, quede extinguido en ti todo poder del diablo por la imposición de nuestras manos y por la invocación de todos los Santos Ángeles, arcángeles, patriarcas, Profetas, Apóstoles, Mártires, Confesores, Vírgenes y de todos los Santos juntos”. R. Amén.”
8.- Realmente es importante en la vida, lo que en la muerte es importante. Y, ¿qué necesitamos en el momento de morir? Materialmente nada. Solamente el amor de los nuestros. ¡Qué muerte buena y dulce, poder morir con un sacerdote a nuestro lado, rodeado de nuestra familia y amigos, contando con su oración, sus sacrificios y su afecto.

Queridos hermanos, habiendo considerado qué gracias necesitamos para tener una buena muerte que nos conduzca al cielo, y sabiendo lo que la Virgen nos ofrece, ¿cómo no vamos a hacer los primeros sábados de mes? No cinco solo; sino todos los que podamos, por tantos que no lo saben, por tantos que no tienen esta oportunidad, por tanto que los necesitan, por tantos que se condena porque no hay nadie que rece y se sacrifique por ellos.
Confiados en María y agradecidos por su promesa no tengamos miedo. Ella es nuestra abogada, nuestro auxilio y protección. Ella ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Reparamos su Corazón Inmaculado e invitemos a muchos otros a que lo hagan.
Que así sea.