miércoles, 22 de agosto de 2018

POR LA CONFESIÓN, NOS VEMOS LIBRES DE LA LEPRA DEL PECADO. Homilía


POR LA CONFESIÓN, NOS VEMOS LIBRES DE LA LEPRA DEL PECADO
Homilía - XIII domingo después de Pentecostés 2018
La lepra es una enfermedad crónica causada por  bacterias provocando la putrefacción de la carne, pérdida de miembros y un desfiguramiento repulsivo del cuerpo. Pero el verdadero problema es el daño que esta enfermedad provoca en el interior del sistema nervioso afectando a las funciones sensoriales causando insensibilidad como, en menor medida, a las funciones motoras, originando pérdidas de movimiento.
Una enfermedad gradual que poco a poco va degradando el cuerpo del enfermo.
Una enfermedad contagiosa que se transmite fácilmente cuando se está cerca del enfermo. 
La situación social del leproso es terrible. Una enfermedad que avergüenza a los que la sufren, pues son expulsados de la sociedad y obligados a vivir en leproserías y alejados de su familia y su entorno.
En algún momento se llegó a considerar a la lepra como castigo divino ante el pecado. El leproso debía mantenerse alejado de los lugares frecuentados por los otros llevando una campana  al cuello para avisar de su presencia;  junto con mil prohibiciones más.  Realmente, el leproso era tratado como un muerto en vida.
La enfermedad más prevalente no es la lepra o la tuberculosis, -decía la Madre Teresa de Calcuta- es el sentimiento de que no le importas a nadie, que nadie te quiere”.
Todos conocemos la respuesta de Madre Teresa ante aquella señora impresionada por  verla bañar a un leproso: - Yo no bañaría a un leproso –dijo la señora- ni por un millón de dólares. La Madre Teresa le contestó: - Yo tampoco porque a un leproso solo se le puede bañar por amor.

Queridos hermanos:
Al escuchar hoy el Evangelio de los Diez leprosos que se acercan a Jesús gritando: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros, nos recuerda que en él encontramos la curación de nuestras enfermedades.
Pero sobre todo hemos de caer en la cuenta de que la peor de las enfermedades es el pecado: “que no solo mata el cuerpo sino también el alma, con el poder de arrojarnos al infierno”.
El pecado como la lepra desfigura la imagen del hombre y de la mujer, aquella imagen que Dios imprimió en nosotros en la creación. Como la lepra, el pecado afecta a lo más interior del alma imposibilitando el bien y la caridad en nosotros.
Cuando el pecador no se arrepiente y vive permanentemente en ese estado, va degradando su cuerpo y su alma; enredado en una espiral de pecado cada vez más fuerte y profunda.
El pecador que vive así acaba contagiando su ambiente, su familia, sus relaciones… siembra el mal a su paso… hace que otros vivan como él o sigan su ejemplo.
El pecador se encuentra en la peor de las situaciones posibles ante la eternidad: solo le espera la condenación y el infierno, alejado de Dios para toda la eternidad, en el lugar de fuego y del rechinar de dientes.
Como el leproso, el pecador es un muerto viviente.
Lamentable es esta situación, sino pone el remedio de la confesión y la medicina de la misericordia con la que Dios está siempre dispuesto a curarle. Pero el tiempo pasa, la eternidad se acerca, el juicio está ya próximo.
¡No podemos ser indiferentes ante la suerte de tantos pecadores que se condenan porque no hay nadie que rece y se sacrifique por ellos! –como la Virgen manifestó y pidió en Fátima.

 Pero, ¿no somos nosotros pecadores? Como aquellos diez leprosos también hemos de acudir a Jesucristo y pedir compasión para nosotros.
Jesús envió a los leprosos a que se presentasen ante los sacerdotes. Estos no podían curar la lepra, tan solo comprobar que se había dado la curación. Hoy Jesucristo nos envía también a los sacerdotes de la Nueva Alianza, pero a estos se les ha dado la potestad para cura limpiar y absolver la lepra del pecado.
Obligados a confesar al menos una vez al año, en peligro de muerte o si queremos comulgar: no podemos ver la confesión como una mera obligación, sino como una verdadera medicina, liberación y sanación de nuestra alma.
La confesión es para los pecadores el único medio para alcanzar el perdón de los pecados, y para aquellos que viven habitualmente en gracia el medio de conservarse en este estado y perseverar en la amistad con Dios.
Fijaos que admirable es el sacramento de la confesión: la acusación de nuestros delitos ante el sacerdote nos alcanza el perdón, descubrir nuestro pecado ante el ministro de Dios nos hace dignos de la misericordia divina; mientras que el ocultarlos y no confesarlos nos hace reos de condenación.
No funciona así la justicia humana: se castiga cuando se descubre el delito, y se absuelve cuando no se oculta la culpa.
Por medio del Sacramento de la Confesión se dispone en nosotros el verdadero arrepentimiento y penitencia: porque a través de ella aprendemos a humillarnos delante de Dios, pues nada hay que más nos humille que reconocer nuestros pecados… y no de forma general acusándonos de pecadores como lo hacemos en la celebración de la santa misa al rezar el Yo, pecador… o una acusación ante Dios en nuestra oración privada…
Es una verdadera escuela de humildad reconocer nuestros pecados delante de un hombre, detallar la materia del pecado, las circunstancias que lo agraven o lo aminoren, las ocasiones en que se ha caído en ella… Recordemos que las confesión ha de ser detallada: no sirve confesarse de cosas generalísimas y o de vicios en general; la confesión ha de ser en este sentido concreta, no vaga… El sacerdote no es adivino y lógicamente si me acuso de haber mentido, he de decir en que he mentido, porque he mentido, cuantas veces he mentido… Simplemente decir digo mentiras, es una acusación, pero incompleta. Esto nos ayuda a conocer nuestro pecado verdaderamente y poder poner el mejor remedio, como también saber en que medida he de satisfacer la pena temporal que por ellos merecemos.
 La confesión es una verdadera escuela de humildad porque hemos de someternos al juicio del sacerdote; escuchar aquello que su celo le inspire, cumplir la penitencia que nos imponga… Error fatal para el crecimiento espiritual el que va buscando al confesor menos exigente, o que es sordo, o que sabemos que poco nos va a decir… Sin duda, hemos de preferir al confesor más celoso y prudente, no al mercenario que nada le importa la suerte de las ovejas. 

¿Cómo ha de ser nuestra confesión?
Sincera: a Dios no lo podemos engañar, pero podemos engañarnos a nosotros mismos o engañar al Sacerdote.
Completa: sin callarse ningún pecado, comenzando por los más graves.
Humilde: sin altanería ni arrogancia, reconociendo nuestro pecado con sinceridad y buena voluntad.
Prudente: que debemos usar palabras adecuadas y correctas, y sin nombrar personas ni descubrir pecados ajenos.
Breve: sin explicaciones innecesarias y sin mezclarle otros asuntos.

Muchos huyen de la confesión porque siente vergüenza. Y en cambio es la vergüenza la que debería hacernos amar este sacramento. Lo que nos ha  llevado al pecado ha sido el no tener bastante vergüenza, dirá San Juan Crisóstomo. La vergüenza que nos faltó al pecar, sea ahora la que dé comienzo a nuestra confesión.

¡Ojala no perdamos nunca la vergüenza al confesar, porque ello demostraría nuestra frialdad e impenitencia, el habernos llenado de tibieza y el acostumbrarnos al pecado!

Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros- gritaban los leprosos y es también el grito de cada uno de nosotros cuando nos hincamos de rodillas en el confesionario y decimos: Padre, he pecado. Palabra pronunciada que inicia nuestra conversión, que nos devuelve la justificación, que nos trae el perdón de los pecados y la benevolencia divina. Confesión de los pecados que hace cambia dos corazones: el de Dios, de airado en benefactor, y el del penitente, de pecador en santo.

Por el sacramento de la confesión:
-Se nos reconcilia con Dios y con la Iglesia;
-Recuperamos el estado de gracia, si se había perdido;
-Hayamos la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado;
-Se nos concede la paz y la serenidad de conciencia y el consuelo del espíritu;
-Y recibimos un aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano.  La confesión es un freno para nuestro corazón y para nuestras malas pasiones alejándonos de las ocasiones de pecado.